La piedad según Bellocchio
El cine de Marco Bellocchio siempre dialoga con la realidad. Con la realidad de su país que, a veces, es también una realidad universal y entonces nos compromete de una forma más directa. Es lo que pasa en Bella addormentata, que toma el caso real de Eluana Englaro, una mujer que estuvo 17 años en estado vegetativo, convirtiéndose en uno de los casos de eutanasia más emblemáticos. Claro está, el contexto en el que se dio, en un país de una fuerte raíz católica, motivó la enorme polémica que dividió a la sociedad italiana y, también, a parte del mundo que se involucró en el debate. Bellocchio, entonces, toma este asunto pero no para recrearlo a manera de biopic-documental-drama realista, sino que ficcionaliza una serie de historias paralelas a ese hecho. En vez de quedarse con lo puntual, y menos relevante (se sabe que aquello que es contado como real en el cine admite pocas discrepancias por el rol totalizador que ejerce la imagen), y hace la operación más compleja e interesante: ofrecer una mirada que indague en cuáles son las consecuencias de un episodio particular dentro de una sociedad. Es precisamente esa operación lo que se agradece en el film de Bellocchio, mucho más que los resultados dispares de una película tan apasionante como pragmática en sus resoluciones.
Digo que lo más interesante de Bella addormentata es el procedimiento al que recurre el director, porque siendo Bellocchio un tipo consagrado, una voz con peso dentro del cine mundial, alguien relacionado fuertemente con ideas de izquierda y con un cine dueño de un discurso tan poderoso y auténtico, que se haya tomado el trabajo de evitar el panfleto antireligioso y pro-eutanasia es para mi modo de ver un logro. Y repito, mi modo de ver, porque soy también un ateo que opina que cada uno es dueño de su vida y que algunas instancias cercanas a la muerte son indignas para el ser, deshumanizadas y violentas. Sin embargo la película, en muchos pasajes, pone en duda nuestros conceptos, nos lleva a repensar las cosas, alejándonos de la comodidad y el confort de nuestras propias ideas. Es ahí donde se pone de manifiesto un asunto que ronda el film: la piedad. Bellocchio, quien a sus más de 70 ya no debería tener motivos para sopesar su discurso, entiende que es buen momento para reflexionar con el otro. Y en ese proceso están sus personajes, que encuentran en el final de cada una de las historias que se entrelazan de modo coral algo similar a la piedad.
La crítica internacional, por el contrario, ha sentido que Bella addormentata es una película tibia para los parámetros del director. Y tal vez lo sea. De hecho lo es. El asunto es llegar a comprender que no siempre la tibieza es un defecto, más en un artista que debe movilizarse lejos de los sermones. Y Bella addormentata, que lo podría haber sido, no lo es ni por asomo. Tampoco es una película que busque deliberadamente quedar bien con todos los puntos de vista. Es un film multifocal, que descentra a cada rato para permitirnos tener una mirada abarcativa y que pocas veces nos señala qué es lo correcto o lo incorrecto. Nos pone en el incómodo lugar de decidir por nosotros mismos y lo hace -lo que la hace mejor- por medio de las herramientas del cine, incluso con las herramientas y los modos habituales de Bellocchio, quien no ha perdido un gramo de potencia en sus imágenes, incluyendo ese particular sauna donde los diputados en bolas descansan del agobio y las presiones (una de las ideas más felices y que parece sacada de una película de Nanni Moretti).
Tal vez si hay que buscarle problemas a la película de Bellocchio, vengan por el lado de la escritura. Así como las imágenes del film son potentes, algunos diálogos y situaciones resultan excesivamente simplistas para un director como él. Ejemplo máximo, la subtrama de ese legislador que tiene que votar de manera programática en la legislatura pero contra sus propios intereses. Este hombre, perteneciente al “berlusconismo”, se hace preguntas bastante poco inverosímiles para un político de carrera como se lo ve, es como si Bellocchio estuviera simplificando lo político a un nivel de ingenuidad suprema, de bajada de línea torpe, con el fin de sostener su tesis. Lo mismo ocurre con cierta resolución en torno al amor y cómo modifica nuestra percepción de las cosas. Es en esos momentos donde sí se ve a un director menos virulento y más complaciente. Pero en definitiva que el discurso oral nunca termine contaminando al visual, deja en claro que el director tiene el control del relato y que tal vez se trate de ligeras concesiones hacia un espectador menos intelectual y más sensibilizado por el tema que aborda la película. Y es ahí donde está el valor del film: al que busque respuestas, le ofrecerá más preguntas. Pocos buscan eso en el cine de hoy en día. Bellocchio, con un film bastante menor, lo hace básicamente porque intenta ponerse en el lugar del otro. Y se agradece.