El mundo según Tim Buton. y su obsesión sobre las relaciones familiares Tal vez hay un tiempo para recapitular. Para reflexionar lejos del árbol que tapa el bosque. Es interesante pensar el cine de esa manera. Como un gran bosque compuesto por infinitos micro sistemas que a su vez conforman un gran universo artístico, en el cual conviven las distintas aristas que lo componen como un todo unívoco e irrefutable. Como espectador uno puede estar en la butaca en diversas posturas. Tal vez la más generosa, para con uno mismo sea la de estar dispuesto. Permeable. Entregado a la convención de aceptar la intención de un director de contar un cuento, y en este sentido lo mejor podría ser el dejarse llevar, en lugar de esperar con la soberbia del: “a ver qué me dan”. Para quien escribe estas líneas sobre la última película de Tim Burton (a la vez las últimas como “critico” – honrando en las comillas a quienes estudiaron, se recibieron y ofician de tales -, es menester aclarar el sentido de hacerlo como una suerte de despedida del oficio. Un despegue hacia otros caminos, para que luego los colegas entrañables puedan tener la libertad absoluta de destruir el futuro trabajo delante de las cámaras. Por ello (y sin abrir ningún paraguas) remito a lo que varias veces he dicho respecto de esta tarea tomándome de la premisa aprendida por el editor: “La opinión del crítico de cine no debería ser más que una guía para el espectador. Una forma de apreciar y decodificar el lenguaje cinematográfico a la hora de construir una ficción”. Palabras más, palabras menos. Por suerte uno puede decir “the end” con una obra como “Miss Peregrine y los niños peculiares”. No solamente porque es una muy buena realización, sino porque toca hablar de un director con particular obsesión sobre las relaciones familiares. Cuando un espectador se compenetra con el mundo “según Tim Burton” sabrá del eje dramático sobre el cual se apoyará la historia. Podrá ser por conflictos en la relación padre-hijo, como en “Charlie y la fábrica de chocolate” (2005), o “El joven manos de tijera” (1991), o por la ausencia del primero, explícita en “El gran pez” (2003), a partir de la idealización de la figura paterna. Por eso no es de extrañar que el gran creador haya aceptado dirigir el comienzo de esta saga. Jacob (Asa Buterfield, el nene de “La invención de Hugo Cabret” dirigida por Martin Scorsese en 2011), ama y admira a su abuelo Abe (Terence Stamp). Por razones a descubrir luego, hay una conexión entre ellos. Un gusto particular por escuchar historias fantásticas de viajes y peripecias las cuales, a medida que el niño crece, se van diluyendo en credibilidad. Pero una noche, su abuelo es cruelmente asesinado, aunque antes de morir le da instrucciones a su nieto. De esas instrucciones que uno adivina serán el puntapié inicial de una aventura de aquellas. Hábil en la construcción de personajes, Burton dará tiempo suficiente para que el pase de la niñez a la pre-adolescencia se tiña del escepticismo provocado por un padre (la generación intermedia), austero en la demostración de cariño, que ser hijo de ese abuelo no es lo mismo que ser nieto. Sobre estas tres muestras de las diferentes etapas del hombre en pos de la (¿culturalmente impuesta?) madurez, es donde el director hace hincapié. La excusa perfecta será una aventura atravesada por mundos paralelos emparentados por dos obras de arte gigantes. La primera, insoslayablemente, se apoya en Lewis Carroll y su “Alicia en el país de las maravillas”, versionada por Tim Burton oportunamente, en el 2010. Si un botón sirve como muestra, en lugar de “caer” en un agujero aquí se lo atraviesa por una cueva. La otra (si uno lee la novela de Ransom Riggs sobre la cual se basa esta adaptación y le saca los espejitos de colores), es el guión de “Hechizo del tiempo” (o “El día de la marmota”), de Harold Ramis, 1992, en el cual al protagonista se le va duplicando el mismo día una y otra vez. La diferencia sería cuántica en éste caso (si concatenamos ambos universos), porque, a diferencia de aquél personaje, interpretado por Bill Murray, justamente en la repetición del día es donde los “peculiares” de esta historia se encuentran y se consideran a salvo. Habrá varias lecturas adicionales para hacer. Primero, los “monstruos” a los que se hace referencia cuando la historia ocurre en 1943, luego (sutilmente), la de lo obsoleto de la tecnología cuando se trata de las relaciones humanas (¿Para qué sirve el teléfono celular si no se tiene a la persona al lado o no se la puede tocar en estos tiempos?). Tal vez la más contundente es la de la necesidad del sistema de fagocitarse a sí mismo consumiendo los ojos (en tanto, la visión) de las futuras generaciones. El disfrute de la “máscara” de éste estreno, es decir la belleza exterior, está en la dirección de arte de Phil Harvey, Rod McLean, Jeffrey Mossa y Mark Scruton; la fotografía de Bruno Delbonnel, el vestuario de la enorme Coleen Atwood; y por supuesto la brillante partitura de Michael Higham y Matthew Margeson, todos vaticinios de claras nominaciones al Oscar 2017. Más allá de los análisis minuciosos, está la historia. El cuento. Eso que uno va a buscar al cine. Un tipo que sepa relatar el mundo en formato de ficción. Tim Burton hizo con los elementos del cine algo verdaderamente difícil de lograr: Un universo estético característico, vivo e ineludiblemente propio. ¡Viva su cine pues! Hasta la próxima.
