Si la sororidad (con perdón del neologismo antipático para algunos) se construye desde la niñez o la pubertad, entonces Mamá, mamá, mamá nos convierte en testigos privilegiados de esta suerte de iniciación a la hermandad entre mujeres. A grandes rasgos, el éxito de esta incursión por un mundo a priori inasible se debe a dos factores: un guion preciso, libre de lugares comunes, y la compenetración de las chicas elegidas para encarnar a los personajes centrales, cuyas edades oscilan entre los cinco y quince años. Un accidente fatal constituye el punto de partida del primer largometraje de Sol Berruezo Pichon-Rivière. A poco de iniciado el film, la recreación de una muerte absurda y prematura adelanta la capacidad de síntesis de la realizadora, un estilo narrativo que confía en la destreza del espectador para completar eso que la cámara no muestra y aquello que Cleo, Nerina, Manuela, Leoncia, Aylín e incluso Erín apenas dicen. A la guionista y directora le basta una hora para ofrecer una aproximación fiel y conmovedora a la sensibilidad femenina en su etapa formativa. La mención de la medusa como el multiorganismo más antiguo parece aludir a ciertas características atávicas de la mujer, que se consolidan a medida que el tiempo avanza a escala individual, social, histórica y estimula el proceso de «llegar a ser» que la ineludible Simone de Beauvoir explicó en su libro El segundo sexo. Entre los aciertos de Pichon-Rivière, figura la decisión de retratar a las seis chicas en un contexto bien delimitado. De hecho Mamá, mamá, mamá transcurre algunos días de verano –en plenas vacaciones– y en una casa con pileta, habitada por integrantes de una misma familia salvo dos excepciones. En este escenario acotado la realizadora se concentra en la red de contención que las niñas no tan niñas tejen para reducir el impacto de una muerte impensada y por lo tanto inesperada. El desempeño actoral de Agustina Milstein, Chloé Cherchyk, Camila Zolezzi, Matilde Creimer Chiabrando, Siumara Castillo y Florencia González resulta determinante para la recreación de un mundo donde las miradas, los silencios y los juegos son más elocuentes que los parlamentos. Acompañan con solvencia Vera Fogwill y Jennifer Moule, a cargo de los principales roles adultos. Data de 1972 la película de Raúl de la Torre donde Graciela Borges encarna a una joven traductora afectada por el abandono de su padre, la muerte accidental de un hermano y por una relación amorosa dañina. Casi cincuenta años después, el título de la ópera prima de Pichon-Rivière parece remitir a una escena memorable de Heroína, donde la protagonista se desmorona en un congreso de psicología ante un simulacro improvisado en torno a la vociferación de la palabra Mamá. La protagonista de la ficción nacional que se estrenó el primer jueves de 2021 también clama por su madre en una situación crítica. A diferencia de la veinteañera Peny que compuso Borges, la pre-adolescente Cleo a cargo de Milstein llama en voz baja, acaso porque la compañía de su tía y sus primas pone a raya la desesperación. Es intergeneracional esta red de mujeres amorosas. De hecho en Mamá, mamá, mamá también interviene una abuela que sabe de sororidad.
