Cómo es "Ben-Hur", una remake con mensaje evangelizador
Nuestro comentario de la versión 2016 de la clásica película que protagonizó Charlton Heston en 1960. Tropieza varias veces.
Se suponía que el mayor riesgo de una remake de Ben-Hur, la gran película de William Wyler de 1960, era caer en la tentación de la espectacularidad arbitraria que hoy caracteriza a la industria de Hollywood. Hay que decir que la versión 2016 resiste a esa tentación. Sin embargo, no es una buena noticia.
El problema, a decir verdad, no radica en la comparación con aquella superproducción que obtuvo 11 estatuillas en la ceremonia de los Oscar, sino en las inconsistencias narrativas y dramáticas que ninguna película destinada al gran público debería permitirse. En ese sentido, Ben-Hur tropieza varias veces en sus dos horas de duración.
¿Contra qué tropieza? Antes que de obstáculos (que los hay, especialmente en la banda sonora y en algunas interpretaciones), habría que hablar de la dificultad para cambiar de ritmo. Timur Bekmambetov (¿a quién se le ocurrió llamar al director de Abraham Lincoln cazador de vampiros para hacerse cargo del más prestigioso péplum de la historia del cine?) no encuentra nunca la forma de salir de las escenas de violencia sin perder la tensión.
No lo ayudan en absoluto los diálogos, que parecen inspirados en una antología de aforismos y cargados de una moralidad y una corrección política tan anacrónicas que suenan como una parodia involuntaria.
Tampoco colabora una fotografía que remite a los cuadros del academicismo francés (en especial a las escenas de guerra de David), sobresaturada de contrastes, esfumados y detalles innecesarios.
El argumento de Ben Hur (la novela original de Lewis Wallace) tiene la forma de una tragedia griega a la que el Evangelio se le cruzó en el camino y de cuya combinación surgió una fábula pasada de calorías religiosas.
En vez de la identificación con las experiencias de los personajes, lo que se impone es el mensaje de reconciliación entre amos y esclavos.
La fe, que no ha arruinado otras películas, sí arruina esta, y no precisamente por el contenido de esa fe sino por la impericia de sus propios autores. No obstante, lo que sin dudas sobrevive del conflicto entre Judah Ben Hur y Messala Severo –hermanos adoptivos, uno judío y el otro romano, a quienes el destino convierte en adversarios– es la secuencia de la carrera de cuadrigas, tan poderosa que ni siquiera los obvios defectos dramáticos consiguen malograrla.