Algo hace ruido en “Satanic: el juego del demonio”. No tiene que ver con una de las propuestas argumentales más idiotas de los últimos años, ya vamos a ese punto. Eso que “hace ruido” no se develará hasta los créditos finales. Introducción parte 1. Una especie de falso “Sucesos Argentinos” contando el matrimonio de una pareja adorando al diablo, y luego diciendo que también se casaron por iglesia común. El dicho “no se puede quedar bien con Dios y con el Diablo” parece que no aplica. Mechado con esto hay fragmentos del cine mudo, no citados debidamente luego; pero se supone están relacionados con el ser humano y sus demonios. Introducción parte 2. Una piba vistiendo un buzo con capucha anda como por un laberinto oscuro, iluminado con su teléfono celular. Eso se pretende contar con los encuadres, pero cualquiera que mire bien plano y contraplano se dará cuenta que no hay más que un pasillo disfrazado con sábanas pintadas con la estrella satánica de siempre. Un celular modernísimo es este. Porque además de proyectar una luz azul hacia adelante, también lo hace a espaldas de esta nena. O sea, hay luz en todos lados y es azul, pero usted va a tener que creer en un celular prodigioso que logra todo eso. Corte a: un grupo de jóvenes emprendiendo un viaje para conocer lugares en donde ocurrieron crímenes atroces con rituales satánicos. Queda bien clarito el objetivo, dicho por los protagonistas al subirse al auto. Turismo morboso, si se me permite el término, pero sobre gustos no hay nada escrito. Plano general con subjetiva de cuarta pared hacia el mostrador del lobby del hotel donde van a parar. La entrada de los chicos da cuenta de la parsimonia con la cual está manejada la acción dentro del encuadre. Como si se notara que el director dijo: “Cuando diga acción, entren, y vos, el de pantalón corto, movete como si estuvieses interesado en estar en esta película”. Van a la habitación. Allí se producen diálogos intrascendentes, hasta que una de las actrices, luego de todo lo visto como introducción hacia el desarrollo, vomita una frase que dice algo así: “Che,¿están seguros de que quieren quedarse acá? ¿David, estás de acuerdo con esto?” Van siete minutos (en serio son 7. No es una manera de decir. Y uno ya siente que la preguntita de la actriz es hacia el espectador, que bien podría usar los siguientes 77 minutos en algo profundamente más útil, como por ejemplo observar detenidamente la distancia que recorre un caracol en celo en ese tiempo. Créame. A partir de esa pregunta, todo el resto es un recorrido inútil hacia la incoherencia narrativa. Los sentidos de la vista y el oído son ultrajados por la banda de sonido, planos inconsistentes como si las locaciones fuesen una molestia en lugar de ser una solución, y actuaciones espantosas, acotadas a expresiones faciales exacerbadas, por un elenco que ni por un segundo se cree la situación dada, el contexto circundante, ni el conflicto. Caminan en el set como títeres drogados. Hasta verlos en el auto resulta inverosímil. No hace falta más. Compruébelo usted mismo. Algo hace ruido en “Satanic: el juego del demonio”, decíamos al principio y se revela al final, en los créditos. El guionista es Anthony Jaswinski, el mismo que ponderamos la semana pasada por su excelente trabajo en “Miedo profundo”, de Jaume Collet-Serra. Este es el único y verdadero desconcierto que causa esta producción.