Cada vez que recordemos que nuestro Senado sancionó la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo al término del fatídico 2020, algunos argentinos acotaremos que semanas antes se estrenó una de las películas nacionales más conmovedoras del año: Vicenta. La asociación resulta inevitable porque el largometraje de Darío Doria, Florencia Gattari y Mariana Ardanaz recrea un caso emblemático de (extrema) violencia institucional contra la mujer, en nombre del proclamado «derecho del niño por nacer». El film le rinde homenaje a Vicenta Avendaño, madre de una adolescente con retraso madurativo, que quedó embarazada después de haber sido violada por un tío. El hecho ocurrió en 2006, y sin embargo nuestro Estado le negó a la joven el derecho a realizarse un aborto no punible según establece el artículo 86, inciso 2, de nuestro Código Penal desde 1922. La inconducta de nuestro Poder Judicial fue tan brutal como irreductible la lucha de Avendaño y de las militantes feministas que la asesoraron y acompañaron. Tras cinco años de reclamos, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas condenó al Estado argentino a pagarle a la muchacha una indemnización por daño moral y psíquico, y a implementar programas, protocolos, campañas de difusión que garanticen la práctica del aborto no punible en el territorio nacional. Vicenta y su hija cobraron la reparación económica recién en 2015. El guion de Doria y Gattari, con aportes de Luis Camardella, recrea el derrotero por los laberintos de un statu quo que se ensaña con dos mujeres vulnerables en más de un sentido, y el empoderamiento progresivo de la madre erigida en protagonista. Dos recursos narrativos convirtieron este proyecto en un documental singular: la ocurrencia de hablarle a Vicenta, de contarle su historia, y la puesta en escena del relato con miniaturas de plastilina (obra impresionante de la ilustradora Ardanaz). Es de Liliana Herrero la voz que narra y que se dirige a la madre y empleada doméstica, analfabeta, ninguneada, determinada, serena, resiliente. La cantante calibra tonos y dicciones según las exigencias de un texto concebido con empatía y que por lo tanto expresa desconcierto, indignación, piedad, admiración. La decisión de no animar los muñequitos evoca el recuerdo del documental de Rithy Panh sobre las iniquidades que los camboyanos sufrieron en la segunda mitad de los años ’70 a manos de la dictadura de Pol Pot. En La imagen perdida, el realizador oriundo de Nom Pen recurre a miniaturas de arcilla y –como Doria en Vicenta– articula los planos acordados a estos personajes con material de archivo. Las (escasas) imágenes extraídas de la cobertura que noticieros de nuestra televisión le dedicaron a la «joven de Guernica conocida como LMR» le agregan una tercera dimensión mediática a la revictimización operada por integrantes del Poder Judicial y del cuerpo médico del Hospital Interzonal General de Agudos General José de San Martín de La Plata. Por otra parte, la similitud entre rostros reales y aquéllos de plastilina constituye otra prueba del diseño meticuloso de Ardanaz. Vicenta desembarcó en el circuito CINE.AR después de haberse exhibido en el 63º Festival Internacional de Cine Documental y de Animación de Leipzig y en el 35º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En Alemania ganó el premio de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica, más conocida como FIPRESCI. Acaso el galardón mayor consista en asociar su estreno nacional con la histórica sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo.
La fotografía de Adrián Tagliabue y la edición a cargo de César Custodio resaltan la sólida investigación que Juan Dickinson le dedicó al «sueño» de un parque natural argentino-chileno en suelo patagónico, en especial al desarrollo del emprendimiento en nuestro país, concretamente en el noroeste de la provincia de Santa Cruz. Proyecto Parque Patagonia se titula este documental que contrapone la visión entusiasta de lo voceros de la ONG responsable y el rechazo de los productores agropecuarios locales que se sienten en medio de una pesadilla. Los paisajes de la Patagonia llamada extraandina pueden resultar distractivos por su belleza, y quizás lo sean al principio de este largometraje. Pero de a poco Dickinson consigue que los espectadores desviemos nuestra atención, primero, hacia entrevistados consustanciados con la ocurrencia ecológica de los filántropos extranjeros Douglas Tompkins y Hansjorg Wyss, y luego hacia quienes se le oponen: legisladores, voceros de federaciones agrarias, agricultores y criadores de ganado. A medida que avanza, la película se cierra sobre el conflicto entre la fundación Rewilding Argentina y los pobladores de las localidades Los Antiguos y Perito Moreno. Referentes de los Estados provincial y nacional aparecen en un segundo plano. Proyecto Parque Patagonia ofrece virtudes propias del periodismo audiovisual de calidad: mención rigurosa de los entrevistados, referencias de geolocalización, mínima contextualización histórica, selección de buenas imágenes ilustrativas. Por estas razones es posible relacionarla con otros largometrajes –por ejemplo Nuestro Mundo. Anuhu Yrmo de Darío Arcella– que señalan o sugieren los intereses económicos de iniciativas ecologistas financiadas por entidades supranacionales. A diferencia del realizador cordobés, Dickinson no va muy atrás en el tiempo. Por lo pronto no hay indicios de repreguntas a los criadores de ganado bovino y ovino que reivindican la propiedad de la tierra que Rewilding Argentina se empecina en comprar (y explotar) en nombre de la lucha contra la extinción de especies. «No queremos que cuenten la Historia con nosotros afuera» pide uno de ellos como si temiera correr la misma suerte desgraciada que los (verdaderos) pueblos originarios. En otro momento ese mismo entrevistado casi-casi dice que, antes del arribo de sus antepasados (europeos), la Patagonia era un desierto.
