Ese truco de la carrera de cuadrigas.
La versión siglo XXI de la historia del esclavo judío y el traidor romano no termina de sostenerse del todo bien, pero cumple con aquello que se convirtió en un clásico... y que hasta oscurece el detalle de la crucifixión de Jesucristo.
Ben-Hur: A Tale of the Christ es la novela que el estadounidense Lewis Wallace publicó a fines del siglo XIX, y que conoce hasta el momento cuatro versiones cinematográficas y una miniserie. Ben-Hur: un cuento de Cristo, sería la traducción, reveladora de hacia dónde este autor desde hace rato ignorado quería llevar el sentido de su novela más vendida. Arte del espectáculo, espectáculo eminentemente kinético, el cine hizo su propia lectura del best seller confesional de Wallace. Ya la primera versión, un corto mudo de 15 minutos de 1907, consistía casi exclusivamente en lo que de allí en más haría famosa a Ben-Hur: la carrera de cuadrigas, relegando a Cristo a una crucifixión de compromiso. Dirigida por el kazajo Timur Bekmambetov –cuyos antecedentes en Hollywood consisten en las desfachateces pulp Wanted, con Angelina Jolie como superkiller de cuero negro, y Abraham Lincoln, cazador de vampiros, título que exime de comentarios– la versión siglo XXI de la fábula del esclavo judío y el traidor romano pone toda la carne en el asador del Coliseo, haciendo de Jesús una suerte de empleado supernumerario de la compañía.
Que Judá Ben-Hur (Jack Huston) sea un príncipe judío de familia rica que vive con gran lujo en un palacio de Jerusalén en tiempos del Imperio Romano, da un poco de escozor (sobre todo si no se recuerda muy bien la versión de 1959, la más conocida). Cuando, traicionado sin mucha razón por su medio hermano Mesala (Toby Kebbell), romano adoptado por su familia desde pequeño, termina en las galeras de un barco imperial, remando durante un lustro y recibiendo latigazos, uno se queda más tranquilo: no hay rastros de antisemitismo aquí. Mucho menos en esta versión, en la que los guionistas Keith R. Clarke y John Ridley sugieren paralelismos entre la represión de los centuriones contra los judíos y la de la policía estadounidense contra los afroamericanos. Por otra parte cobran nueva relevancia los zelotes, secta combativa que se proponía derribar por las armas al Imperio Romano. Esos elementos salpimentan una historia que varios de sus pilotes no sostienen muy bien, desde un elenco subestándar (con la única excepción de Morgan Freeman en maestro espiritual y jeque árabe de dreadlocks) hasta unas motivaciones escasamente justificadas, pasando por relaciones reducidas a la pura convención.
Pero lo que todos están esperando es la carrera de cuadrigas y la carrera es larga, tensa y muy bien montada. En películas previas, que incluyen unas de acción muy exitosas filmadas en Rusia, Bekmambetov había mostrado una mano muy pesada y derroche clipero, que daban para esperar aquí un show de planos de duraciones infinitesimales, entre chorros de testosterona y ralentis estilo 300. Por suerte Bekmambetov se puso súbitamente clásico, alternando planos largos sobre las cuadrigas, planos más cortos sobre los rostros, planos detalle sobre las ruedas y caballos, incidentes bien dosificados (un empujoncito por acá, un despiste por allá, una rodada completa más allá), cortes para dar intensidad y un sentido general del ritmo y el crescendo dramático bien sostenido, redondeando una pièce de résistance que no era de esperar. Después vienen Cristo, la crucifixión, el milagro y todo eso. Como para cumplir con el mandamiento que lo exige, nada más.