La conexión con la era digital y su análisis filosófico sublimado en “Matriz” (Larry y Dana Wachowski, 1999), seguramente disparó miles de historias relacionadas con esa “desconexión” que crea dependencia de un sistema. Por ejemplo, el gran cortometraje “Uncanny valley” (Francisco Heller, 2016), ya metido en el universo de un video juego, es uno de los ejemplos recientes (búsquelo en You Tube que vale la pena). A diferencia de las desventuras de Neo, en éste hay un deseo voluntario de conectarse a un videojuego para no vivir esta realidad adversa. En este talante, sale a la luz “Nerve”, un juego sin reglas, cuyo anclaje en el mundo de internet tiene que ver con la exposición a como dé lugar. La idea es la siguiente: hay “observadores” y “jugadores”, los primeros pagan guita y les proponen a los segundos, realizar las acciones más estrambóticas posibles. Esas que uno podría ver en Jackass, por ejemplo, sólo que en éste caso lo que empieza como bromas o chascarrillos de mediano tono, va subiendo en peligrosidad (y en cantidad de visitas en la plataforma on line donde se desarrolla el juego), al punto de arriesgar partes del cuerpo, e incluso la vida. Está claro. Alguien que se somete al juego tiene mucho tiempo libre, pero sobre todo nada que perder. En ese contexto nos encontramos con Vee (Emma Roberts), una chica a punto de terminar el secundario con más preguntas que respuestas en cuanto a su futuro. Realmente es poco sólida la justificación del motivo por el cual decide concursar, pero ahí va el guión. En el juego conoce a Ian (Dave Franco), con quien forma pareja para seguir adelante. Si la autora del guión, Jessica Sharzer, no se molesta en construir esto demasiado, por qué habrían de hacerlo los directores Henry Joost y Ariel Schulman, responsables de las dos últimas entregas de “Actividad Paranormal”. (2012 y 2015) La compensación frente a la falta de sustento del guión es la forma en la cual “Nerve, un juego sin reglas” está filmada, mechando cámaras tradicionales con cámaras GoPro, símil a un video hecho con un celular. Es decir, hay que acostumbrarse a un ritmo violento de montaje algo confuso; pero coherente con lo que éste producto apuntado al público adolescente pretende: Entretener a los adolescentes, facturar rápido, y
Un acto de magia hecho cine de aventuras El cine de animación no para de sorprender con su inventiva y su ferviente convicción respecto de la idea del cine, como, ante todo, un acto de magia. Eso es “Kubo y la búsqueda del Samurái”. Un acto de magia hecho cine de aventuras. La escena inicial desploma la mandíbula hacia el piso por su nivel de realización. Mas allá de un leve uso de CGI, este estreno utiliza la técnica de Stop-Motion, tan popularizada por Tim Burton en, por ejemplo, “Frankenweenie” (2013), sólo que aquí se ha logrado algo cercano a la perfección, además de ser hoy la de mayor duración de la historia del cine usando esta forma. Parece mentira el tiempo que a veces lleva escribir o pensar sobre un hecho artístico. Si alguien resumiese esta obra alegando una historia sobre un niño que utiliza la magia como atracción popular para contar una parte de su propia vida (presente y futura), sería correcto;, pero también podría ser un relato sobre un abuelo con el alma contaminada por el mal que intenta destruir una generación intermedia, entre él y su nieto, para poder detentar un poder absoluto. Así mismo, quien asegure haber visto un cuento sobre una madre que entre su vida terrenal y su paso hacia la eternidad está decidida a proteger y guiar a su hijo contra los peligros del mundo, amparándose en la fuerza de las virtudes