Bepo resulta una propuesta atrevida para los tiempos que corren en Argentina. Por un lado retrata la dignidad linyera a contramano de la tendencia a despreciar al individuo irreductible al deber ser emprendedor, productivo, mejor todavía, prosumidor. Por otra parte, evoca con memoria crítica la época gobernada por el golpista Agustín Pedro Justo, y así desoye la consigna oficial de dejar el pasado atrás. Además osa recordar, acaso reivindicar, algunos principios del anarquismo que creíamos perimido pero que –nuestra ministra de Seguridad nos lo advirtió meses atrás– promueve acciones terroristas en el sur de nuestro país.
Aunque carece de escenas ofensivas, el segundo largometraje del platense Marcelo Gálvez dista de ser apto para todo público. Por lo pronto, corre serios riesgos de escandalizar a los espectadores que desprecian el lumpen y por lo tanto toda aproximación empática con ese grupo social que el statu quo considera parasitario. Asimismo son altas las probabilidades de que aburra soberanamente a quienes reconocen y/o valoran un solo tipo de libertad: aquélla moldeada por las manos invisibles del mercado.
Antes de seguir, corresponde aclarar que Bepo existió de verdad. Se llamaba José Américo Ghezzi; nació el 4 de abril de 1912 en la localidad bonaerense de Tandil; falleció el 26 de abril de 1999. Sus ideas libertarias lo llevaron abrazar una existencia nómade, solitaria, prescindente. A fines de la década del ’80, su vida inspiró este libro en el periodista, también tandilense, Hugo Nario y el documental ¡Que vivan los crotos! en la realizadora porteña Ana Poliak.
Treinta años después, Gálvez resucita a este linye (como solía autodefinirse el mismo Bepo) con una versión libre de la crónica de Nario. De esta manera les rinde homenaje no sólo a Don Ghezzi y a sus compañeros de aventuras, sino a su primer retratista.
Ya que se les dice road movies a la películas que transcurren en la ruta, podría afirmarse que esta ficción es una rail movie. La referencia del protagonista a Don Quijote de La Mancha invita a pensar en el ferrocarril como en el Rocinante de estos otros idealistas que no enfrentarán molinos de viento pero sí un Estado que los persigue, golpea, encarcela.
Luciano Guglielmino compone a un personaje querible, a la vez desamparado y libre. A partir de esta interpretación, Bepo conquista un lugarcito en los corazones sensibilizados por otros dos crotos que también combatieron la estigmatización social: el vagabundo que Charles Chaplin encarnó durante poco más de veinte años, y el linyera dibujado por el uruguayo Tabaré y guionado por los argentinos Carlos Abrevaya, Jorge Guinzburg, Héctor García Blanco.
Para evitar confusiones, corresponde aclarar que Gálvez ofrece un retrato melancólico de su protagonista, es decir, desprovisto del sentido del humor que orientó las aventuras de Carlitos y las reflexiones del compañero del perro Diógenes. En estos tiempos de alegría impostada y de linyerizaciones maliciosas, esta decisión narrativa también constituye una (saludable) osadía.