Alejandro Amenábar es un director que realmente admiro, pero cada vez me voy convenciendo más que esa admiración se debe a sus dos primeras y sorprendentes películas. Tesis y Abre los ojos fueron dos thrillers que lo colocaron en boca de todos, el material ideal para el lanzamiento hollywoodense que tuvo con la remake de su segunda película (remake anémica, pese a estar dirigida por Cameron Crowe y protagonizada por Tom Cruise) y con su tercer film como director, Los otros, protagonizada por Nicole Kidman, una película más lúgubre y con menos nervio cinematográfico (y mucha menos sorpresa) que las anteriores. Después volvió a España para realizar un drama como Mar adentro, que, lauros aparte, lo mostró como un director maduro, definitivamente alejado de sus primeros y consagratorios filmes, y en este, su quinto largometraje, se ocupó de acentuar su afición al cine americano, entregando una película costosísima (50 millones de Euros, la producción más cara del cine español, un dato que se veía venir de un realizador como Amenábar) que se viste de peplum americano clásico, sin poseer la energía que requiere este género. Ágora narra la vida de Hipatia, una mujer que sufrió la tortura de haber concebido teorías astronómicas demasiado adelantadas para su época, y de haber vivido en un tiempo y un lugar convulsionados por una terrible guerra de credos. La historia daba para un film fascinante, a lo que Amenábar responde con una superproducción que no teme exponer su fastuosidad, y que brilla sólo por los aspectos externos. El problema principal es que la historia le sirve de excusa a Amenábar para adentrarse en un universo de temas y conflictos (la lucha entre cristianos y paganos, el amor que sienten por Hipatia Orestes, futuro prefecto de Alejandría, y Davo, esclavo que luego se une a los cristianos, los elementos de la cultura greco egipcia que se reunen en la legendaria Biblioteca de Alejandría, las revolucionarias teorías astronómicas de Hipatia, etcétera), que deberían estar atravesados por la figura de Hipatia, pero terminan por opacarla. Amenábar intenta que Hipatia sea el hilo conductor del relato, pero son tantos los temas que aparecen, que no termina de saber cuál de ellos privilegiar, y este despliegue atenta contra la evolución del propio personaje. De ese modo, asistimos a un peplum hecho y derecho, clara excusa para un discurso a favor de la convivencia entre distintos credos, que evoluciona hacia un agnosticismo puro, ponderando la vocación científica del personaje y tomando a las religiones como la cuna de fanatismos capaces de colisionar y destruir, a su paso, la historia y la cultura de los pueblos. Pero también nos toca presenciar un drama romántico por partida doble, en uno de esos guiños alla americana que suelen ser el quiste recurrente de cualquier aventura histórica (si hay algo insoportable de esas producciones, es cuando se ven obligadas a imbricar el conflicto grupal con el individual, y para efectuar esto no se les ocurre otra cosa que recurrir a algún amor complejo, no correspondido, o a alguna de esas variantes tradicionales, que poco tienen que ver con el trasfondo histórico y sólo existen para lograr una empatía forzada entre personaje y espectador). En el medio de estos dos extremos está Hipatia y una convincente Rachel Weisz, quien se toma muy en serio su personaje, y permite que el tono épico se sostenga, aún pese a sus múltiples subtramas y al quiebre en dos del relato, otro elemento que poco ayuda a la cohesión del film. Se sabe que Amenábar se ha deglutido el módelo americano, y que sus obras son muestras cabales del talento de un realizador coherente con su afición a este módelo de géneros. En todas sus producciones ha sabido exponer su perfeccionismo técnico y su solidez narrativa, pero aquí se ha indigestado en el denodado esfuerzo por hacer que su film dispare en múltiples direcciones sin dejar de presumir su importancia. Son tantas las direcciones y tanta la necesidad de imprimirle importancia al film, que en el medio ha quedado la pulsión y la energía que ostentaban sus primeras películas, la esencia que lo supo posicionar como el niño mimado del cine español, a fuerza de acoplarse con astucia y vigor al modelo americano. Vigor que aquí brilla por su ausencia, o ha sido sepultado entre tanta pompa y tanta tela para cortar. Ante un film grandilocuente y pesado como Ágora, sólo queda la ilusión de que Amenábar vuelva a ser el joven prodigio y vital que supo ser en sus comienzos.