Conmueve profundamente el tributo de Cristian Arriaga a las Abuelas de Plaza de Mayo, que ingresará mañana jueves al circuito de exhibición online a modo de pre-estreno mundial. Abuelas a secas se titula esta «película sobre (y con)» –reza el afiche– las mujeres imbatibles que siguen buscando y encontrando a sus nietos apropiados por los verdugos del Estado terrorista que (des)gobernó a la Argentina entre 1976 y 1983. El film emociona a partir de un trabajo a priori sencillo: entrevistar en un mismo espacio, con una cámara fija a la misma altura, a diez miembros de la asociación creada en 1977; hilvanar los testimonios con la intención de convertirlos en engranajes de un relato colectivo; prologar el compendio con un breve repaso de antecedentes y entretelones de la dictadura más brutal y perversa en la historia de nuestro país. La dedicatoria al comienzo del largo –A mi amada abuela Elvira, a quien siempre tuve y quien siempre me tuvo– adelanta la naturaleza afectiva y afectuosa de este homenaje. De hecho, cuando interviene durante el rodaje, el realizador guaminense se comporta como un nieto respetuoso, cariñoso, por momentos pícaro con las entrevistadas Estela de Carlotto, Rosa Roisinblit, Delia Giovanola, Sonia Torres, Ledda Barreiro, Buscarita Roa, Ángela Barili, Emilce Flores y las recientemente fallecidas Berta Schubaroff y Aída Kancepolski. Con este interlocutor amoroso, las Abuelas adoptan por un rato la inicial minúscula y se convierten en entusiastas relatoras de anécdotas de infancia y adolescencia, narradoras únicas de ese pasado remoto que fascina a algunos integrantes de las nuevas generaciones. Mientras el micrófono registra esa evocación nostálgica, la cámara captura la mirada luminosa de estas mujeres cuyas edades, en tiempos de filmación, oscilaban entre los setenta y noventa-y-tantos años. Arriaga se revela como un entrevistador atento a las palabras y los gestos de sus interlocutoras, y respetuoso de la necesidad de callar ante la irrupción de los recuerdos más dolorosos. Como sucede en otras circunstancias, aquí también algunos silencios son más elocuentes que las declaraciones. El encuentro con estas diez abuelas generó el material casi excluyente del film; de hecho las entrevistas sólo conviven con la recreación del prólogo que el realizador co-escribió con Osvaldo Bayer, y que Liliana Herrero lee en off. La sucesión de primeros planos y planos medios acordados a «cabezas parlantes» podría fastidiar a los espectadores gustosos del cine documental que despliega otros recursos narrativos, por ejemplo recortes de publicaciones, extractos de noticieros, ficcionalizaciones con actores o animaciones. Sin embargo, el montaje a cargo de Arriaga y de Juan Carlos Macia consigue que los testimonios cautiven más allá de preferencias y expectativas. Abuelas evita dos destinos posibles para una propuesta audiovisual de estas características: la pieza institucional y la reconstrucción histórica. En cambio, se acomoda bien entre las películas que auspician el (re)descubrimiento de referentes en principio harto retratados y por ende conocidos. Arriaga también compuso la canción central del largometraje –Abuela, en singular– que León Gieco entona con Raúl Porchetto y Gustavo Santaolalla, y que acompaña el desarrollo de los créditos finales. De esta manera el nieto cineasta de Doña Elvira les rinde un homenaje doble a nuestras Abuelas con inicial mayúscula.