puras, seguramente estará en lo cierto. Es más, en IMDB, el sitio web por excelencia de catálogo cinematográfico, dice: “Un pequeño niño llamado Kubo debe encontrar una armadura usada por su difunto padre para defenderse de un espíritu maligno del pasado que desea venganza”. También vale, y sin embargo; ninguna de estas descripciones abarca el contenido total de esta película. Todas estas certezas se apoyan en la multiplicidad de temas abordados por un guión prodigioso que en ningún momento renuncia al género de la aventura en estado puro. Empecemos por el director, ya que descubrir el relato es parte del acto de magia y por eso no vamos a ahondar en la trama. Travis Knight debuta al frente de un proyecto, pero ha sido el jefe de animación de otras tres joyitas: “Coralina” (2009), “Paranorman” (2012) y “Los Boxtrolls” (2014). No debería sorprender entonces el prodigio visual expuesto en éste estreno. Bueno, sí: sorprende y mucho. No sólo por el alcance de realismo logrado con la técnica más difícil, sino por toda la concepción artística y poética puesta al servicio de la incontable cantidad de metáforas sobre la vida pasibles de ver en nuestro planeta. Tanto los paisajes como los personajes tienen su impronta narrativa. En el primer caso para emplazar el contraste entre la fragilidad humana (con la responsabilidad máxima puesta en un chico) y la dureza del recorrido por tierras inermes al paso del tiempo. En el segundo, está implícita en todo momento la creencia en la reencarnación del alma, y por si fuese poco alimentan la esperanza de un niño que termina por entender que no hay pérdidas totales, sino transformaciones. En este punto la vida y la muerte están decantadas entre la presencia de luz o la ausencia de ella. En realidad, por suerte esto también se ve, “Kubo y la búsqueda del samurái” habla de oscuridad constante con destellos de luz. Tomándose de la mano de las creencias mayas en “El libro de la vida” (2014), el recuerdo o el olvido marcan la diferencia entre el eterno acompañamiento o la desaparición de quienes nos preceden. Habrá mucho más para descubrir gracias a la generosidad creativa de la película. Tal vez es injusto el título local en este sentido. La traducción sería “Kubo y las dos cuerdas”. Cuando el espectador descubra la razón del título, y por la cual se eligió un instrumento como arma contra las dificultades, la emoción estará a flor de piel para agradecerlo. En efecto, la madre es quien utiliza primero el shamisen. Un instrumento de origen chino parecido al laúd, cuyo sonido remite inmediatamente a la geografía en donde se desarrollan los hechos, pero que aquí representa también la unión familiar en una de las escenas de clímax mejor logradas de los últimos años en el cine. ¿Guindas del postre? Tres. Todas al final. La versión de Regina Spektor del clásico de George Harrison, “While my guitar gently weeps” para aplaudir de pie, la secuencia que revela al público los trucos de la animación, y la banda sonora de Darío Marianelli hasta la última palabra de los créditos. Aun cuando encontramos frente a un relato de confección tradicional y a la vez cíclica (dado por el cuento contado por el chico en concordancia a lo que le sucede en la vida real), estamos en presencia de una narración que se permite reinventar los momentos de transición, para otorgarles el verdadero secreto para descubrir la profundidad de los temas tratados. Sin dudas Coppola, Huston, Spielberg o John Ford (en especial éste último) están homenajeados desde la forma, pero uno fantasea con que ellos mismos irían varias veces a ver ésta maravilla que va directo al Oscar del año que viene.