Si tuviese que valorar esta película en función de las risas que me despertó, diría que es una de las mejores comedias de los últimos años. Lo concreto es que me reí como hacía mucho no me reía con una película, y aunque esto no es un dato menor, hay que ponerlo en la balanza junto con la enorme cantidad de situaciones grotescas o burdas que se dan cita, y que hacen derrapar la unidad cómica del film, llevándola hacia el lado del humor más estúpido. Estamos ante otra película de hombres solos que deciden enloquecer por última vez, como The hangover, o alguna que otra de Adam Sandler o de algunos de los ex Saturday Night Live (podríamos hacer un recuento de las comedias últimas que plantean esto, pero nos llevaría todo el espacio de la crítica). Sin ir más lejos, la próxima en estrenarse, Grown ups, va por el mismo camino. En este caso, la fórmula está apoyada en un John Cusack felizmente volcado a la comedia (con mayor tendencia al descalabro que en High fidelity, escrita y producida por el director de ésta) y en dos actores que ya brillaban desde papeles secundarios (Rob Corddry en The Heartbreak Kid, I Now Pronounce You Chuck & Larry, Blades of Glory y What Happens in Vegas, Craig Robinson en Knocked Up, Walk Hard, Pineapple Express, Zack and Miri Make a Porno y Miss March), y que ahora se dan el lujo de coprotagonizar junto con Cusack, un actor que entiende el talento de ambos y sabe colocarse a la par de ellos. Adam (Cusack) y Nick (Robinson) deciden dejar por un instante sus vidas en crisis y ayudar a Lou (Corddry), que, supuestamente, se quiso suicidar. Los tres viajan junto con el sobrino de Adam, Jacob (Clark Duke, otro gran secundario, pero de la última camada de actores, recientemente visto en Kick Ass), quien es, a todas luces, el más cuerdo de los cuatro. La idea del viaje es volver a un hotel en el que estuvieron veinte años atrás, cuando vivían plenamente felices, y este viaje termina, insólitamente, en un regreso al pasado, por el efecto de una gaseosa rusa sobre el jacuzzi de la habitación. Más allá del cúmulo de gags que hacen alusión al desmadre de los muchachotes, llevados por Lou, el más inmaduro de todos, y de muchos chistes un tanto misóginos (las chicas son el elemento utilitario de turno, se muestra que aquella época eran jóvenes, lindas y se acostaban con ellos), la película resulta una clara celebración de la década del ochenta, con sus excentricidades, su sensualidad, su vestuario de moda, y su humor, bastante chato pero fresco. No es casual, dado este homenaje, que aparezca Chevy Chase, un avejentado integrante de la camada de cómicos más famosos de aquella década, cuya carrera, a diferencia de las de muchos, quedó anclada en esos años. Chase es una suerte de fantasma que intenta reparar el jacuzzi, pero sólo consigue demorar más el regreso de los cuatro. Si el planteo en concreto ya presenta un elemento tan delirante como afín a los desequilibrados excesos del grupo, cuando la película se acerca a las resoluciones de gags más disparatadas es cuando consigue arrancar más risas, pese a su tendencia a lo escatológico, que por momentos hace que nos preguntemos cuál es la razón que los llevó a caer en esos chistes. No se trata de una mera preferencia por el absurdo antes que por el mal gusto, sino de cuál es el humor que mejor le cabe a la propuesta. Si los excesos del cuarteto habilitan el delirio, la naturaleza simplona y grotesca de los que llevan adelante la acción impulsa el humor más facilista de la película. Una mera elección entre uno o el otro hubiera definido mejor el estilo cómico, que aquí se inclina por ambas vertientes. Tal vez el aspecto que más se le puede achacar a la película, es la necesidad de resolver las vidas de todos con una vuelta de tuerca más inverosímil que el propio planteo. Algo curioso, dado que esa suerte de deus ex machina ocurre una vez que regresan de los ochenta. Pese a este giro sumamente facilista, y aceptable sólo dentro de los códigos más básicos del humor de esta comedia, nos encontramos con una película tan sencilla como radiante, aún en sus aspectos más bajos, y que se beneficia ampliamente por las formidables actuaciones de Rob Corddry y Craig Robinson, y por la fresca pintura de la década del ochenta, servida en bandeja a los propósitos cómicos de la propuesta. De todas maneras, a nivel integral, no llega al nivel de solidez de The hangover y, ya que estamos, un coqueteo referencial con Volver al futuro no hubiera venido nada mal.