«¿Éstos, quién?» le pregunta Mario a Silvia con la intención de identificar a los sospechosos que su mujer señala a diestra y siniestra, y que menciona –cada vez más seguido– con algún pronombre demostrativo. La reducción lingüística es la quintaesencia del desprecio clasista que lleva por mal camino al matrimonio que Guillermo Arengo y Pelusa Vidal encarnan en La muerte de un perro del uruguayo Matías Ganz. La duda del veterinario ante la acusación de su señora es la última manifestación de cordura contra el avance implacable de esa paranoia «construida» en palabras de Raúl Zaffaroni. Son lacónicos los personajes de esta tragicomedia sobre la tan mentada inseguridad. Acaso por eso los (escasos) parlamentos provocan un impacto contundente y conviven bien con otros recursos narrativos sonoros, por ejemplo el ringtone de los celulares que delatan inconductas de los esposos porfiados. Ganz explota la legendaria parquedad uruguaya como lo hicieron Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella cuando filmaron Whisky, Federico Veiroj con La vida útil, el argentino Adrián Biniez con Gigante, Daniel Hendler con Norberto apenas tarde y El candidato. Con esta última película, La muerte de un perro comparte el cruce entre elementos de dos géneros: el thriller psicológico y la sátira social. La banda de sonido de Sofía Scheps y la fotografía de Damián Vicente y Miguel Hontou resultan fundamentales a la hora de recrear la sensación de peligro inminente que experimenta sobre todo Silvia. Vidal y Arengo se destacan a la hora de transmitir la transformación silenciosa y siniestra que experimentan sus personajes. Los acompañan con solvencia Soledad Gilmet, Lalo Rotavería, Ruth Sandoval y, a cargo de un rol pequeño, la siempre convincente Ana Katz. La muerte de un perro constituye otro motivo para seguir prestándoles atención a los realizadores nóveles oriundos de la otra orilla del Río de la Plata. Al término de 2020 vale celebrar el descubrimiento de Ganz como en el BAFICI de 2019 el hallazgo de la autora de Los tiburones, Lucía Garibaldi.
Algunos espectadores esperamos con ansias el estreno de Planta permanente desde que el segundo largometraje de Ezequiel Radusky participó del 34º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Es que la producción nacional más premiada en aquel encuentro de 2019 remite inevitablemente a su predecesora Los dueños, original opera prima que el realizador tucumano filmó en 2012 con Agustín Toscano y con las mismas actrices, Liliana Juárez y Rosario Bléfari. Las expectativas de entonces aumentaron a mediados de 2020 cuando nos enteramos de la muerte de Bléfari. Planta permanente se convirtió ipso facto en «la última película» donde actuó la también cantante y escritora marplatense. Desde esta perspectiva el triple reencuentro resulta agridulce. Por un lado confirma la capacidad narrativa de Radusky y el talento actoral de Bléfari y Juárez, ahora acompañadas por una convincente Verónica Perrotta. Por otro lado, azuza la pena por el deceso de quien inmortalizó a Silvia Prieto. Como Los dueños, Planta permanente también transcurre en un espacio acotado, y convierte este escenario único en ámbito revelador de conductas humanas universales. Como Sergio, Pía y sus respectivas familias en la película de 2012, Lila y Marcela participan de un juego de poder en la ficción que desembarca hoy en el circuito CINE.AR: mientras los personajes de Radusky y Toscano se disputan el usufructo de una finca, las protagonistas concebidas con el coguionista Diego Lerman se enfrentan por un puesto en relación de dependencia y por un micro-emprendimiento gastronómico en el organismo público donde trabajan hace años. A diferencia de Los dueños que parodia la lucha de clases (de ahí la posible comparación con Parásitos de Bong Joon Ho), Planta permanente aborda la competencia entre integrantes de un mismo sector social, es más, entre dos amigas de larga data. Las implicancias de esta segunda aproximación –una fábula con moraleja explícita– dejan un acentuado sabor amargo en la boca del espectador. Antes de dedicarse a la realización cinematográfica, Radusky se ganó el pan como empleado estatal. En parte por eso habrá sabido recrear con versatilidad las costuras políticas, gremiales, burocráticas, sentimentales del gran tejido que los llamados recursos humanos conforman en la administración pública. En el Festival de Cine de Mar del Plata, Juárez ganó el Astor a la Mejor Actriz. Se trata de un reconocimiento merecido a la insuperable composición de Lila, que sin dudas se nutrió de la extraordinaria química con Bléfari a cargo de Marcela.
