La canción de John Lennon suena una sola vez en la película y con ello basta para instalar el ideal que la preside: cómo ese niño bueno y amado en su infancia se ha convertido en un joven adicto y problemático en su adolescencia. La mirada es la de su padre; la perspectiva, la de un drama cargado de sensiblería y sobreactuaciones, que deriva toda buena intención en un muestrario de recursos pueriles y anacrónicos. Basada en un doble ejercicio de memoria a cargo de padre e hijo (David y Nic Sheff, ambos escritores), la historia de Beautiful Boy consiste en una espiral lacrimógena que oscila entre idílicas escenas familiares en la soleada San Francisco y secuencias de compra de metanfetamina, googleo paterno de adicciones para ver "qué se siente" y ensayos recurrentes de perdón y rehabilitación.
El belga Felix van Groeningen nunca logra construir personajes que existan más allá de las palabras que extrae del texto: pese a los esfuerzos de Steve Carrell y Timothée Chalamet, David y Nic no trascienden los estereotipos (caminatas nocturnas de padre preocupado, lectura de un poema de Bukowski, diarios íntimos explicando sentimientos) y su vínculo se reduce a charlas solemnes y algunos flashbacks dignos de un clásico de Hallmark.
Apenas se salva la madrastra que interpreta Maura Tierney, que aporta algo de complejidad al mundo familiar, que reacciona de manera humana y no se pierde en discursos edificantes y ataques moralistas.