Bella película atormentada
Cotejar la última película de Marco Bellocchio (Piacenza, Italia, 1939) con Gravedad (2013, Alfonso Cuarón) nos enfrenta a un hecho indiscutible: el segundo es un extraordinario ejercicio de suspenso y una maravillosa experiencia para los sentidos, pero no deja de ser un producto (otro más) para preadolescentes con algo de montaña rusa, en tanto Bella addormentata está concebida para espectadores adultos, inquietos, pensantes. Basta comparar las lágrimas de Sandra Bullock con las de Isabelle Huppert o Maya Sansa: las últimas son de verdad, las de la joven astronauta un hábil truco para que los espectadores aprecien mejor los sorprendentes efectos del 3D. Es cierto que el film de Cuarón tiene un corolario nada desdeñable, que nos lleva a tomar conciencia de nuestra condición de seres vivos en este planeta, pero no deja de ser un final tranquilizador, mientras que Bellocchio reflexiona sobre el valor de la vida desasosegando, cuestionando, arrojando interrogantes.
No se trata de poner en tela de juicio el indudable valor de Gravedad como entretenimiento ni la del cine como medio evasivo con sentido lúdico, sino de preguntarse por qué resulta cada vez más difícil encontrar películas que lleven al café posterior con debate antes que al pasivo consumo de pochoclo en silencio durante la proyección.
El punto de partida de Bella addormentata es el caso real de una mujer italiana que estuvo 17 años en estado vegetativo, durante los cuales políticos, miembros de la Iglesia, periodistas y ciudadanos no dejaron de discutir y confrontar posturas en torno a la pertinencia o no del mantenimiento de la vida de una persona en esas condiciones. Lo interesante es que el guión, escrito por Bellocchio junto a Verónica Raimo y Stefano Rulli, plantea un rico cruce de conflictos, dudas, sentimientos y remordimientos, alternando las historias de un senador que no sabe si ser fiel a sus convicciones o a los pedidos del Partido (Tony Servillo, de Gomorra), su hija militante contra la eutanasia envuelta en un amor que la convulsiona (Alba Rohrwacher, de conmovedora mirada), un médico preocupado por una adicta suicida (los intensos Pier Giorgio Bellocchio y Maya Sansa) y una actriz que ha hecho de su casa una suerte de templo para rezar incansablemente por su hija postrada (Isabelle Huppert, ideal para este personaje alelado). Ninguno de ellos procede de manera predecible: el joven médico y su bella paciente no se enamorarán (al menos mientras dura el film), el político no asumirá posiciones heroicas ni degradantes, ningún enfermo despertará de su estado vegetativo. Nadie es expuesto como emblema de valores unívocos, todos muestran algo de integridad.
“La vida es una condena a muerte, no hay tiempo que perder” le dice un psiquiatra (que juzga, además, con admirable precisión, la necesidad de los políticos de aparecer en televisión) al senador, que a su vez reflexiona “El sufrimiento no ennoblece al hombre, sino que lo humilla”. Un joven peligrosamente inconformista compara a la mujer extenuada con Jesucristo, en tanto el médico tenaz le hace ver a la suicida que si reacciona ante una cachetada es porque mantiene sus instintos de supervivencia. Episodios y comentarios estimulantes como estos se suceden durante todo el film, que puede valorarse como un ensayo hecho de gestos y pensamientos que, aunque dispersos, se integran por una mirada común: la de seres humanos enfrentados a los misterios de la vida y de la muerte, más allá de sexos, edades, profesiones e ideologías.
Como en algunas de sus últimas películas (Buenos días, noche, La hora de la religión, Vincere), Bellocchio envuelve su estilo habitualmente furioso con un aura fantasmagórica, donde la tragedia con raíces en la realidad deriva en desvaríos pesadillescos. Con una luz siempre enrarecida, ambientes penumbrosos en los que destellan las imágenes de televisores encendidos, la música exquisita y ligeramente hitchockiana de Carlo Crivelli, los rostros cargados de dramatismo de un puñado de fotogénicos actores sagazmente elegidos, toques alegóricos (el agua arrojada a la cara de la chica que parece sacarla de su letargo) y recursos operísticos (el reclamo en el hospital que acaba con sábanas blancas sacudidas como banderas, el misticismo de la actriz que la lleva a posesionarse como un personaje trágico rodeada de flores y espejos), hacen de Bella addormentata una experiencia centelleante, con más locura que inclinación por las moralejas.