Una reflexión acerca del libre albedrío
El realizador de Vincere parte de un caso real, que desató un debate sobre la eutanasia en Italia, pero lo usa como un trampolín para sumergirse en aguas más profundas, que le permiten bucear en los rasgos distintivos que marcan la identidad de su país.
Como ya sucedió otras veces en su obra (Buongiorno, notte, por ejemplo, inspirada en el secuestro de Aldo Moro), en Bella addormentata el gran director italiano Marco Bellocchio parte de un caso real, pero no se limita a reproducirlo mecánica, periodísticamente –como lo han hecho tantos de sus colegas peninsulares, muchas veces en extremo prosaicos– sino que lo utiliza como un punto de partida, como un trampolín para sumergirse desde allí en aguas más profundas, que le permitan ofrecer un fresco sobre los rasgos esenciales, distintivos que marcan la identidad de su país.
En esta oportunidad se trata de aquella que a comienzos de 2009 se convirtió en una causa célebre en Italia: el caso de Eluana Englaro, una chica que llevaba diecisiete años en estado vegetativo y para quien su padre había solicitado el derecho a una muerte digna. Como era de esperar en un país tan profundamente católico, el debate por la eutanasia cobró inmediatamente una enorme dimensión política, a la que no fueron ajenos ni el Vaticano ni el gobierno conservador de Silvio Berlusconi, por entonces en el poder.
Sobre este marco, Bellocchio va tejiendo de manera magistral una red de relaciones entre distintos personajes, vinculados en mayor o menor medida con el caso Englaro, que llega incluso al Parlamento: un senador oficialista que tiene problemas de conciencia y piensa votar en disidencia con Forza Italia (Toni Servillo); su hija, católica practicante, que forma parte de la cadena de oración para evitar la muerte de la chica (Alba Rohrwacher); una famosa actriz teatral (Isabelle Huppert) que tiene a su vez a su propia hija en coma; y un médico de un hospital público (Pier Giorgio Bellocchio) decidido a salvar la vida de una suicida, adicta perdida a las drogas (Maya Sansa). Pero ninguno es unidimensional ni responde a una idea prefijada. Cada uno de ellos tiene sus dudas y contradicciones, que son las que le interesan al director para plantear el tema central del film: el del libre albedrío.
Ateo declarado, contemporáneo de Bernardo Bertolucci y formado, como él, bajo los ejes del marxismo y el psicoanálisis (una alineación que ya era explícita en su legendaria ópera prima, I pugni in tasca, 1965), Bellocchio fue cuestionado por cierta crítica italiana que no encontró en Bella addormentata la furia anticlerical que el director había demostrado en esa maravilla que era La hora de religión (2002), un film sin duda superior. Pero lo que ofrece Bella addormentata, a cambio, es una mirada más amplia, un punto de vista más comprensivo aun sobre aquellos personajes –particularmente la activista “pro vida”– que están en las antípodas ideológicas de Bellocchio, como si el director quisiera entender, de verdad, por qué piensan como piensan, en vez de someterlos a un juicio sumario.
Con la misma audacia formal que demostró tantas veces –y en los últimos años, en particular en la magistral Vincere (2009), sobre el oscuro ascenso del Duce–, Bellocchio orquesta una suerte de ópera, con infinidad de arias distribuidas para cada personaje y brillantes momentos de bravura de la puesta en escena. Hay una suerte de secreto que se creía perdido en el cine y del cual Bellocchio parece aún tener la llave: la densidad del plano, el peso específico que es capaz de extraer de cada una de sus tomas, tanto por la posición y el movimiento de la cámara como por el trabajo con sus actores.
La espectacularización propia de los rituales de la cultura italiana –ya sea una misa o un mitin partidario– ha sido siempre un blanco constante de la obra de Bertolucci, que suele cargar por igual contra las figuras de la política, la religión y la familia. Y Bella addormentata no es la excepción, como lo prueba el clímax al que va llegando el film en el momento decisivo de la votación en el Parlamento, con varias acciones paralelas. Ese apogeo no podría sino ser la obra de un cineasta consumado.