La película ganadora del mayor premio del festival es un thriller psicológico, estilizado y ambicioso que pretende esclarecer la relación entre un arte demostrativo y la imaginación a la cual recurre. En el comienzo, Berberian Sound Studio fascina por su maestría formal, por su atmósfera claustrofóbica y por todo lo que nos revela sobre las técnicas sonoras. Un ingeniero de sonido británico viaja Roma para trabajar en una película de terror. Peter Strickland no muestra una sola imagen de la película que se sonoriza ante nuestros ojos. El director nos pone del lado del pequeño inglés, un gnomo marrón, tímido y contenido, que arregla las voces pero le molesta lo que ve en la pantalla. Gilderoy pasa sus días y sus noches agitado por las imágenes gore y los gritos de mujeres asesinadas mientras es maltratado por unos italianos altos, delgados y coloridos que llevan el aislamiento más allá de su exigua cabina de sonido.
Durante la primera hora, el terror subyacente contamina de a poco la mente frágil del técnico que comienza a perder estabilidad, atormentado por sus recuerdos, miedos y deseos. Pero más allá de un trabajo sonoro y fotográfico preciso, el deslizamiento del protagonista hacia la locura es demasiado progresivo, controlado y repetitivo. Repentinamente, como si el director sintiese que el dispositivo se agota, la película gira hacia un delirio lyncheano con un desdoblamiento de personalidad. Gilderoy se convierte en un personaje de su propia película y el protagonista ya no distingue entre sueño y realidad (el espectador tampoco). A partir de ese momento, las idas y vueltas entre los sucesos reales y las pesadillas hacen que el ejercicio de estilo resulte más evidente y las muletas narrativas se vuelvan un poco molestas.