Un descenso a la locura “all’italiana”
El segundo largometraje del cineasta británico desintegra con resultados notables el ethos del cine de horror italiano de los años ’70, con la historia de un sonidista a cargo del audio de un film que comienza a ser dominado por la ficción dentro la ficción.
Casi dos años después de su estreno mundial y a un año del paso por la competencia oficial del Bafici (donde obtuvo el premio mayor en la selección internacional), llega finalmente a las pantallas locales el segundo largometraje del británico Peter Strickland, luego de su ópera prima, Katalin Varga. Si aquélla subvertía de manera radical (y resultados heterogéneos) la típica estructura del film de violación y venganza, Berberian Sound Studio desintegra de manera más extrema aún (y resultados notables) el ethos del giallo en particular y del cine de horror italiano de los años ’70 en general. Pero no se trata, de ninguna manera, de “una de terror”. Y no es el único film reciente que vuelve, entre el homenaje vintage y la parodia seria, al peculiar mundo del horror all’italiana, cruza de policial de investigación (donde la identidad del asesino permanece oculta hasta el final del relato), sangrientas escenas de crimen, un estilo que va del pop al neogótico y la posibilidad (nunca la obligatoriedad) de que se sumen al potaje ciertos elementos fantásticos. La dupla franco-belga-italiana integrada por Hélène Cattet y Bruno Forzani, por caso, viene abordando el territorio del giallo de una manera casi fetichista en films como Amer y L’étrange couleur des larmes de ton corps, films que pudieron verse en sendas ediciones del Festival de Mar del Plata.
Pero Berberian Sound Studio es otra clase de animal cinematográfico. Ni siquiera es un film de género. El descenso a la locura –por vía de la paranoia– de su protagonista remite a films clásicos como Blow Up y La conversación, aunque aquí la cinefilia entendida a partir de su etimología (es decir, como patología) pone al espectador a tirar los dados en un juego entre lúdico, reflexivo y perverso. Gilderoy, un ingeniero de sonido inglés –extremadamente británico en su moral, sus modos e incluso su forma de vestir– viaja a Roma para hacerse cargo del doblaje y la mezcla de audio de lo que parece un film fantástico bastante pretencioso, un relato de época centrado en la persecución, tortura y asesinato de mujeres acusadas de brujería (todo un género de moda en el cine europeo, allá por fines de los ’60).
Precisamente, una de las mejores líneas de diálogo del film es la respuesta de Giancarlo Santini, el autor de la película dentro de la ficción, ante la expresión “nunca trabajé en una de terror”, proferida por Gilderoy con cándida franqueza. Pero el espectador nunca tendrá una idea cabal de cómo se ve The Equestrian Vortex, ya que Berberian Sound Studio no muestra ni una sola de sus imágenes, con la excepción de su secuencia de títulos. Sí se escuchan muchos de sus sonidos: cuchilladas, golpes y gritos. Gritos y más gritos, todos ellos proferidos por anónimas scream queens, auténticas reinas del doblaje. Las únicas imágenes explícitas que pueden verse en la película tienen como objeto de la violencia física a las más diversas frutas y verduras: lechugas, sandías, tomates son rebanados, aplastados y triturados por los técnicos de audio para lograr ese sonido que, por convención, se asemeje a la mutilación de la carne humana en pantalla.
Toby Jones, ese eterno actor secundario, es el encargado de darle vida al protagonista, un personaje retraído, inmerso en su mundo de sonidos, cintas y aparatos electrónicos, y es sin dudas uno de los pilares centrales del éxito del film. Perdido en la traducción de las conversaciones cotidianas con sus empleadores y compañeros de trabajo, un tanto sorprendido por las diferencias culturales, el sonidista comienza a ser dominado (¿poseído?) por la ficción dentro la ficción, por el universo sonoro que es, al fin y al cabo, su propia creación. Al mismo tiempo, Berberian Sound Studio va enrareciéndose, tornándose más exuberante y provocadora, por momentos lynchiana, haciendo de las entrañas de una pantalla de cine el imposible útero del eterno doppelgänger. Reflexión sobre el proceso de creación cinematográfico y homenaje indirecto a una manera de hacer cine ya extinta, el de Peter Strickland es uno de los títulos más originales y estimulantes del cine británico de los últimos años.