Una película miedosa
En su crítica sobre Tan cerca como pueda, Mex Faliero señalaba cómo sólo gracias a las gacetillas, las sinopsis y las explicaciones de los directores podemos llegar a tener una mínima idea de lo que películas como esa nos quieren decir, porque ante lo que estamos es frente a obras con un gran miedo a narrar o con anécdotas en extremo pequeñas, que pretenden salir a flote con la típica prepotencia filosófica que siempre es bien recibida en los circuitos intelectuales y festivaleros. Bueno, la crítica argentina a veces desempeña un papel similar a las gacetillas: uno tiene que usarlas como manual de instrucciones para seguir las pistas de lo que quieren transmitir determinados films que hacen de lo críptico un concepto supuestamente atrayente, cuando en verdad es todo lo contrario. Mucho de esto sucede con Berberian Sound Studio, ganadora de la competencia internacional de la edición del BAFICI del año pasado.
Se han dicho muchas cosas sobre la segunda película de Peter Strickland: que no es tanto un film de terror sino sobre cómo se construye un film de terror; que sus climas remiten al cine de Michael Powell, David Lynch o Brian De Palma; que hace recordar a clásicos como Blow up o La conversación; que es un gran homenaje a diversos exponentes del giallo, como Darío Argento, Mario Bava o Lucio Fulci; que es una lúcida reflexión sobre una manera de hacer cine ya extinta; y un largo, larguísimo etcétera. Pero lo cierto es que esta historia centrada en Gilderoy (Toby Jones), un ingeniero de sonido británico, tímido y hasta algo ingenuo, que en los setenta es contratado para trabajar en un estudio en Roma, en el doblaje y la mezcla de audio de una ambiciosa película sobre la persecución y asesinato de mujeres acusadas de brujería, y que va siendo absorbido por la ficción dentro de la ficción, hasta no distinguir entre los diversos planos de la realidad, tiene poco y nada de lo antes mencionado.
Berberian Sound Studio es en verdad una película para leer acerca de ella, no para verla. No hay climas inquietantes y/o desestabilizadores, no hay un conflicto explotado al máximo de su potencial y la virtud inicial de apostar al poder del sonido de los gritos, los cortes, los crujidos o puñaladas, quedando las imágenes de la película en fuera de campo, termina convirtiéndose en defecto mayúsculo: hasta dan ganas de pedirle a Strickland que muestre algo, que no sea cobarde y nos permita ver la sangre y las tripas, la materia orgánica que compone las imágenes. Pero no, el realizador es tan pero tan sutil, tan invocador, tan intelectual a la hora de abordar el contacto con un género que se cimentó a partir de la exhibición extrema de los cuerpos, que elige quedarse concentrado en el rostro y la mirada de Gilderoy, y al espectador al final no le queda nada para observar. Pero nada en serio, porque eso que está ausente jamás consigue hacerse presente a través de su ausencia. No hay elementos, personajes, una narración, un relato palpable al cual aferrarse. Así, el film no tiene algo realmente cinematográfico que ofrecer, excepto un conjunto de timoratas reflexiones.
Frente a tanto fuego de artificio por una película irrelevante como Berberian Sound Studio, que pretende hablar sobre determinados miedos pero a la hora de los bifes es muy miedosa, me permito recordar que John Carpenter -por citar apenas un ejemplo- viene trabajando la cuestión de la mirada o los cruces entre la realidad y la ficción desde hace un rato largo. Y no tiene miedo de mostrar, de tirarnos las imágenes por la cabeza cuando realmente hace falta, porque sabe que en ciertos momentos el fuera de campo es sólo una forma de huida. Para muestra, vean Cigarette burns o En la boca del miedo, dos obras tan valientes como aterradoras. Ese es el miedo que necesitamos, el que se hace cargo de verdad de lo que quiere contar. Aprendé de ese director Strickland, no seas miedoso.