Vigencia de un grande del cine, que como viejo zorro “lo hizo de nuevo” Habremos de admitir un lujo en la asignación de películas esta semana en contrapartida de la anterior. Nobleza obliga, el editor se reivindicó. Debemos estar en un punto de la historia de la cinematografía mundial en el cual hay que aceptar la repetición de los títulos, como una forma de explicar las sensaciones producidas por algunos artistas contemporáneos. Si eso implica titular este comentario (nuevamente) con “Woody Allen lo hizo de nuevo”, es porque efectivamente eso es lo que ocurre cada vez que estrena una realización.. El neoyorkino hace anualmente como mínimo una película con sus ochenta y pico de años. Más cantidad que Clint Eastwood que ostenta una edad parecida y filma como los dioses. ¿Hace falta intelectualizar todo lo que hace? ¿Cuán revelador resulta decir que este no es el Woody Allen de “Manhattan” (1979)? ¿Se aplicaba el mismo criterio en todas las décadas (para ponderar o defenestrar su cine)? O sea. ¿Cuándo estrenó “Interiores” (1978) se dijo que no es el Woody Allen de “Robó, huyó y lo pescaron” (1969)? Cuando “Crímenes y pecados” (1989) vio la luz, ¿se protestó por no ser el mismo delirante responsable de “Bananas” (1971)? Es más, “Sombras y nieblas” (1991), su homenaje al expresionismo alemán, qué sería? ¿Un error de concepto comparado con “Días de radio” (1987)? Quien escribe estas palabras se conectó por primera vez con el artista con varios VHS, antes de concurrir a verlo por decisión propia al cine cuando se estrenó “Hanna y sus hermanas” en 1986. Tenía 13 años y requirió un guiño al acomodador del Gran Splendid, ya que era “Apta para mayores de 16 años”. Desde entonces (30 años ya) no se perdió ninguna, e hizo el camino inverso cada vez que se editaba algo de su filmografía anterior. No se puede sino rendir tributo a alguien que, ante todo, cuenta una historia, y la cuenta bien. Con una alta dosis de profundidad, ya sea en el texto o en la propuesta, porque en los dos casos, el cine de Woody Allen resulta evocador. De épocas, de situaciones familiares, de la historia, lo que sea, pero evocador al fin. Como si hacer de bufón en el siglo XVII, o en el futuro, estuviese teñido de la misma idea, no importa la época, ni las clases sociales, ni la coyuntura política, la gente sigue teniendo los mismo kilombos irresolutos de siempre: sueños por cumplir, realidades atosigantes, y en el medio un par de anécdotas amorosas. Punto. Por eso, ver esta carta de amor al Hollywood de la década del 30 tiene la misma intención que la escrita a Roma en “A Roma con amor” (2012), “Medianoche en París” (2011), o a Broadway en “Broadway Danny Rose” (1984). “Café Society” es precisamente eso, un recorrido por nombres ilustres que alguna vez formaron el universo del cine tal cual lo conocemos hoy, como consecuencia de esos tiempos. Bobby (Jesse Eisemberg) es un capullo recién salido al sol de Brooklyn, pero el guión lo lleva a Hollywood a probar suerte con la ventaja (o no tanto, hay que ver) de tener una suerte de padrino que lo pone bajo su ala, Phil (Steve Carrell), quien a su vez también tiene la idea de escaparse de su rutina fantaseando con su secretaria Vonnie (Kristen Stewart). En este triángulo de personas, con anhelos y frustraciones, estará puesto el foco alrededor del cual giran todas las historias posibles. Entonces habrá que ser un fanático de la historia del cine porque, como si fuese un émulo de “Odol Pregunta”, hay un juego de nombres y hechos que, además de funcionar cual símbolo de añoranza, sirven para contextualizar al personaje en su pequeño objetivo de salir adelante en una época por cierto durísima en la historia de Estados Unidos. Es el viejo Woody, de manera tal que su relación con la industria siempre va a estar mejor criticada a través de su cine que de sus declaraciones a la prensa, lo cual también es una marca registrada. En todo caso, es de remarcar un extraño pie en el freno del ritmo narrativo en los 40 minutos finales. Incluso la narración parece más leída del guión que sentida desde el personaje. Vittorio Storaro es el director de fotografía. ¿Hace falta aclarar algo? Ya no importa lo que éste genio quiera contar, ni tampoco la dosis autorreferencial, estamos frente a la vigencia de un grande que ya es el autor de algunas de las más importantes obras del cine de todos los tiempos. Este es el momento para disfrutar de las ocurrencias de un viejo bien zorro, que se ufana de esto último, para compartir un rato de buen cine.