Carlos Portaluppi e Ignacio Rogers se lucen en el duelo que Martín Kraut imaginó para su primer largometraje, La dosis. Los actores de reconocida trayectoria encarnan a dos enfermeros que se permiten adelantar la muerte de pacientes (presuntamente) terminales a su cargo, en el marco de un enfrentamiento progresivo y al principio solapado. Las personificaciones del experimentado Marcos y del joven Gabriel resultan determinantes para que el realizador novel cumpla su cometido: invitar a reflexionar sobre la eutanasia desde las perspectivas ética, legal e incluso comercial. Tal como anticipa el fotomontaje devenido en afiche, el largometraje cruza y superpone a sus protagonistas. El encuentro ambientado en una Unidad de Terapia Intensiva y en algunos pocos exteriores expone las coincidencias, diferencias y rivalidad entre los enfermeros, y habilita un abordaje consecuente con la complejidad del tema propuesto. La cobertura mediática acordada a un caso real inspiró esta ficción. Algunos espectadores la asociamos con sucesos similares y con otros films sobre médicos o enfermeros que se arrogan la vida y/o la muerte de sus pacientes: por ejemplo Hable con ella de Pedro Almodóvar, en algún punto La piel que habito del mismo director y You don’t know Jack de Barry Levinson, con Al Pacino. Quienes seguimos a Kraut desde su trabajo fotográfico en los ex centros clandestinos de detención (las imágenes correspondientes ilustran el libro Derechos Humanos: justicia y reparación, que su padre Alfredo escribió con el juez de la Corte Suprema Ricardo Lorenzetti, y fueron expuestas a fines de 2011 en la sede de la Cámara Federal de Apelaciones) encontramos cierta relación de continuidad entre aquella incursión por los tugurios de nuestra última dictadura y el ejercicio cinematográfico que desembarcó ayer en el circuito CINE.AR, ocho meses después del pre-estreno mundial en la sección Bright Future del 49º Festival Internacional de Cine de Rotterdam. Por lo pronto, los verdugos del Estado terrorista también decidían sobre la vida y la muerte de personas a su cargo, encerradas en espacios que algunos cínicos llamaban «de recuperación». En esos centros también hubo discusiones y rivalidades en torno al destino de las mujeres y hombres internados, algunos desahuciados. Kraut también se desempeñó como fotógrafo para el Centro de Información Judicial y actualmente es reportero gráfico de la revista Anfibia. La experiencia adquirida en estos medios resulta palpable en la explotación visual de la UIT recreada en una vieja sala que el Hospital Israelita cedió para el rodaje. En este espacio y en el interior del auto de Marcos, el realizador libera en cuotas la tensión entre los protagonistas y desmenuza la relación que uno y otro mantienen con la muerte. Mientras retrata a sus dos enfermeros, Kraut critica la lógica comercial del sistema de salud. La escena inicial recuerda el criterio económico que prima a la hora de tratar a los pacientes… y de pagar al personal, aspecto reforzado con los almuerzos y cenas del personaje a cargo de Portaluppi. Quizás aquí el realizador peca de explicitud. Dicho esto, La dosis resulta una tarjeta de presentación auspiciosa. Habrá que seguir de cerca los próximos pasos cinematográficos de su autor.