Sería un error analizar esta película como una biografía de Benito Mussolini, el hombre que marcó a fuego el destino de una Italia sometida a sus designios. No pretende serlo en ningún momento, aunque todo el relato se articula en torno al poder de dominación de su figura. Tampoco se utiliza aquí su condición de figura histórica para un argumento meramente anecdótico, pese a que la focalización en la mujer que nunca reconoció podría dar lugar a tal suposición. Estamos ante una poderosa reflexión sobre el poder y la locura, en manos de un cineasta notable. El experimentado y comprometido realizador Marco Bellocchio, que nunca dejó de reflexionar sobre la historia política de su país (aunque no llegó a tener la trascendencia internacional que tuvieron contemporáneos suyos como Bertolucci) se centra en la tragedia de Ida Dalser, mujer que amó a Mussolini cuando éste aún militaba en las filas socialistas y se encontraba lejos de detentar el poder. En aquella época, Ida le entregó por amor todos sus bienes, y al quedar embarazada, fue rapidamente desechada por Mussolini, quien ya comenzaba a cimentar su carrera hacia el alto mando. La aguerrida personalidad de Ida no le servía a un Mussolini cuyo ego le impedía contar con gente de su mismo carácter y prefería rodearse de gente dócil. Tal vez sea esa la razón que lo llevó a cerrarle la puerta a Ida y a su vástago. La verdad no la sabremos, pero Bellocchio no se extiende con suposiciones, no aprovecha el relato para darle más espacio a la figura de Mussolini que lo estrictamente necesario para narrar la vida de una persona cuyo destino fue escrito por el dictador. Ida pasó su vida buscando el reconocimiento del hombre que amaba y admiraba irracionalmente, y cuanto más se desesperaba por lograr que Mussolini la reconozca, más ira despertaba en el Duce, quien determinó la separación de madre e hijo y el posterior confinamiento de ambos en neuropsiquiátricos. Bellocchio nos muestra a una mujer que fue víctima directa de Mussolini y a su vez, víctima de sus propias acciones absurdas, guiadas por un amor ciego al padre de su hijo. También se detiene en un chico que pasa de la rebeldía de aquel que es privado del amor materno a la imitación descontrolada de aquel al llegar a la adultez, mofándose de su rídicula pero seductora gestualidad. Para esta pintura trágica, tanto de la vida de Ida y Benito Albino (el hijo) como de una Italia a punto de sumergirse en su momento más crítico, Bellocchio apela en los primeros minutos a la reconstrucción de ese amor, acentuando la pasión que sentía Ida, frente al egocentrismo y el desprecio de Mussolini. Una vez que el dictador se desprende de ella, comenzamos a verlo únicamente a través de material de archivo formidablemente seleccionado, enfatizando el dolor de una mujer que comienza a ser silenciada de todas las maneras posibles, hasta que su psiquis es puesta en jaque debido a este tortuoso accionar. La maravillosa actuación de Giovanna Mezzogiorno, que transita por todos los estados posibles sin dejar de destacar el profundo amor que Ida sentía por el Duce y el dolor que le produjo su traición, es el pilar fundamental de un film que se desarrolla a fuerza de una estética que privilegia la estridencia visual y sonora (la excelsa música de Carlo Crivelli, aunque por momentos llega a resultar algo irritante). Sin perder el foco de lo que narra, Bellocchio se sirve de la trama y de la época que describe, para empaparla con elementos propios del futurismo y con un diálogo permanente con el cine y sus potencialidades (tanto en el empleo del material de archivo, como en las proyecciones donde se producen combates ideológicos o en la fuerza de la proyección de The kid, de Chaplin, para describir la desolación que siente Ida por la pérdida de su hijo). Otro punto fundamental de este relato es la forma en la que exhibe el rol de la Iglesia frente al gobierno fascista. Desde el silencio y la indiferencia de las monjas que “cuidan” a Ida, hasta la forma en la que Mussolini pasa del ateísmo a tomar a la Iglesia como uno de los pilares para el fortalecimiento de su imperio. No es casual que la película comience con un mitín socialista en el que Mussolini, en un gesto de rebeldía, intenta probar la no existencia de Dios, o que en un momento se escuche la noticia de la constitución de la Ciudad del Vaticano durante su mandato. Bellocchio demuestra, con estos elementos, que no teme polemizar. Aunque sabe que su film no se centra en este aspecto, lo toma como un elemento vital de su reflexión sobre lo que implicó el fascismo para la sociedad italiana. Vincere es un film contundente, de pasiones desatadas y tragedias desmedidas. Tal vez sin el brillo y la perfección de otros films de Bellocchio o de relatos históricos de calibre similar (un poco por apelar a una megalomanía similar a la del propio Duce), pero sólido en su exposición de una mujer que pierde su vida por amor al hombre que representa el poder fuera de los límites de la cámara. Tal vez el retrato ficcional de Mussolini en el poder podría haber disminuido el peso gigantesco que le aporta al relato de la tragedia de Ida Dalser las imágenes de archivo de quien fuera el amor de su vida, y su cruel verdugo.