De vez en cuando sucede alguna situación insólita en el mundillo cinematográfico proveniente de Hollywood. Son esas producciones cuya gestación, desarrollo de rodaje y resultado final dejan más de una boca abierta, y no precisamente por el factor sorpresivo o la admiración. “Mi papá es un gato” es un ejemplo muy claro de lo expuesto, empezando por el título elegido para el estreno en nuestro país: Está más cerca de un titular de la revista Paparazzi que de un afiche cinematográfico. Tom Brand (Kevin Spacey) es un multimillonario hombre de negocios de bienes raíces. Tiene tanta guita que hasta Carlos Slim tendría envidia. Además es misógino, ególatra, soberbio, insoportablemente pedante… uno intuye que don Brand va a sufrir algo que le va a dar una gran lección. Al olvidarse de su hija, decide regalarle un gato que compra en el boliche de Felix – jorobar, ¿hacía falta ese nombre? - (Christopher Walken), de impronta misteriosa como aquél viejito chino de “Gremlins” (Joe Dante, 1984). Me acuerdo y se me crispa la nuca… pero sigo. No importa cómo (porque usted es espectador así que se calla, mira la pantalla y come pochoclos), pero entre la compra del “michifus” y un rayo fulminante, el cuerpo de Tom queda en coma y su alma va a parar al gato. Es decir, toda esa personalidad ahora la escuchamos en un gato de verdad. Nada peor para una idea de este estilo que despreocuparse por el verosímil. Eso que hace creíble la historia. La sensación general presente en “Mi papá es un gato” es la de especular con la simpatía de los chicos por la impronta visual, en desmedro de construir una estructura sólida que pueda permanecer en la memoria. Nada de esto ocurre, al contrario. La subestimación de la inteligencia del público al que se apunta da un poco de vergüenza ajena. Una cosa es ser deliberadamente naif y otra muy distinta es ser inconscientemente tonto. En todo caso, lo sorprendente de ésta película es el haber reunido un elenco semejante para semejante pavada. ¿Habrá llegado el “tarifazo” vernáculo allá, como para que gente tan premiada por sus trabajos (y no me refiero sólo al rubro actoral), se haya visto en la necesidad de formar parte de esta tomadura de pelo? Algo así se hizo a principios de los noventa, pero con bebés en la intragable “Mirá quien habla” (Amy Heckerling, 1991), pero en aquella al menos se jugaba con ponerle voz (Bruce Willis por ejemplo) a la actitud, movimientos y gestos de bebés reales. Si se podía hacer algo peor, esta es la muestra cabal. Lamentablemente pensar en estos ejemplos es un ejercicio de rescate en la memoria referencial que uno ejerce como espectador. Este es uno de los casos en los cuales se nivela hacia abajo.
No es que sería injusto. Sería naif comparar ésta remake de “Ben-Hur” con la dirigida por Billy Wilder en 1959, como también lo hubiese sido comparar esa con la del cine mudo de mil novecientos veintipico. En todo caso ya se puede aseverar que ninguna de las tres acata a rajatabla el espíritu de la novela inspiradora, que más bien apuntaba hacia fronteras espirituales en su esencia en lugar del espectáculo de las cuadrigas o una historia de venganza y redención. Sería ingenuo además, porque el director elegido para ésta tercera versión es el mismo de “Abraham Lincoln: cazador de vampiros” (2012), un cuentito más cercano a la revista “Fierro” o “Tit Bits” que del cine. Timur Bemambetov no le teme a la realización de la remake de uno de los íconos indiscutidos de la era dorada de Hollywood. Se nota en su pulso narrativo, en la decisión de filmar en los mismos estudios donde se creó aquella (Cinecitá), y en la mesura disimulada de los efectos especiales. La historia es la misma y siempre funciona. Judas Ben Hur es un hombre de familia judía con inmejorable posición social, que se debate (políticamente hablando) entre la aceptación de la ocupación romana del territorio y el justo reclamo de “su gente” por evitar la colonización. Se instala rápidamente esto de la lucha guerrillera contra el imperialismo, porque la historia de la humanidad tiene capas y capas de repeticiones con la misma cantinela. Tiene un hermano adoptivo. Messala, quién también se debate políticamente, pero desde la óptica del sentido de la pertenencia, mandatos sanguíneos, o lo que usted prefiera. A Bemambetov no le interesa mucho este costado, más que para establecer la dicotomía dramática de los protagonistas, que primero son amigos y luego antagonistas. Lo dicho, el contenido no se discute porque este tipo de planteos existenciales que bifurcan los