HACER LA GUERRA CON UN PALITO
El póster de Belfast sintetiza bastante bien los objetivos de Kenneth Branagh en esta, su película con dejos autobiográficos: un pibe, Buddy (el simpático Jude Hill), armado con una espada de madera y cubriéndose con un tacho de la basura como escudo. Belfast es una película ambientada en los años 60’s, en una Irlanda convulsionada por los conflictos entre protestantes y católicos, y posa su punto de vista en los ojos de un niño, que mira todo sin comprender y que se evade a través del cine, la televisión y los cómics mientras su familia se desmorona un poco por el contexto político y otro tanto por asuntos más personales (aunque cuándo el contexto político no infirió en la vida de las personas). Y Branagh no es hipócrita (no lo será en el ejemplar final, por ejemplo): no pretende una mirada totalizadora sobre los problemas del mundo, no asume que su película es la verdad definitiva, ni que tiene algo importante para decir al respecto. Lo que ofrece es una mirada infantil, nos invita a la guerra con un palito de madera. Es, claro que sí, preferir la ficción a la verdad, sin convertirse en el abyecto de Benigni de La vida es bella en el camino.
Belfast abre de la peor manera, una serie de postales de la ciudad irlandesa que parecen más un muestrario turístico que otra cosa. Pero tras algún paredón se desatará la guerra y Branagh señalará que ese pacífico pintoresquismo del presente, en cierta manera, esconde los rastros de un pasado de sangre y lucha. En ese movimiento hacia el pasado descubrimos a Buddy y su familia, un grupo humano tironeado entre las exigencias políticas de un contexto que pide ubicarse en algún lado y otro tanto por la necesidad de subsistir. Branagh narra todo esto de forma un poco fragmentaria, a la manera de recuerdos del pasado que surgen como viñetas. Lejos del registro realista a lo Jim Sheridan o Neil Jordan, hay aquí algo más evocativo que político; o si no político, al menos activista. A Branagh no lo mueve sacar conclusiones ni definir posturas porque, básicamente, lo que registra es precisamente el dilema de un grupo de personajes que deciden quedarse al margen o no participar activamente. Podemos discutir esa posición de los personajes, pero no podemos discutir la decisión del director de registrar eso. Si Belfast es un relato con elementos autobiográficos (el pequeño Buddy lee un cómic de Thor, el personaje que Branagh llevó a la gran pantalla), cómo juzgar la experiencia personal. Habrá quien acuse al director de poco comprometido; sin embargo yo veo un gesto de total honestidad. Lo que deberíamos preguntarnos es: ¿quiere Branagh hacer una película política?
En todo caso podemos aceptar que esa posición de los protagonistas, no del todo reflexionada o puesta en crisis por la película, condiciona al relato llevándolo por un terreno de levedad y simplificación que vuelve lo político bastante vulgar. Justamente el mismo espíritu que impera en esas secuencias de protestas callejeras o movilizaciones registradas con un tono demasiado lavado. En ese sentido Belfast no deja de ser una película de Branagh, alguien capaz de alternar entre momentos sublimes y otros fallidos dentro de una misma película, de una secuencia a otra. Pero también alguien con una idea muy concreta sobre cómo contar lo que quiere contar, como lo demuestra en sus adaptaciones de Agatha Christie o en sus acercamientos a la obra de William Shakespeare. Lo que sí nunca nos va ofrecer Branagh es una mirada superada, ni nos va a enrostrar erudición para ponerse en un pedestal. Seguramente esa idea de un cine popular y accesible le juegue en contra en una película que, tal vez, reclame otras espesuras. Sin embargo se agradece esa honestidad que destila hacia el final, cuando deja en claro que estuvieron los que se fueron pero también los que se quedaron. Y que esa ecuación, en cualquiera de los sentidos, significa una pérdida. Ahí no hay inocencia ni hipocresía, sino un dolor expresado con enorme pudor.