El grueso de las mujeres miran este tipo de películas con suma conciencia de los clichés que siempre se dan cita, pero vaya a saber uno por qué, finalmente, entran en la lógica de la protagonista y, pocas veces, falta la respuesta emotiva. Esto es algo que es muy difícil que entendamos nosotros, los hombres, que si notamos los hilos y las costuras de la trama, poco lugar queda para la empatía con los personajes. Esto viene a cuento de que la película, protagonizada por Amy Adams, es previsible desde el minuto uno, tomando un elemento accesorio (el año bisiesto del título original) como excusa para pretender generar sorpresa con una reversión de los roles en la situación de pedido de compromiso. Como las comedias románticas suelen proponernos siempre el mismo esquema, desde la primera escena sabemos que su novio no la merece y que no tardará en conocer a alguien mejor, y ese saber está apoyado incluso en la comparación del futuro prometido de la chica con el muchacho que aparece en el afiche (básicamente, si aparece otro muchacho con ella, es porque ese será su interés romántico). Al comienzo de la película, Anna (Adams) se cruza con su padre y supone que su novio está preparando una cena de compromiso, a lo cual su padre le dice que tuvo suerte de no terminar repitiendo la vieja tradición irlandesa de viajar a ese país el 29 de febrero, con el fin de pedirle matrimonio a él. Este disparador, que viene a poner en escena todo lo que veremos a continuación, es la excusa para poner a John Lithgow en la piel del padre, un actor que merece papeles mucho mejores antes que caer en roles utilitarios como éste. Acto siguiente, y luego de haber sido defraudada por un novio que no le pide casamiento, Anna viaja a Dublín para encontrarse con él y cumplir con la tradición de los años bisiestos. Lo que sigue a continuación es un periplo en el que pasa de todo, incluyendo obstáculos climáticos y todo lo que podemos encontrar en una comedia romántica de una mujer que viaja a un país que no conoce, y choca con un mundo social y culturalmente distinto al de ella. Como podemos imaginar, se encuentra con un muchacho que nada tiene que ver con ella y que la termina enamorando. Algunos elementos resultan graciosos (Adams sabe cómo acercarse a la comedia física), otros mínimos elementos desperdigados en la historia resultan convenientemente sorprendentes, o al menos generan giros poco habituales, pero el resto se ciñe a los principios rectores de la comedia romántica, de tal modo que en prácticamente toda la película podemos augurar lo que ocurrirá en la escena siguiente. Este mal, que aqueja a prácticamente todas las comedias románticas americanas, manifiesta el agotamiento de un género que debería partir de situaciones y de personajes más creíbles, para contar nuevas historias, buceando en las pocas comedias románticas que sí logran esquivar los clichés del género, a fuerza de personajes potentes y de giros tan sorpresivos como propios del devenir de estos personajes. El problema está en que los hacedores del cine americano no entienden esta grave enfermedad del género, o no les importa, porque, a fin de cuentas, las mujeres pueden conocer desde el principio todo lo que sucederá en la película y aún así terminar emocionándose. De todas maneras, sería interesante que los productores se den cuenta de que todas las comedias románticas últimas se parecen tanto entre sí, que están hipotecando un modelo de películas que aún tiene mucho para dar, en cuanto comience a reinventarse y deje de simbolizar el agotamiento de ideas de toda una industria.
Frente a un cine americano acostumbrado a ofrecernos películas en las que se refuerzan a más no poder las aristas dramáticas, Sólo ellos se muestra como un pequeño exponente, cuyo interés progresa en la medida en que toma distancia del espesor dramático que la origina. Scott Hicks, el director de dramas consagrados (Shine), y cintas destinadas a la taquilla fácil (Sin reservas), regresa a su Australia natal, aunque con factura americana, producción de Miramax, y protagónico a cargo de Clive Owen, para narrarnos el drama de un hombre que, a partir de su prematura viudez, debe reelaborar el vínculo con sus hijos. Si obviamos el breve trayecto golpebajista de los primeros minutos del film, cuando asistimos a la agonía de la mujer de Joe, el resto transita por los carriles de un drama escrito sin estridencias y con mucha capacidad de reflexión, atada a la progresión narrativa clásica, pero centrándose en un relato genuino y honesto sobre la construcción de la paternidad, cuando este rol debe hacer frente a la crisis que deviene de una tragedia capaz de desmoronar la idea de familia sostenida hasta ese momento. Joe no sólo debe lidiar con su pequeño hijo, que recibe el duro golpe de perder a su madre, sino que encuentra en esa etapa crítica de su vida, el momento ideal para reconciliarse con el hijo mayor, fruto de un matrimonio anterior que se destruyó cuando Joe decidió mudarse de país, cambiar de vida y formar una nueva familia, producto del embarazo de su amante. Es natural que se plantee cierta celosía de Harry, el hijo mayor, para con Artie, el menor, porque