Aún con un elenco imponente y aciertos en el terreno cómico, Belleza Inesperada se queda con un saldo negativo. Nuestra calificación: Regular.
A Will Smith se le muere una hija de 6 años. Antes de eso, dirige una agencia de publicidad cool con el siguiente lema: Amor, Tiempo, Muerte (¿?). La escena inaugural lo presenta como un gurú dando charlas motivacionales
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Elipsis de tres años: Smith deprimido arma hileras de dominó en la oficina, metáfora ridícula y recurrente a lo largo del filme para expresar la concatenación de los actos de la vida. Mientras las piezas de dominó se desmoronan, lo mismo sucede con las acciones de la firma. Sus socios –Edward Norton, Kate Winslet y Michael Peña–, harán lo imposible por reactivar su voluntad.
Este es el disparador de Belleza Inesperada, la última película de David Frankel, director oscilante y misterioso, sin rasgos formales que lo caractericen, siempre plasmando guiones ajenos, pero que aún bajo esta modalidad, despachó dos películas emblemáticas: El diablo viste a la moda (2006) y Marley & yo (2008). Si en la primera certificó su pericia para la comedia popular, contando con la genialidad de Meryl Streep, en la segunda deslumbró con una sensibilidad reposada y aromática, regalándonos el drama canino más honesto y maduro de la historia del cine.
En Belleza Inesperada, la faceta cómica está semidormida, en potencia, mientras que la faceta emotiva se convierte en un discurso de autoayuda bochornoso, un trazo burdo e inverosímil que si no fuera por su música manipuladora a fuerza de piano y violín, desataría una carcajada cruel.
De a ratos, el desastre inspira lástima, porque dentro de este tarro de mermelada se esconde otra película, una suerte de sitcom que parodia el planteo melodramático. Cuando los socios de Will Smith entren en pánico, a Edward Norton se le ocurrirá contratar a tres actores decadentes para que interpreten al Amor, al Tiempo y a la Muerte, poniéndolos a charlar con Will Smith. Este disparate dickensiano es lo mejor de la película, con Helen Mirren brillando en su rol de Muerte con boina y estola de plumas.
Pero la comedia del simulacro dura poco, fagocitada por la aspiración Enya del relato. David Frankel sacrifica la ironía inteligente por la metamorfosis lacrimógena. El filme se estanca en un drama de revelaciones místicas, fantasea con la idea de que todo está conectado por alguna razón, y entonces cada personaje halla una luz trascendental que le despeja la vida.
Encima, a esta pereza intelectual hay que soportarla en decorados navideños. Esa New York con nieve y lucecitas que ya vimos en innumerables ocasiones.