intereses y crean conflictos, desde las tragedias griegas hasta Shakespeare, funcionan. En dónde sí hay puntos que tiran hacia abajo como la ley de gravedad, haciendo caer el relato, es en algunas elecciones que sí ameritan una comparación. Saquemos la obertura musical. En la primera escena de la de Billy Wilder, Ben Hur y Messala se encontraban luego de muchos años. El vínculo afectivo logrado por el nivel actoral de Charlton Heston y Stephen Boyd (en especial éste último) en tan sólo 20 minutos alcanzaba para instalar el eje dramático cobijado por la amistad, la traición y la venganza. En esto, los trabajos de Jack Huston y Toby Kebbel son al cine épico lo que la saga Crepúsculo es a los vampiros, es decir, un casting buscado fisonómicamente para encantar en lo externo al público que no vio (ni le interesa ver) la versión anterior. Peor es el casting de los personajes secundarios. Ni siquiera un Morgan Freeman, con rastas canosas, emulando el personaje que reclutaba gladiadores en “Gladiador" (Ridely Scott, 2000), logra destacarse, y es lo mejorcito del elenco. Por otro lado, hay una contradicción histórica respecto de algunas convenciones. En 1959 se podía entender que nadie se despeinase, o que el vestuario estuviese impecable, blanco, prístino, en una zona llena de polvo. Hoy, es necesario aggiornar este tipo de detalles que, en todo caso, dotarían de más realismo a la cosa, porque hasta la armadura de Iron Man se abolla y se oxida. El director es lo suficientemente inteligente como para entender a qué público apunta su película. Aunque el cuento se cuente y el concepto pase ya más por un cine de aventuras bastante superficial con escenas que descollan (como la del ataque en el mar o la propia carrera), hace falta algo más para poder rescatar virtudes. Suena a una buena oportunidad desperdiciada. Ben-Hur tiene material suficiente para merecer algo más
Hay desigualdad en esta página. Desigualdad y un vil aprovechamiento de los viajes por parte de algún colega, quien seguramente vio los estrenos de esta semana y se fugó a miles de kilómetros para evitar tener que sentarse a escribir sobre algunos de ellos. Esto es cobardía pura. Voy a hacer la estadística para ver la calidad de calificaciones del año a ver a quién le tocó ver mejor cine y escribir un comentario. Cuando nada podía empeorar el hecho de haber visto en la misma semana “Márama-Rombai: el viaje” y “Mi papá es un gato” llegó a nuestros ojos “Mike Dave: los busca novias”. El horror no se hace esperar ni un segundo aquí. Ya los primeros diálogos dan cuenta del nivel intelectual con el cual los guionistas Andrew Jay Cohen y Brendan O'Brien han decidido vapulear los oídos. Al comienzo de la película conocemos a Mike (Adam Devine) y Dave (Zac Efron). Hermanos ellos, de pocas luces pero con una facha impresionante de testosterona heterosexual, apoyada en ese tipo de tomas a lo “Top Gun” (Tony Scott, 1986). A estos dos los espera el casamiento de su hermana en Hawai, para el cual se les solicita que vayan acompañados de buena gente. Como ambos hacen de idiotas acá, deciden publicar un aviso para conseguir las mejores candidatas. Van 15 minutos. A partir de ahí se termina el guión y lo que sigue es una seguidilla de situaciones forzadas, estupideces, y verdadero empeño en contar malos chistes: algunos racistas y otros de mentalidad precámbrica respecto de la mujer, el lugar que ocupa y lo que representa para la sociedad y para el hombre. Las dos elegidas por éste par de imbéciles (como personajes también dejan sentado claramente el prototipo anquilosado, esquemático y ridículo de lo que debería ser el heterosexual en este siglo) son Alice (Anna Kendrick) y Tatiana (Aubrey Plaza). Dos actrices que aún dentro de este tipo de registro, ofrecen de los peores trabajos femeninos vistos en el año. No es necesario ahondar en los detalles de por qué Mike y Dave son “victimas” de estas dos chicas porque, como ya dijimos, son idiotas. Si la dirección de Jake Szymanski podía ser peor, preste atención, si tiene la desgracia de entrar al cine a ver esto, al montaje del “reviente” o a los primeros diálogos que tienen cuando las parejas se conocen por primera vez. Lejos de lo peor de la comedia americana sin contenido, vacía, sin alma, y apuntada a un público al que se lo subestima desde el primer fotograma, y desde el primer gag, especulando que con un par de torpezas, puteadas o tetas, alcanza para sacarle una carcajada al público. Permiso, voy a revisar las estadísticas y elevar una queja formal al editor.
