La nueva película del actor/director británico, fuerte candidata a estar en la pelea por los premios Oscar, repasa su infancia en Irlanda del Norte, en medio de la creciente violencia entre protestantes y católicos. Con Jude Hill, Caitríona Balfe, Jamie Dornan, Ciarán Hinds y Judi Dench.
Podemos empezar a hablar del «efecto ROMA» para referirnos a películas como BELFAST y a todas aquellas en las que un realizador retorna a las anécdotas de una infancia rodeada de cariño y seres queridos pero en circunstancias políticas complicadas. Es cierto que la de Alfonso Cuarón está lejos de ser la primera película en la que un cineasta hace una crónica cinematográfica de su propio coming of age (podemos ir atrás en el tiempo hasta AMARCORD o a la propia LOS 400 GOLPES, entre muchas otras), pero varios de los elementos específicos que aparecen en el film mexicano se reiteran aquí: el blanco y negro, el carácter episódico, la época, el contexto político violento y el eje en el potencial desgarro familiar implícito en toda esta desventura. Y sí, también un nombre que hace referencia a un lugar específico.
BELFAST es, siguiendo esa comparación, la versión light de ROMA, la película para televisión, una que mantiene una similar apariencia formal pero que luego se descubre como mucho más vacía, limitada, pasajera, genérica. Es un recuerdo cariñoso y hasta amable pero muy despolitizado, algo que es entendible en función de que se narra a partir de los recuerdos de un niño de nueve años –un alter-ego del propio Kenneth– que atraviesa la creciente violencia que se vive en el lugar, pero al que quizás le falta la perspectiva que le da el tiempo y los personajes adultos.
El film es una colección de observaciones de la vida de Buddy (Jude Hill) en la capital de Irlanda del Norte, musicalizada con canciones de Van Morrison (no siempre correspondientes a la época en la que transcurre la acción: hay temas como «Days Like This» que es de 1995) y que empiezan cuando la vida aparentemente apacible del chico y de su familia (hermano mayor y madre, su padre trabaja buena parte del tiempo en Inglaterra) se quiebra con el shock de un violento ataque de grupos protestantes a las casas de las familias católicas de su barrio. Su familia es protestante y queda en medio de una situación tensa y complicada, ya que es fuerte la presión que reciben para cortar con los católicos, que eran por lo general separatistas del Reino Unido frente a los «unionistas», en su mayoría protestantes.
Branagh no entra mucho en el análisis político –para los que no conocen demasiado de «los problemas» en Irlanda del Norte, siempre es bueno tener a mano algo de info previa— ya que Buddy tampoco tiene idea qué está pasando y dice que a veces preferiría ser católico solo para ser perdonado de todo en el confesionario. El chico está más preocupado por jugar al fútbol en la calle, lograr que le preste atención una compañerita del colegio, ir al cine a ver los estrenos populares o pasar el tiempo con sus abuelos (Judi Dench y Ciarán Hinds) o su simpática y coqueta madre (Caitríona Balfe, la protagonista de OUTLANDER). Y cada vez que su padre (Jamie Dornan) regresa de Inglaterra, tratan de hacer actividades juntos, aunque últimamente a ambos se los ve preocupados por la creciente tensión que se vive en la ciudad… y entre ellos.
Al tratarse de una película episódica cuyo hilo narrativo central pasa por la decisión que la familia debe tomar respecto a quedarse o no viviendo en Belfast por lo complicado de la situación, uno podría suponer que Branagh armó su film buscando un tono melancólico o bien observacional, en el que lo fuerte pasara por cierto registro poético, desde lo visual al menos, de esas experiencias. Pero no. Más allá de un contrastado blanco y negro que se ve bastante digital, el actor/director narra su film de una manera entre mecánica y torpe (drones, cortes permanentes, ángulos de cámara insólitos), con los actos de violencia filmados como si fuera un mediocre thriller de acción y muchas caracterizaciones desprovistas de cualquier gracia o personalidad.
A BELFAST la empujan el entusiasmo del niño, que se da cuenta que algo grave pasa pero sigue metido en sus cosas y, especialmente, la lucha de su madre por mantener la calma ante una situación que le explota por los cuatro costados. Es que, además de la creciente violencia política, «Ma» (el chico la llama así y nunca se le conoce el nombre) lidia con la salud de su propio padre, que está cada vez más enfermo, y con un marido («Pa», también) cuya ausencia permanente la hace responsable de mantener al núcleo familiar entero en medio del caos. Y a veces sola no puede, especialmente cuando algunas «malas influencias» empiezan a rodear al niño.
Pero raramente la película emociona o toca fibras personales que no se parezcan a esas que se vieron en decenas de otras películas de similar subgénero. Pese a la particularidad del caso y de la locación elegida, Branagh no puede evitar que las complicaciones de la vida de Buddy se sientan genéricas, casi del manual del coming-of-age. No hay en ningún momento detalles específicos –en lo que respecta a sus vivencias– que le den una carnadura real a la historia. Son «los problemas» de Irlanda del Norte, pero si una cambia las canciones de Van Morrison por las de otro artista y modifica un par de cosas bien podría ser cualquier otro lugar.
Quizás donde más se siente la conexión personal con lo que, en definitiva, es su propia historia, es en la pasión que Buddy tiene por el cine y el teatro. Las imágenes de las películas que ven aparecen en color –cuando son en color, no en THE MAN WHO SHOT LIBERTY VALANCE, de John Ford, que es en blanco y negro– y lo mismo pasa cuando va al teatro por primera vez y sale entusiasmadísimo. Y el chico habita esos momentos de una manera muy sentida, a tal punto que Branagh –partiendo de la mirada subjetiva del pequeño Buddy– musicaliza una tensa situación callejera con música de western. Lo ayuda, claro, que generalmente está acompañado por Dench y Hinds, cuyos rostros tienen más historia que sus personajes. Son criaturas dibujadas con trazos bastante gruesos (abuelos de publicidad de galletitas), pero el peso propio de los actores les da una gravedad que no tienen en el papel.
Ganadora del Premio del Público del Festival de Toronto –galardón que suele coincidir con fuertes candidatas al Oscar, películas que no necesariamente son las mejores del año sino las que funcionan mejor con los espectadores–, BELFAST es un film demasiado limitado para sus ambiciones, demasiado esquemático para funcionar como una memoir personal. Su problema no pasa necesariamente por no querer ensuciarse en las más complicadas arenas políticas de la historia –si bien su punto de vista no solo se limita al del niño, la perspectiva es la suya– sino porque su acto de nostalgia y de homenaje a la resiliencia de los habitantes de una ciudad en su etapa más complicada raramente se escapa del efectismo del acto escolar, del folleto turístico actual que reconoce que, décadas atrás, las cosas no estaban tan bien como ahora, pero «supimos salir adelante». No hace falta que el niño entienda que las cosas eran un poco más complejas de lo que se muestran acá, pero el Branagh adulto debería hacerse cargo de lo que cuenta. La perspectiva que le da el tiempo (la película abre y cierra con imágenes de la coqueta Belfast de hoy) agranda su desconexión con la realidad.