el nacimiento del segundo determinó que el padre abandonara al primero. Afortunadamente, la película no intenta potenciar la eventual disputa entre ambos. Uno puede encontrar claros indicios de ese enfrentamiento, pero el cariño que Artie le demuestra de entrada a su hermano, permite que este conflicto evolucione dignamente, hasta desembocar en la aceptación, el mutuo afecto y el surgimiento de un nuevo esquema familiar. Clive Owen encuentra en su personaje la manera de exponernos una faceta casi desconocida de su ductilidad interpretativa. El padre que compone no posee más subrayados emotivos que los necesarios, y le aporta la justa dosis de drama para que resulte creíble desde el minuto uno, sorprendiendo a un público acostumbrado a verlo en su perfil de héroe americano. Naturalmente, podemos enumerar varios elementos o concesiones innecesarias del film, como la interacción permanente de Joe con su mujer, como si estuviera viva, uno de los mayores clichés de este tipo de películas. Otro aspecto es el desenlace excesivamente previsible, que contrasta con la naturalidad de la evolución dramática del film. Si bien el desarrollo se dirige a ese desenlace, podría haberse planteado de otro modo, de manera que no resulte tan obvio. En este apartado también podríamos mencionar el apunte romántico, que aparece sólo para articular un pequeño conflicto adicional entre Joe y sus hijos, y termina disolviéndose rápidamente (aunque la naturaleza del vínculo se plantea de manera original y el final poco feliz ayuda a que Joe se replantee su erróneo accionar). Pero estos elementos no opacan un drama correcto, genuino en el planteo de los conflictos que atraviesa el protagonista, y en ese sentido, mucho más honesto que muchos dramas familiares americanos. Luego de Sin reservas, un drama con sucesión de golpes bajos y desarrollo romántico superficial, Scott Hicks, sin ser un director de renombre o con una filmografía con signos autorales, ha vuelto a tomar el rumbo de los buenos dramas, lo que no es poco.
Debo comenzar diciendo que Kick Ass me gustó mucho. No sólo me gustó sino que me parece de los pocos films americanos que realmente tienen la capacidad de sorprender y aportar una brisa de aire fresco a la extensa lista de estrenos americanos, que navegan entre el refrito mediocre, la fórmula genérica mediocre, las comedias (de malas a excelentes) y el cine de animación, que viene sorprendiendo desde hace ya muchos años. Esta afirmación inicial responde a la polarización que ha habido en la crítica en torno a esta película. Desde su condena por lo políticamente incorrecto de algunas situaciones y personajes, los elogios en otro sector por ese mismo motivo (aunque con el reparo de que no es todo lo oscura e incorrecta que debería ser), y los que simplemente la disfrutaron. Yo pude disfrutarla como un espectador más, porque el vehículo es lo que prima, antes que su contenido más o menos incorrecto. Debo decir que no me pareció moralmente reprobable, como señalaron varios críticos (busquen la crítica de Roger Ebert y verán). Habiendo leído, antes de ver la película, lo que escribió Ebert, esperaba un lenguaje más soez por parte de la niña, y es fácil entender el tándem padre enloquecido-hija vengativa como una sátira descarada del fascismo habitual en la sociedad americana (muchos de los que objetaron el lenguaje de Hit Girl seguramente no se escandalizan ante el cúmulo de thrillers que celebran la justicia por mano propia). La realidad es que cualquier crítica a favor o en contra de los aspectos más violentos del film parecería quedar anulada frente a un vehículo de entretenimiento que combina hábilmente acción con comedia satírica de espíritu independiente. Naturalmente, los elementos están y es imposible analizar la película sin considerar estos aspectos, pero el conjunto aprovecha estos aspectos sin detenerse demasiado en estos, ni para generar polémica, ni para erigir un discurso crítico del fascismo americano. Diría que la película se queda a medio camino con la oscuridad que siembra a través de la educación que le brinda Damon Mcready (Nicolas Cage en plan desatado, en la línea del personaje que encarnó en la última de Herzog, pero sin drogas de por medio) a su hija. No es reprobable que la película celebre esa educación, porque la entiende como una evidente ironía, en la línea irónica que sostiene el cómic al hacer su lectura de la realidad. Quizás lo que se le puede objetar es que no vaya más allá de la mera celebración, por el simple hecho de que esta línea argumental es secundaria. Y ahí es donde podemos encontrar lo más criticable de este film. El protagonista, el joven Dave Lizewski, se ampara en la angustia adolescente y en el hecho de que su vida carece de emoción, para antojársele disfrazarse de superhéroe y patrullar las calles. Simplemente se pregunta por qué un superhéroe debe tener traumas que lo vuelven un ser vengativo o debe poseer fuerzas sobrenaturales para calzarse un disfraz y hacer el bien. Está claro que lo que lo lleva a animarse a jugar al superhéroe es su necesidad de probar su coraje ante situaciones límite, como también está claro que su figura de adolescente