En los albores del nuevo siglo se estrenó “Final Fantasy” (2001), proveyendo un resultado final en pantalla algo similar al que ofrecería un lustro después “Beowulf” (2006), criatura de animación del inquieto Robert Zemeckis, quién ya había incursionado en dicho terreno con “El Expreso Polar” (2000), haciendo uso de la técnica de animación de captura en pantalla (motion capture o motion tracking) a la que vuelve a recurrir en la reciente “Bienvenidos a Marwen” (2018).
Algunos especialistas sostienen que este sistema fílmico -que regenera los movimientos humanos a la absoluta perfección- hace peligrar el cine de ficción actual como es concebido, mientras otros lo validan como una posibilidad más dentro del inmenso abanico creativo de nuestros días. Agotado en sus formatos y haciendo frente a una realidad cada vez más fragmentaria y vertiginosa, el artificio cinematográfico finisecular hizo frente a la irrupción del cine animado masificado, a lo largo de las últimas décadas.
Pensado como el futuro del lenguaje, aquella irrupción del avance tecnológico desenfrenado hacía pensar del próximo prescindir del factor humano en pantalla, ausente en casi su totalidad en el citado film de Hironobu Sakaguchi, modelo de un cine actual falto de historias de carne y hueso, cada vez más abundante en la cartelera cinematográfica. Robert Zemeckis, quien tres décadas antes de esta incursión ya se había aventurado en otra técnica como la mixtura de actores de carne y hueso y personajes animados en “¿Quién engañó a Roger Rabbit?” (1989), es un director con solvencia y un profesional comprometido con la industria.
Aquí, muestra una vez más su eficacia artesana para construir este tipo de relatos al servicio del andamiaje hollywoodense. Aparato cinematográfico al que Zemeckis contribuyó con films tan característicos como “Volver al Futuro” (1985), “La Muerte le Sienta Bien” (1992), “Forrest Gump” (1994) y “Contacto” (1997). En “Bienvenidos a Marwen” se pone de manifiesto, por enésima vez, el eterno dilema de forma y contenido. Terrenos en donde el medio conspira contra la idea y el vehículo tecnológico deja de ser un mero pasaporte del soporte narrativo para convertirse en el eje del relato.
En la presente ocasión, presenciamos la fusión de un relato que pretende mostrarse sensible con la técnica de animación como instrumento que vehiculiza (sin total uniformidad a lo largo de las diferentes instancias que propone) las inquietudes personales de un auténtico ingeniero visual. Zemeckis nos narra la historia de un hombre traumatizado por su trágica soledad (el siempre inmenso Steve Carell), a través de una metáfora sobre el auto-descubrimiento existencial que deparará resultados dispares.
Un obsceno despliegue de recursos visuales puede ofrecer ciertas escenas logradas cuando integra los diferentes niveles que componen la lúdica representación de los mundos de fantasía de su protagonista (el arte y la invención como representación de la propia superación), mientras otros pasajes exacerban el lirismo (una historia de amor improbable como articulación emocional del relato) o la ridícula colección de muñecas (rozando el fetiche) carente de sustento y equilibrio. Como resultante, la historia de auto-superación queda notoriamente relegada dentro del pastiche argumental propuesto por Zemeckis.
En las anteriores incursiones en el cine de animación del cineasta nativo de Chicago, la meticulosa creación de un medio ambiente artificial y la potencia empleada en los efectos especiales -sin descuidar nunca la dignidad de la historia ni la conexión del espectador con los personajes-, hacían tomar dimensión de esta valiosa herramienta, sabiendo que allí radicaba el secreto de su éxito, sin cargar sobre sí el pulso del relato. Lo fundamental de su empleo reside en que el film no dependa del artificio para validar su incursión tecnológica como fin último.
Diatribas aparte acerca de la implementación técnica de este recurso animado, es innegable el presente desprendimiento del factor humano que se evidencia en el cine mainstream, donde la herramienta tecnológica sostiene la forma apropiándose del contenido y desvirtuando al cine en su esencia como arte. Incursiones como “Bienvenidos a Marwen” cambian, radicalmente, la perspectiva de “imagen” y “mirada” que actualmente se posa sobre el espectador y su rol dentro de la industria, en comparación con concepciones más tradicionalistas.
No obstante, en este presente contrastado, una simple pantalla de cine ofrece la capacidad creativa en su máxima expresión mediante el instrumento tecnológico, visible en el producto que ha puesto el director ante nuestros ojos. Aunque aquí, la discursividad, caricaturice literalmente la propuesta: criaturas pequeñas dan ideas forzadas. Este arquetipo nos coloca, como realizadores, críticos y espectadores, en un lugar de recepción de superrealidad, propio del eclecticismo del relato posmoderno.