“¡Ya tuve demasiado Dios para un solo día!” se queja una mañana Buddy (Jude Hil, 9 años) a su madre (Caitriona Balfe), durante el desayuno. Si todos los niños del mundo se plantaran ante los adultos de la misma manera podría soñarse con un mundo distinto, más libre al menos, pero Buddy vive en el peor lugar y el peor momento para hacer un cuestionamiento de esa naturaleza: Belfast, Irlanda del Norte, agosto de 1969, cuando empezaban los “Troubles”, esto es, las guerras religiosas barriales.
Atención: es el mismo concepto de “guerra religiosa” que existía durante las Cruzadas o la Edad Media, pero un mes después de que Neil Armstrong haya pisado la luna, los Beatles ya llevaran seis de haberse disuelto tras “Let It Be”, y Raquel Welch deslumbrara a Buddy en la pantalla del cine de su barrio, mientras enfrentaba a los dinosaurios de “Un millón de años antes de Cristo” (también deslumbraba a su padre, pero eso es otro asunto).
“Tu abuela siempre dice que nunca es demasiado Dios. Pronto lo necesitarás”, le retruca al chico su madre durante aquel desayuno, pero él no entiende por qué razón. En definitiva, lo que él más anhela en la vida es convertirse en el mejor jugador de fútbol del Tottenham Hotspur de Irlanda, y que su compañera de banco en el colegio lo ame y quiera casarse con él. ¿Qué influencia podría tener Dios con todo esto? Pues sí, parece que tiene que ver con todo, comenzará a creer Buddy, porque los ataques incendiarios a las casas y negocios de las familias católicas de su barrio sólo acaban de empezar. Han de estar peleando a muerte, quemando autos, lastimando gente por alguien muy importante.
Buddy y su familia están preocupados, pero, paradójicamente, no porque sean católicos. Ellos son protestantes, como Dios manda en esa parte de la geografía irlandea, pero el padre detesta el uso de la religión con fines políticos (como si la religión no se hubiera creado para eso), y no sólo pretende una convivencia pacífica sino que también se opone a los matones protestantes del barrio, que pronto serán asistidos (como ocurrió en otras zonas en el gran Ulster) por el Ejército Británico: los protestantes proponen continuar perteneciendo al Reino Unido, en tanto que los católicos a la República de Irlanda, a una única Irlanda que no reconocía a la Reina pero sí, desde luego, a Dios.
A otro Dios: y esa es la gran complicación mental de Buddy. Parece que los católicos arreglan rápido: uno va, se confiesa con el cura, y ya está todo perdonado. En cambio, teme, el protestantismo parece una cosa más seria, aunque no tan lujuriosa en sus descripciones delEl padre de la familia, uno de los indudables héroes del film (y si se piensa que la vida imaginaria de Buddy es una semblanza casi autobiográfica de propio Kenneth Branagh queda clara la hermosa imagen que conserva de él) suele acompañarlo en sus quejas; “¡Maldita religión!”, se le oye decir en una escena.
–¿Y para qué vamos entonces a la Iglesia? — pregunta entonces Buddy con lógica cartesiana.
–Porque tu abuela me mata si no –le explica el padre (Jamie Dornan), con la lógica familiar que sostuvo el poder de las iglesias
Belfast no es Amarcord ni, mucho menos –por fortuna—la Roma de Alfonso Cuarón. Es un relato líneal, simple, de la atormentada niñez de Buddy/Branagh, quien incapaz de comprender bien qué es lo que ocurre y por qué se pelean los que se pelean, tanto por asuntos terrenales como sobrenaturales, lo aterra la perspectiva de emprender a tan temprana edad el exilio, junto a sus padres y su hermano Willy, y dejar atrás la ciudad que tanto ama. Y a la compañera de banco. Ya la posibilidad de ser un astro de fútbol, sobre todo si van a algún país donde juegan fútbol tan distinto.
Belfast es una caja de viejas fotografías puestas en orden, todas en blanco y negro: ese es el color excluyente del pasado familiar y social, ya que hay licencias (como la película con Raquel Welch, que aparece en Technicolor), y naturalmente la Belfast de hoy que “enmarca” la vieja caja donde se conservan las fotografías. El actor y realizador ya había hecho un estupendo trabajo en blanco y negro en su drama de 1995 Sueño de una noche de invierno (In The Bleak Midwinter).
Dos labores extraordinarias complementan el dramatis personae de la bolsita de recuerdos: el abuelo (Ciarán Hinds, ayer nomás un galán), un protestante que ve a los “combatientes” de su bando con el respeto que podría sentir por un saltimbanqui disertando sobre Bertrand Russell, y la abuela, irreconocible Judi Dench, que se reserva casi las acotaciones de un coro griego.
¿Hasta dónde es verdad todo el relato, en especial las partes ulteriores, que construye Kenneth Branagh con su infancia? Un compatriota suyo, pero del sur, George Bernard Shaw, decía que toda autobiografía era una mentira, pero también que toda mentira era una autobiografía.