¿Cómo se monta una ciudad en el medio de la nada o, dicho con precisión geográfica e histórica, sobre extensas canteras de granito ubicadas a cien kilómetros del Montevideo de fines del siglo XIX? Con esta pregunta en mente, Sebastián Martínez reconstruye en El mundo entero el origen de Piriápolis y la excéntrica vida de su fundador Francisco Piria. A diferencia de la célebre ciudad balnearia uruguaya, el largometraje se erige sobre un suelo varias veces transitado, en este caso por recopiladores de leyendas y/o de datos duros. La intención de abordar obra y autor queda clara apenas comienza la película, con una voz en off que lee un fragmento de El socialismo triunfante. En esta novela de anticipación publicada en 1898, el mismo Piria imaginó que un contemporáneo –un tal Fernando– se trasladaba al Uruguay de 2098 y corroboraba la permanencia de Piriápolis, localidad cuyo fomentista «había bautizado con ese nombre, algo petulante, pues pretendía con ello perpetuar su memoria». De esta manera, Martínez incorpora a Don Francisco en la lista de fuentes consultadas para el film: historiadores, biógrafos, alquimistas, descendientes del empresario o emprendedor montevideano de origen italiano, administradores del Argentino Hotel. Vale señalar al pasar, este edificio monumental es sede tradicional del Festival Internacional de Cine Piriápolis de Película y escenario principal de la inolvidable Whisky que los uruguayos Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella dirigieron quince años atrás. El realizador compagina capturas de la Piriápolis actual con la exhibición de maquetas, y con fotos y cortometrajes de archivos públicos y privados. De esta manera recrea el viaje en el tiempo que Piria describió en su libro y da cuenta de la perennidad de «la sublime utopía» de este «soñador». A partir de la fotografía de Diego Poleri y de la música original de Hernán Kerlleñevich, Martínez explota las vetas misteriosa y esotérica del personaje retratado, y así toma distancia del documental ortodoxo, meramente didáctico. El summum de este desvío lúdico aparece justo en la mitad del largometraje, con la recreación de un ritual milenario vinculado a la alquimia. Pasaron diez años desde que algunos espectadores descubrimos al guionista y director argentino a través de un trabajo anterior, que se proyectó en el 12º BAFICI. Centro se titula aquel registro riguroso de la vida porteña acotada a las inmediaciones de las peatonales Lavalle y Florida. Ese mismo espíritu meticuloso se manifiesta en El mundo entero, con mayor sensibilidad estética. La nueva película de Martínez enriquece la relación entre el séptimo arte y la arquitectura y/o urbanismo, sociedad artística que inspiró la programación de una sección acorde en numerosos festivales de cine. Por el uso de recursos narrativos propios del relato fantástico, el film también sabe llamar la atención del público aficionado a las aventuras ambientadas en el cada vez más lejano siglo XIX.
En un mes tan peronista como octubre vale recomendar el alquiler de Perón y los judíos, documental que aborda un fenómeno reconocido por unos cuantos argentinos, y sin embargo pocas veces abordado por nuestro cine nacional: el rechazo generalizado que el movimiento justicialista provocó y sigue provocando en nuestra comunidad judía. El afiche muestra al autor del largometraje, Sergio Shlomo Slutzky, debajo de una pancarta o pasacalles escrito en hebreo e ilustrado con retratos de Juan Perón y Eva Duarte; a escasos metros deambula un gorila, representación por antomasia del ciudadano antiperonista. De esta manera, el fotomontaje adelanta la intención de semblantear a un prototipo de contrera (diría Evita), aquél con raíces judías. Nacido y criado en Argentina pero radicado hace décadas en Israel, Slutzky emprende un viaje de Tel Aviv a Buenos Aires, en busca de respuestas a inquietudes en principio personales. Para alivio de los espectadores reticentes a las aproximaciones históricas con marcado sesgo autorreferencial, vale señalar la existencia de una contrafigura: el historiador israelí especializado en Peronismo, Raanan Rein. El también vicepresidente de la Universidad de Tel Aviv viaja igualmente a nuestra ciudad, en su caso para ofrecer charlas que refutan datos y argumentos de sus paisanos antiperonistas. Slutzky y Rein conforman entonces una suerte de sociedad narrativa. El primero formula preguntas desde cierta experiencia familiar e individual; el