Ben-Hur

Crítica de Alejandro Turdó - A Sala Llena

La odisea sin épica.

Si bien la versión de 1959 del mítico director William Wyler no fue la primera incursión cinematográfica de Judah Ben-Hur, el marco temporal del Hollywood dorado de la época de las mega producciones de MGM y la figura omnipotente de Charlton Heston la ubican como la primera y prácticamente única referencia en el inconsciente cinéfilo sobre esta historia de venganza y restitución con trazos religiosos. Contra esta pesada herencia se las tiene que ver Ben-Hur (2016), la actualización a cargo de Timur Bekmambetov (Se Busca, 2008; Abraham Lincoln: Cazador de Vampiros, 2012), un director más acostumbrado al cine de acción con ribetes fantásticos que al enfocado en la épica de aventuras.

La que se cuenta es la historia de Judah Ben-Hur, un hombre de clase alta de la Jerusalén contemporánea del hijo de Dios, quien es acusado injustamente por los romanos y traicionado por su mejor amigo y cuasi hermano, enviado al destierro y esclavizado, para regresar años después y dar paso a su tan esperada venganza. Si bien se agradecen las dos horas de duración en comparación con los 212 minutos de Wyler, esto impide que ciertas subtramas tengan el desarrollo necesario y hace a uno preguntarse si no hubiese sido mejor anulalarlas por completo. La reestructuración de ciertos episodios tampoco ayuda a cimentar un argumento más sólido.

Jack Huston nos da una interpretación tibia de Ben-Hur, un personaje atormentado por su derrotero y castigado por el destino, palideciendo en comparación con ese hombre de voluntad inquebrantable a quien supo dar vida Heston. Toby Kebbell no desentona en el papel de Messala Severus: si bien los villanos suelen ser los que mejor la pasan en este tipo de relatos, lo suyo tampoco es para los anales del séptimo arte. Mención aparte para Ilderim, el comerciante árabe interpretado por un Morgan Freeman que lleva inexplicablemente rastas en su cabeza, en lo que funciona más como un homenaje extraño al John Travolta de Batalla Final: Tierra que como una elección artística con sustento lógico. Por su parte, Rodrigo Santoro parece un actor nacido para interpretar a Jesús gracias a su “physique du role”.

Técnicamente de bajo vuelo, la producción parece más cercana a un telefilm que a una super producción clase A de un estudio “grande”, otra cuestión que la torna inferior en comparación con la versión clásica (tampoco posee una paleta de colores atractiva ni un tratamiento de imagen interesante). La resolución del tercer acto carece de una épica acorde al marco e incluso no parece animarse a incursionar en la brutalidad del material original, optando por un “happy ending” que echa por la borda el eje temático de la venganza y las consecuencias de los propios actos, dejando practicamente como un corolario el costado religioso del relato.