Con los sentidos despiertos
A punto de cumplir 74 años, Marco Bellocchio conserva la energía y la decisión para seguir indagando con precisión quirúrgica, como lo ha hecho a lo largo de toda su carrera, en el nervio más sensible de la sociedad italiana. Como el cine de Bellocchio jamás disimuló un compromiso militante bastante visible, su más reciente obra despertó una abierta discusión. Injustamente, el director de I pugni in tasca y Vincere recibió acusaciones de tibieza y relativismo frente a un hecho que, en su momento, disparó en su país enfrentamientos casi irreconciliables.
Bellocchio viaja en el tiempo hasta enero de 2009 para abordar desde múltiples perspectivas los ecos del final del martirio de Eluana Englaro, una joven mujer que permaneció 17 años en estado vegetativo y que dividió literalmente en dos a Italia en aquel momento entre quienes deseaban desconectar los aparatos que la mantenían con vida y quienes confiaban en la fe de una vigilia apoyada en la creencia de que en cualquier momento se produciría el despertar.
Los profundos, trascendentes y complejos dilemas morales, religiosos, existenciales y políticos alumbrados al calor de este hecho resonante aparecen expuestos en el film a través de un relato coral, con cuatro frentes simultáneos que sólo en apariencia pueden verse de manera separada.
Con pulso firme, apoyado en una admirable puesta en escena y el respaldo de un elenco irreemplazable, Bellocchio hace lo que se espera de un artista consciente del tiempo y del espacio en el que le toca vivir: sus personajes toman decisiones y se hacen cargo de ellas, pero a partir de la duda, de la interrogación, de no dar nada por sentado.
Puede parecer contradictorio que un cineasta que milita sin tapujos en la izquierda y es confesamente ateo ausculte los motivos para reaccionar frente al caso de una fervorosa militante en favor de la vida, de un senador del partido de Silvio Berlusconi dispuesto a revisar su posición sobre el tema, de una actriz que renuncia a su carrera para dedicarse desde una postura casi mística al cuidado de su hija en estado de coma y de un médico decidido a mantener con vida a una adicta compulsiva.
Pero en todos los casos (y aquí descansa la admirable coherencia del film y de la postura de Bellocchio), la opción pasa por tomar el máximo distanciamiento posible de las posturas dogmáticas. De empezar por las preguntas, los cuestionamientos y la comprensión del lugar desde el que se formulan y llegar desde allí, por medio de un laborioso proceso de diseccionamiento, a conclusiones que siempre serán provisionales.
Siempre en movimiento (aún los escenarios en teoría más rígidos aparecen en constante tensión y con desplazamientos inesperados de sus protagonistas), Bellocchio alienta el contacto permanente entre personajes que llegan a la trama sin nada que perder con otros que creen en el perdón, el reconocimiento de las culpas y la búsqueda de redención. En este collage de lealtades puestas en juego, culpas que cuesta admitir y lazos estrechos en constante mutación (especialmente entre padres e hijos), Bella Addormentata se asoma a una Italia "cínica y depresiva" (según uno de los personajes) que Bellocchio observa con indisimulada aflicción. Pero prefiere ser respetuoso y dejar la compasión de lado. Por eso su película es política, en el mejor sentido.