No es que sería injusto. Sería naif comparar ésta remake de “Ben-Hur” con la dirigida por Billy Wilder en 1959, como también lo hubiese sido comparar esa con la del cine mudo de mil novecientos veintipico. En todo caso ya se puede aseverar que ninguna de las tres acata a rajatabla el espíritu de la novela inspiradora, que más bien apuntaba hacia fronteras espirituales en su esencia en lugar del espectáculo de las cuadrigas o una historia de venganza y redención. Sería ingenuo además, porque el director elegido para ésta tercera versión es el mismo de “Abraham Lincoln: cazador de vampiros” (2012), un cuentito más cercano a la revista “Fierro” o “Tit Bits” que del cine.
Timur Bemambetov no le teme a la realización de la remake de uno de los íconos indiscutidos de la era dorada de Hollywood. Se nota en su pulso narrativo, en la decisión de filmar en los mismos estudios donde se creó aquella (Cinecitá), y en la mesura disimulada de los efectos especiales.
La historia es la misma y siempre funciona. Judas Ben Hur es un hombre de familia judía con inmejorable posición social, que se debate (políticamente hablando) entre la aceptación de la ocupación romana del territorio y el justo reclamo de “su gente” por evitar la colonización. Se instala rápidamente esto de la lucha guerrillera contra el imperialismo, porque la historia de la humanidad tiene capas y capas de repeticiones con la misma cantinela. Tiene un hermano adoptivo. Messala, quién también se debate políticamente, pero desde la óptica del sentido de la pertenencia, mandatos sanguíneos, o lo que usted prefiera. A Bemambetov no le interesa mucho este costado, más que para establecer la dicotomía dramática de los protagonistas, que primero son amigos y luego antagonistas.
Lo dicho, el contenido no se discute porque este tipo de planteos existenciales que bifurcan los intereses y crean conflictos, desde las tragedias griegas hasta Shakespeare, funcionan. En dónde sí hay puntos que tiran hacia abajo como la ley de gravedad, haciendo caer el relato, es en algunas elecciones que sí ameritan una comparación.
Saquemos la obertura musical. En la primera escena de la de Billy Wilder, Ben Hur y Messala se encontraban luego de muchos años. El vínculo afectivo logrado por el nivel actoral de Charlton Heston y Stephen Boyd (en especial éste último) en tan sólo 20 minutos alcanzaba para instalar el eje dramático cobijado por la amistad, la traición y la venganza. En esto, los trabajos de Jack Huston y Toby Kebbel son al cine épico lo que la saga Crepúsculo es a los vampiros, es decir, un casting buscado fisonómicamente para encantar en lo externo al público que no vio (ni le interesa ver) la versión anterior. Peor es el casting de los personajes secundarios. Ni siquiera un Morgan Freeman, con rastas canosas, emulando el personaje que reclutaba gladiadores en “Gladiador" (Ridely Scott, 2000), logra destacarse, y es lo mejorcito del elenco.
Por otro lado, hay una contradicción histórica respecto de algunas convenciones. En 1959 se podía entender que nadie se despeinase, o que el vestuario estuviese impecable, blanco, prístino, en una zona llena de polvo. Hoy, es necesario aggiornar este tipo de detalles que, en todo caso, dotarían de más realismo a la cosa, porque hasta la armadura de Iron Man se abolla y se oxida.
El director es lo suficientemente inteligente como para entender a qué público apunta su película. Aunque el cuento se cuente y el concepto pase ya más por un cine de aventuras bastante superficial con escenas que descollan (como la del ataque en el mar o la propia carrera), hace falta algo más para poder rescatar virtudes.
Suena a una buena oportunidad desperdiciada. Ben-Hur tiene material suficiente para merecer algo más