Así como sucedió con los documentales sobre One Direction o Justin Biever, “Márama – Rombai, el viaje” se inscribe dentro de los productos encorsetados del último devenir de la música pop adolescente, vacía y sin contenido. Como no podía ser de otra manera el producto arranca con voces, aullidos y silbidos típicos de recital de estadio y claramente con una canción. “Estoy ansioso por estar solos tu y yo, mientras te invito una copa y fingimos que hablamos” dice la letra de la canción “Loquita”, un edulcorante de los varios que escucharemos mientras se insertan imágenes de fanáticas, entrevistas a algún productor, los chicos llegando a algún hotel o jugando a los video juegos. La película cuenta la reunión entre ambos grupos, Márama y Rombai y el viaje que los trajo a la Argentina pasando por Showmatch y por el Luna Park. Puede que la información que se vierte desde el escaso guión ayude a entender el fenómeno, de ahí a que guste hay un paso gigante pero. en definitiva, estamos frente a un estreno que claramente apunta a su público, ávido de ver a los pibes y chicas en situaciones más cotidianas. No van a faltar declaraciones tendientes a mostrar cuan “sacrificada” es la vida de los integrantes del grupo, lo “terrible” que es ser famoso y lo extenuante de las giras. Más allá de un producto carcasa, al cual se podría desmontar a estos chicos y poner otros, un montaje efectista, que por momentos abusa de los cortes y la música, está el tratar de entender cuál es la impronta si es que la hay. En un momento, Camila Rajchman, la ex cantante de Rombai, tira una definición contundente sobre la banda: “…eramos un grupo de amigos haciendo payasadas y a la gente le gustaba…”. Sin darse cuenta, definió también ésta película.
Desde el estreno de “El lobo de Wall Street" (Martin Scorsese, 2014) y “La gran apuesta” (Adam McKay, 2015), sumados otros productos menos rimbombantes, podemos decir que la observación ácida, corrosiva, aguda, autocrítica, etc, (le hubiese cabido condenatoria, pero Estados Unidos no es tan así), está cada vez más presente en el cine. Cómo si el mainstream tuviese que aceptar la adversa necesidad de plasmar historias cercanas a una realidad política, insoslayable respecto de la mirada que el mundo tiene de la primera potencia mundial (y potencia en este caso no es una virtud). Durante la guerra de Irak, la administración de George W. Bush tenía una mala imagen (en todo) pero, en este caso, respecto de quien podía o no vender armas en Estados Unidos favoreciendo solamente a dos o tres empresas. Dos chicos de veintipico aprovechan la apertura de este negocio para que cualquiera que reúna ciertas condiciones (fáciles por cierto) pueda hacer transacciones armamentísticas, convirtiéndose de hecho en los “Amigos de armas” del título. Si USA es la “tierra de las oportunidades” Efraim (Jonah Hill) y David (Miles Teller), como estandartes del ganar mucho, fácil, y con el menor esfuerzo posible, entienden muy rápidamente qué se debe hacer para llenarse de guita a costa de decisiones gubernamentales no aptas para gente inteligente, o para ciudadanos honestos. Así comienzan (como el vértigo del montaje lo indica) a ganar cifras siderales con un negocio que involucra el asesinato masivo de personas. Como sabemos, el dinero tapa los escrúpulos, de modo que aquí no hay lugar para la doble moral. Justamente esta impunidad intrínseca en las acciones de los protagonistas es el eje común que “Amigos de armas” tiene con las referencias mencionadas anteriormente, e igualmente apoyadas por un brillante trabajo de ambos. Jonah Hill produciendo un personaje oscuro y ególatra, y Miles Teller como uno de los tantos a los que se deja llevar por la corriente y actúa por imitación de postura. Es de esperar una banda de sonido acorde con la rimbombancia de los excesos que se muestran, cuando cualquiera puede superar las barreras del capitalismo para mirar a todos desde arriba. Claro, los verdaderos problemas surgen cuando se dan cuenta que el negocio al cual se dedican les queda gigante desde todo punto de vista. Quedará, por supuesto, un lugar para limpiar todo en nombre de las instituciones, pero para cuando esto llega, por suerte el mensaje ya se entregó y lo mejor de la película ya queda dado.