perdedor es la misma que se repite hasta el hartazgo en la comedia americana, preferentemente en la comedia indie, aunque aquí el personaje no posee elementos que justifiquen realmente que sea un joven invisible para el sexo opuesto y que posea todos los karmas de los jóvenes que peor transitan la adolescencia (hasta sus amigos tienen aspecto de ser más perdedores que él, y parecen transitarla con menos angustia, o por lo menos, sin ideas tan estrafalarias como ingenuas). En esta realidad paralela de niños y adolescentes tomando el lugar de los superhéroes que no existen en la vida real, con toda la carga autoconsciente que conlleva esa lectura del cómic, a Dave Lizewski lo acompañan en la aventura, la mencionada Hit Girl/Mindy Mcready y Chris D’Amico, quien se viste de Red Mist (Bruma Roja) y es una suerte de némesis de Dave, un joven obsesionado con conocer y proteger los intereses de su mafioso padre. La premisa que sostiene Dave a la hora de calzarse la vestimenta de superhéroe (y por ende, la premisa inicial del film), se contradice con el perfil de los dos jóvenes que construyen, como él, una doble identidad. Lo curioso es que el protagonismo de Dave/Kick Ass carece de sustento frente a la naturaleza de Mindy/Hit Girl, más ligada a la construcción psicológica de un superhéroe tradicional, y a la mucho más contundente personificación de adolescente perdedor de Christopher Mintz-Plasse como Chris D’Amico/Red Mist. El otro elemento discutible es que la película ironiza permanentemente sobre la naturaleza de los superhéroes, pero al darle mayor peso en la última parte a Hit Girl y a Red Mist, sumado a la acción de las secuencias finales, la película termina adoptando la forma de una adaptación de cómic con superhéroes tradicionales, dejando de lado la idea de parodia de este esquema que dispara la trama. Frente al cúmulo de adaptaciones de comics que vemos en el cine americano actual, Kick Ass logra sorprendernos gratamente, aún con sus fallas y sus indecisiones, hábilmente enmascaradas en un vehículo que funciona y entretiene desde el minuto uno. De todas maneras, una película protagonizada por Hit Girl o por Red Mist sería mucho más interesante.
La primera pregunta que cabe hacerse es cuál es el motivo de reflotar uno de los emblemas del cine de terror clásico. Se me ocurren dos motivos esenciales: El homenaje a aquella saga iniciada por el film de 1941 protagonizado por Lon Chaney, o el mero refrito destinado a reabrir una franquicia. Si el logo de Universal oportunamente adaptado en clave homenaje (no sólo a aquel cine de terror, sino a los inicios del estudio) podía augurar lo primero, el desarrollo de la película nos señala que el único motivo posible es el segundo. ¿De qué otro modo deberíamos considerar a un film que intenta lograr una cohesión entre el drama con tintes netamente shakespearianos y el cine de terror con pincelazos de gore? Esta remake de El hombre lobo no es otra cosa que esto, una película que todo el tiempo intenta navegar en dos aguas aparentemente opuestas, dejando como resultado un tanque tan gigante como carente de orificios por los cuales respirar. No estamos afirmando que no se pueda hacer un film de terror con una esencia argumental cercana a Hamlet, pero para Joe Johnston (un realizador en cuyo prontuario, totalmente alejado de las aristas de este film, figuran Cariño, he encogido a los niños, Jumanji y Jurassic Park III) esta mezcla pesa muchísimo. A tal punto pesa que la película no parece decidirse entre el duelo padre-hijo (lejos lo mejor, con dos actores imponentes, Hopkins y Del Toro), el culebrón con una mujer debatiéndose entre dos hermanos, y el terror, de la mano del monstruo del título. Y como la película no se decide, vemos simplemente un argumento que se desarrolla bajo un ritmo pesadísimo, y con un esforzado intento por equilibrar todos los condimentos sin que se note la diferencia de peso y de valor entre ellos. De El hombre lobo esperaríamos una película capaz de asustarnos, y si esto pudiese sostenerse, no nos molestaría que se pretenda construir un relato con un potente duelo de personajes y de interpretaciones. Todo lo contrario, sentiríamos que se le ha encontrado un condimento especial a este producto. Pero al privilegiar la pesadez y la gravedad del conjunto, no hay espacio ni siquiera para que nos asustemos, aún con toda la sangre que corre. Para replantear un relato del cine clásico es necesario potenciar su efecto, y no hablamos del poder de los efectos especiales de la actualidad, sino de renovar la reacción que el film original provocó en los espectadores. De otro modo nos encontramos con productos como éste, excesivamente solemnes, prácticamente nulos en su concepción del terror y sólo mínimamente interesante en la constitución de sus personajes. El telón de fondo, una oscuridad que no mete miedo ni ilumina nuestra imaginación, simplemente una oscuridad que domina la trama y duplica su pesadez. La decepción está en que, detrás de esa oscuridad, no sólo no hay nada nuevo bajo el Sol, sino que lo que hay es una mera apuesta a reflotar uno de esos clásicos que jamás lograrán volver a meter miedo como la primera vez.
