El cine es un espacio de catarsis y de identificación. Aún hoy, en medio de constantes distracciones, somos capaces de seguir metiéndonos en la pantalla durante un par de horas para reír, llorar, sufrir, gozar, o huir. Si uno es padre, va a ser difícil que se ponga en pose piedra con Beatiful Boy, la película de Felix Van Groeningen; si no lo es, creo que también. Oponerse a la emoción en una película es ejercer una vigilancia innecesaria, tan inútil como cuestionar que se derramen unas cuantas lágrimas cuando en E.T. una bicicleta se eleva hasta la luna, o en Cinema Paradiso el protagonista recibe un regalo inesperado que lo desarma emocionalmente. Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre estas dos películas y Beatiful Boy. Para el Spielberg de 1982 y el Tornatore de 1988, el cine es más importante que la vida; para Groeningen, el mundo está por delante. De manera tal que, nadie derrama lágrimas dos veces sobre el mismo río. Si uno mete la cabeza en un balde de agua fría, pasado el estado de conmoción, descubre algunas trampas o gestos propios de una trama desdoblada. La primera es de carácter universal y versa sobre los vínculos entre padre e hijo con dos actuaciones maravillosas de Steve Carrell y Timothée Chalamet (que la viene rompiendo estos últimos años); la segunda es más sospechosa y tiene su origen en quienes patrocinan (Amazon), como si existiese la imperiosa necesidad de que haya bajada de línea o educación en valores. Se sabe, esto ocurrió siempre. Las historias con adicciones de procedencia industrial no puede evadir el mensaje. Le pasaba a Billy Wilder en 1945 con Días sin huella y le pasa a Groeningen hoy. Pero también hay diferencias insoslayables. En el 45 había que ser insidioso de manera solapada para combatir las demandas y las restricciones de los productores (a menos que uno fuera Orson Welles). La primera escena es elocuente. ¿Cuál es la manera que tiene Wilder de decirnos que no hay salida frente al alcoholismo (más allá de la obligada moralina de la época)? La respuesta es visual. Mientras Ray Milland se prepara para ir a rehabilitación, vemos una botella colgada con una soga en la ventana del lado de afuera. Apenas se vaya de esa habitación su cuñado, el tipo recogerá el botín. Con una imagen el viejo zorro lo ha dicho todo: no hay salida. Como dijera Borges: “El estilo directo es el más débil. La censura puede favorecer la insinuación o la ironía, que son más eficaces”.
La solución de Groeningen para con su joven adicto es discursiva. En una de las peores secuencias, el padre ingresa a la habitación del hijo, revisa sus cuadernos con dibujos y los mira con miedo. La cámara desdibuja el contexto por un momento y fija la atención en el supuesto carácter siniestro y nos induce a verlos no como creaciones artísticas sino como engendros de una mente enferma (nótese la música que acompaña ese instante). De nada sirve que en otro segmento, el chico haya dicho que “Bukowski me salvó la vida”, porque a esas elecciones, Groeningen le opone torpemente un punto de vista moral. Es capaz de construir personajes sólidos y al mismo tiempo derribarlos como a un castillo de naipes.
Lo anterior obedece a esa doble trama que, también, manifiesta intenciones diferentes. Cuando se desarrolla la relación familiar, se respira una tristeza legítima. Es la tristeza de dos fantasmas en vida con tiempos diferentes. El del padre, imposibilitado de comprender lo que ha ocurrido con su pequeño (el pasado se le incrusta a cada rato), y con la necesidad de saber. Luego, el del hijo, que no puede explicarlo. Mientras tanto, la brecha afectiva entre ambos se abre, se quiebra, se reestablece y vuelve a caer. El proceso es doloroso, como la distancia que se materializa en el rostro de Carrell y la impotencia de Chamalet para conciliar el placer por las sustancias y el amor a la familia sin sentir culpa. Si hay algo interesante es que la película destierra cualquier tesis sociológica barata o determinista. Se es adicto porque se disfruta. Luego, están las consecuencias. Y aquí empiezan los problemas. La segunda trama, la de la investigación del padre pinta como concesión. El personaje de Carrell inicia un periplo detectivesco porque “quiere conocer al enemigo que debe enfrentar”. Busca en Internet, consulta a especialistas y se pone en contacto con otros adictos en la calle. Aquí es cuando invade el cuarto de su hijo, revisa, toca sus cosas y lee sus anotaciones, acciones todas que son escenificadas en un contexto moral sostenido a partir de tres decisiones cuestionables. La primera es la alternancia narrativa que fractura el relato y contrasta la felicidad del pasado con el tormento del presente (cosa que caiga como una piedra en los espectadores), un recurso bastante usual últimamente en las carteleras de cine: cuanto más se incide en la linealidad de la historia, más cool parece (se lo debemos a próceres de la chantada como González Iñárritu, entre otros); la segunda tiene que ver con la utilización de la música. Hoy también está de moda prender la rocola. Hay algunos que lo hacen muy bien (Quentin Tarantino, Paul Thomas Anderson) y otros que son un desastre (David O. Russell). En Beatiful Boy, Groeningen inyecta rock, pop, punk, todo el tiempo. Desde el título mismo (con alusiones permanentes a Lennon), pasando por los pósters que adornan la habitación del pibe (Nirvana, Metallica, Bowie), hasta la inclusión frecuente de canciones indie. El mayor inconveniente es que su uso resulta, cuando no destinado a subrayar las situaciones como si fueran emoticones sonoros, arbitrario, caprichoso por acumulación. Por último, la tercera maniobra la constituye ese momento de lucimiento personal del director por sobre la historia, el escalón más degradante donde encuadra e ilumina prolijito al chico en estado de sobredosis tirado en un baño. Es el punto culminante de esta segunda trama, la de la bajada de línea disfrazada de información. Como corolario, habrá unos carteles al final con estadísticas y otras yerbas innecesarias. Todo tiene un precio cuando se filman esta clase de historias financiadas por corporaciones. El mensaje es uno de ellos.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant