Si comparamos a Taking Woodstock con otra película de Ang Lee, Brokeback Mountain, sin duda una de sus películas más celebradas, podríamos decir que a Lee le gusta construir retratos particulares de la historia y la sociedad americanas. Claro que la filmografía de Ang Lee es tan heterogénea que, si bien se podría establecer un vínculo entre ambas, la pluralidad de géneros y estilos que recorre toda su carrera se contradice en principio con la posibilidad de establecer conexiones entre algunas de sus películas. Pese a ello, si el director de películas como Hulk o El tigre y el dragón dirige dos dramas tan distintos pero con una visión personal de mundos ya transitados anteriormente por el cine, la relación parecería estar servida en bandeja.
Y la realidad es que no es tan así. Mientras que Brokeback Mountain se caracterizaba por una sencillez narrativa que reducía al mínimo su promocionada condición de película polémica, en Taking Woodstock cohabitan tantas historias como géneros en el cine de Ang Lee. Volviendo a las similitudes, en ambas estamos ante personajes que, en determinado momento y por circunstancias opuestas, consiguen liberarse de los preconceptos y las ataduras morales. En Brokeback Mountain, se da a través del vínculo de dos hombres que comparten trabajo en una zona alejada de la urbe, en una época no menos espinosa para este tipo de relación. En Taking Woodstock seguimos estando lejos de la ciudad, pero la circunstancia que se desarrolla, el legendario festival de Woodstock, con la aparición de la sociedad hippie, es la escena propicia para que el joven Elliot, quien por esas casualidades se convierte en el facilitador de ese festival al organizar la zona en la que se ha criado para tal evento, consiga liberarse de las cadenas que lo atan a la mentalidad conservadora de su familia.
Se mencionó aquí que en Taking Woodstock conviven varias historias. Por un lado, la cámara prácticamente no se aleja de Elliot, siguiéndolo desde su agobiante rol de sostén de su familia y de la zona donde se encuentra el motel regenteado por sus padres, hasta que se asume como un joven y comienza lentamente a compartir las experiencias liberadoras de los hippies que se acercan al festival. Por otro lado, el hecho de que Ang Lee le dé la espalda al escenario de Woodstock (la mejor decisión de Lee en toda la película es hablar de Woodstock sin recrear las míticas performances que allí se sucedieron), centrándose en la revolución cultural que se gestó a su alrededor, hace que cobre protagonismo una extensa galería de personajes sumamente particulares, como el grupo teatral que vive en el granero, el joven organizador del festival, el guardia de seguridad travestido (un sorprendente Liev Schreiber, que no bromea demasiado con lo absurdo de su personaje), los mafiosos que llegan para presionar a los comerciantes, los vecinos del lugar (especialmente el encarnado por Eugene Levy), y una larga fila de jóvenes con las hormonas revueltas y bastante marihuana encima. En medio de todo ese tumulto de personas e historias particulares, a quienes Lee les dedica particularmente un espacio nada desdeñable, la imagen protagónica de Elliot se diluye hasta mostrarlo como a un mero testigo de semejante fenómeno que, ocasionalmente, en las escenas más potentes del film, aprende a rebelarse de los mandatos parentales (especialmente de una madre judía demandante y dominante, estupendamente interpretada por Imelda Staunton, acompañada por un marido que se somete a todas sus decisiones), a la vez que se anima a abrir las puertas de la percepción, probando todo lo que está a su alcance. La simpleza con la que se narran los “viajes” de Elliot contrasta finalmente con el inútil revés dramático que toma la historia con sus padres, haciendo que ambos aspectos no termine de fusionarse coherentemente en el trayecto evolutivo de Elliot.
¿Pero cuál es realmente la película que quiso contar Ang Lee? ¿Es la historia del heterogéneo grupo de asistentes a Woodstock? ¿Es la radiografía de una época y de un acontecimiento muy particular? ¿Es acaso el conflicto familiar de Elliot? ¿O es su extraña convivencia con una horda de jóvenes desprejuiciados? Taking Woodstock podría haber sido todo eso en una película que supiera narrar todo con una mayor solidez, unificando esos elementos sin perder de vista el trayecto del personaje de Elliot. La permanente pantalla dividida pobremente empleada por Lee para mostrar diversos puntos de vista del acontecimiento, no ayuda a una feliz cohesión de todos los elementos. En sus mejores pasajes, Taking Woodstock es un retrato sencillo, encantador y desbordante de felicidad del instante en el que una parte de la sociedad americana decide liberarse. En los peores, un drama familiar contado con cierto desgano, que no termina de cuajar con la radiografía social de ese instante. En su necesidad de que todos los aspectos puedan caber en una sola historia, Lee apela a un medio tono supuestamente unificador, pero que justamente va a contramano de lo que parece promover. Cuando vemos a Elliot comenzar a alucinar por las drogas, es cuando más se nota las consecuencias de ese medio tono propuesto por Ang Lee, que por un lado habla de la condición liberadora de los alucinógenos, pero que no se atreve a una liberación real de la escena, a la posibilidad de viajar junto con el personaje. Allí es cuando queda claro que la simpleza y la calidez del tono propuesto por Ang Lee sirve para un retrato encantador de una época de libertad, pero es una barrera infranqueable a la hora de captar el verdadero poder que tiene esa liberación en el personaje. Algo parecido ocurría con Brokeback Mountain, donde también predominaba un medio tono que lavaba extremadamente la polémica historia de amor entre los dos hombres. Indudablemente, es para celebrar esta mirada original de aquel viejo y mítico Woodstock, no así la suma de elementos que reducen el potencial que tenía la historia del joven protagonista.