El director argentino Daniel Burman, pasó de la contundente “trilogía de los Ariel” (con protagonista en proceso madurativo, inmerso en la comunidad judía de Buenos Aires y con evidentes ribetes autobiográficos) a El nido vacío, un término medio entre la comedia dramática familiar más universal y la que sólo Burman podía concebir. Ahora, con su siguiente película, Dos hermanos, se desprende definitivamente de su experiencia o de su fantasía personal (estaba claro con la anterior que Burman imaginaba, desde su primera paternidad, cómo se reconstruye el sujeto una vez que los hijos se van de la casa) para pasar a un film familiar con el que toda la gente mayor pudiera identificarse. Al ver la película, está claro que Burman es un agudo observador de las personas, con todas sus virtudes y sus miserias. Burman sabe encontrar en la gente aquello que le sirve para sus relatos y sus personajes. En este caso ha logrado componer dos caracteres diametralmente diferentes y enfrentarlos en una pieza que encuentra en el ejercicio de poder de un personaje hacia el otro (de Susana hacia Marcos), la punta del ovillo de un conflicto familiar que, conforme se desarrolla la trama, se irá resolviendo. El otro aspecto esencial del trabajo de Burman se encuentra, naturalmente, en la dirección de actores. Si en el caso de El nido vacío se valió de una dupla con una historia de pareja televisiva que quedó grabada en la memoria de los argentinos, en Dos hermanos trabaja con dos nombres fuertes de la cultura nacional, Graciela Borges, una de las pocas estrellas, sino la única, del cine argentino de los sesenta que aún se encuentra en actividad, y Antonio Gasalla, con amplísima trayectoria como cómico televisivo y teatral, y prácticamente ningún personaje en cine capaz de exponer su talento. Burman los emplea en dos personajes que captan lo mejor de uno y de otro, y salvo algunos mohines graciosos, es difícil encontrar, principalmente en Marcos, el germen de los papeles habituales de Gasalla en sus comedias. Cuando vemos Dos hermanos, especialmente los argentinos, que conocemos de sobra a estos dos actores, conseguimos despegarnos de Borges y Gasalla y ver en ellos a Susana y a Marcos. Este trabajo compositivo se vale más de un elaborado perfil de personajes que de una trama capaz de sostenerlos y enfrentarlos con habilidad. Burman logra exponer el conflicto pero éste finalmente se desluce en su desarrollo, con muchas escenas que resienten la trama y algunas disgresiones que intentan darle un respiro al enfrentamiento entre la mitómana y dominante Susana y el triste y apocado Marcos, pero que se encuentran desconectados de los personajes. Ejemplos de esto son la escena en la que Marcos comienza a robar comida de una recepción, un momento gracioso pero que no se sostiene ni muestra una faceta del personaje que luego se retome, o el musical con los créditos finales. Cuando Burman insertó un musical en El nido vacío lo hizo amparándose en una fantasía del protagonista, en Dos hermanos esta escena divorciada de la película (no podría decirse que pertenezca a ella, porque aparece como un mero condimento de los créditos) sólo parece mostrar el interés del director por el musical, algo raro en un director que no se caracterizó nunca por colocar escenas alejadas de la naturaleza de sus personajes. Lo que puede deducirse es que Burman intentó, y por momentos logró, conectarse con las preocupaciones y los reencuentros afectivos en el mundo de la tercera edad, pero en muchos momentos la extensión de un conflicto que se deshilacha a medida que transcurre la trama, hasta resolverse por algún recuerdo pequeño reelaborado en el presente, demuestran que Burman está lejos de poder identificarse con esos personajes, y comprender su naturaleza a través de esa identificación. La edad, en este caso, le ha jugado en contra, y es por eso que ha condimentado la película con escenas que no encuentran asidero dentro del conflicto y de los personajes. Curiosamente (o no tan curiosamente, dados los nombres que protagonizan y la fuerte campaña promocional), esta película sorprendió en taquilla en su estreno local, y probablemente haya sido el mayor éxito de Burman en salas argentinas. Conociendo la dedicación y el empeño que Burman le pone a sus obras, es muy probable que no se quede con lo que le dictan las cifras y entienda que esta propuesta exhibe más fallas en su construcción que sus anteriores filmes, principalmente aquellos más cercanos a la experiencia de vida del realizador, que a diferencia de Dos hermanos, ostentaban con orgullo su potente autenticidad.