segundo desarrolla respuestas a partir de sus investigaciones académicas. Aunque de distinta manera y en distintas circunstancias, uno y otro frecuentan a otros judíos que analizan su relación con el Peronismo. Herman Schiller y Juan José Sebreli son los entrevistados más conocidos; en una mesa de amigos participa apenas –menos de lo que algunos quisiéramos– Juan Pájaro Rojo Salinas. La recopilación de material de archivo constituye el plato más suculento de Perón y los judíos. Recortes periodísticos, fotos oficiales, extractos de noticieros recuerdan acciones gubernamentales ajenas al antisemitismo que se le imputa al Justicialismo, por ejemplo la donación de frazadas a Israel, la (innecesaria) importación de naranjas, el nombramiento del embajador Pablo Manguel, el encuentro de Evita con Golda Meir. Entre estas anécdotas asoman judíos no gorilas, acaso con algún sentimiento filoperonista. Mientras visibiliza a esta ¿minoría?, Slutzky reproduce los epítetos pronunciados por ¿la mayoría? y ligados a nociones de oportunismo, obsecuencia, incluso traición (por si cupiera alguna duda, la histórica grieta de envergadura nacional también causa estragos en esta comunidad). Con la incorporación de un tramo del musical Evita montado en Israel, el realizador sugiere que el antiperonismo prima allá también. El dato refuerza la sensación de que Rein es una rara avis entre sus compatriotas y correligionarios; acaso el autor de Los muchachos peronistas judíos merezca un rol protagónico en otro documental. Con Perón y los judíos, Slutzky transita un terreno poco frecuentado por nuestro cine, y por lo tanto sienta un precedente auspicioso más allá de desprolijidades formales y limitaciones propias de los documentales con un pronunciado eje autorreferencial. Desde esta perspectiva, el film vale sobre todo porque alimenta el interés sobre esta arista particular de un movimiento tan singular como el Justicialismo.
La elocuencia de la danza en general y de una obra de Isadora Duncan en particular constituye el eje central de Los hijos de Isadora, coproducción franco-surcoreana que recuerda una característica distintiva del cine y del baile: la apuesta a la capacidad comunicativa y conmovedora del movimiento dirigido. No es un dato menor que también sea bailarín el autor del largometraje, el bretón Damien Manivel. A pesar de la campaña que la Federación Española de Padres de Niños con Cáncer impulsó en 2017, los diccionarios de la lengua castellana siguen sin contar con un término representativo de la condición de quien pierde a un hijo, como Viudo para quien pierde a su cónyuge o Huérfano para quien pierde a sus progenitores. Esta suerte de vacío semántico se repite en otros idiomas, acaso por respeto a la convicción popular de que la muerte de un hijo provoca un dolor inenarrable, que rechaza todo intento de definición. Quizás consciente –incluso víctima– de esta limitación verbal, Duncan canalizó a través de la composición del unipersonal Mother el duelo por el deceso de sus dos niños en un accidente automovilístico absurdo. «Mi danza se encontraba dormida hacía siglos y mi pena la despertó» escribió en sus memorias. A lo largo de tres episodios, Manivel recrea –y de esta manera analiza– la coreografía que la bailarina estadounidense diseñó en 1921. Un relato gira en torno a la preparación teórica y física de una joven danseuse (interpretada por la parisina Agathe Bonitzer); el otro aborda los ensayos de una niña con síndrome de Down y su maestra (las también francesas Manon Carpentier y Marika Rizzi); el último capítulo se centra en el impacto que esa segunda representación causa en una espectadora mayor de edad (la coreógrafa jamaiquina Elsa Wolliaston). La elección de tres protagonistas tan diversas le rinde tributo a la máxima duncaniana «Cualquiera puede y debe bailar; es bueno para el cuerpo y para el alma». Por otra parte, esta decisión narrativa ilustra la envergadura de un dolor que conmueve a todo ser humano, sin distinción de edad, y la capacidad de Mother a la hora de expresarlo. Por si la categoría cinematográfica de Danza filmada existiera, vale aclarar que Los hijos de Isadora la desborda mientras cruza permanentemente la frontera entre ficción y documental. Si hubiera que etiquetar el film de Manivel, podríamos imprimirle el sustantivo Ensayo y calificarlo como una aproximación sensible al duelo más temido y lacerante, y a la vez como un justo homenaje a la Maestra Duncan.