En épocas donde Hollywood inunda las pantallas del mundo con relatos apocalípticos o postapocalípticos (los últimos se destacan cuanto menos explican las causas del fin del mundo y más se adentran en la descripción del terreno salvaje que sobrevivió al Apocalipsis), otra película del estilo llega a nuestras pantallas para obtener el título del film apocalíptico más intrascendente de los últimos tiempos: Legion. La película dirigida por el especialista en efectos especiales Scott Stewart, debutante en la dirección, nos acerca una versión del fin del mundo que mezcla iconografía cristiana con zombies, sin que esa mezcla decante o esté basada en un planteo paródico. Todo lo contrario, Legion suma sin sentido a medida que avanza la trama, y ese sin sentido contrasta con la carga de solemnidad que le han querido dar al asunto. Al parecer, quienes han estrado detrás de esta producción desconocen los mejores ejemplos de films apocalípticos, o los han ignorado de cuajo, como así también parecería que desconocen los films de George Romero, el máximo exponente del cine de zombies. La primera pregunta que cabe hacerse es a quién se le ha ocurrido mezclar la iconografía religiosa del fin del mundo con los “no muertos”. Es verdad que el cine de zombies suele poner en escena una humanidad en crisis absoluta, pero de ahí a que algo bueno pueda salir de la mezcla de este componente terrorífico con un fin del mundo representado por ángeles vengativos y un ángel rebelde que se apiada de los supervivientes, hay un larguísimo trecho. Paul Bettany hace lo que puede, enfrentándose a un planteo dramático que opaca por completo su talento interpretativo, mientras que Dennis Quaid es de los pocos que asumen el espíritu clase b del film (Quaid ya se siente un abonado de este tipo de producciones). Es una lástima que Stewart no asuma en la puesta en escena el desprejuicio propio del cine clase b, y crea que está ante algo serio. Como podemos imaginar, los efectos especiales y las escenas de terror son los elementos más destactados de esta película, que argumentalmente carece de una base que justifique cinematográficamente el híbrido entre el fantástico religioso y el terror, y al apelar a un relato excesivamente solemne e insufriblemente pretencioso, desmerece las pocas virtudes de un producto ya de por sí débil y, sólo por momentos, entretenido.
Shawn Levy, director de comedias infantiles y familiares, intenta ajustarse al tipo de comedia que acostumbran realizar Steve Carell y Tina Fey. Sin embargo, al momento de la ejecución, ambos actores terminan presos de un guión que les da poco lugar para la comicidad, en un enredo previsible y reproducido hasta el hartazgo, que le abre el espacio a lo policial, pero que nunca consigue traducir lo disparatado del enredo en algo propiamente cómico. La combinación protagónica inédita daba lugar a la esperanza. El comediante cinematográfico del momento y una de las actrices y guionistas más deslumbrantes de la comedia televisiva actual, el protagonista de la remake americana de The office, y la creadora y cabeza de reparto de 30 Rock, otra exitosa serie televisiva. Con Steve Carell ya no hace falta probar nada, y a Tina Fey la hemos visto actuando y hasta escribiendo comedia para cine. Bastaba ver si entre ellos había química suficiente y si el guión que les tocaba interpretar los merecía. Date night nos muestra que les sobra química, pero han hecho lo posible con un material que se vale excesivamente de sus rostros desencajados para generar muy pocas risas. Desde el enredo que genera el vuelco hacia el policial (la pareja protagónica, harta de la rutina familiar, se hace pasar por otra para conseguir lugar en un restaurant de moda, y son confundidos por unos matones que buscan a la pareja en cuestión), no hay mucho, salvo un par de gags y, especialmente, la interacción de la pareja con el personaje de playboy que interpreta Mark Wahlberg, que nos pueda hacer recordar que esto se trata de una comedia. Y aunque la trama avanza sin problemas, atenta en los tiempos a la fórmula de lo que una comedia policial debería entregarnos, las situaciones que describe no generan la risa esperada, y hacen falta muchos más gags para que podamos considerarla una comedia hecha y derecha. Mientras tanto, tenemos a Carell y a Fey, que con sus respectivas caras de susto intentan, y por momentos logran, ocultarnos la falta de comicidad de esta supuesta comedia, acompañados por un elenco efectivo (el mencionado papel de Wahlberg, la pareja interpretada por Mila Kunis y James Franco, que merece muchas más escenas que las que tienen, y Ray Liotta, por enésima vez en su típico rol de mafioso) pero que no alcanza para hacer de esta película una comedia policial equilibrada, con su necesaria dosis de humor, sumada a la acción que no le falta.