En el amor y el arte a veces se triunfa con las mentiras.
Es la historia real de un recordado fraude: En los años 50 y 60, los pintores Margaret y Walter Keane tuvieron un éxito enorme con cuadros que representaban niños de grandes ojos. La autora era Margaret, pero los firmaba Walter, su marido, porque, él tipo era muy hábil para el marketing y ella algo sometida. Cuando Margaret quiso revelar la verdad -suele suceder- la gente muchas veces se quedó con la copia y le creyó más a la mentira. Una historia fascinante que el estilizado cine de Tim Burton no consigue aprovechar. Burton no es el mejor para hacer biopic. Se mueve mejor entre lo tétrico y lo extravagante. Lo suyo, en sus mejores versiones, es evanescente y cautivante. Por eso el tono de falso cuento de hadas no le cae bien a esta meditación sobre el poder y las falsificaciones, un relato que usa el arte y el amor para hablarnos mentiras, sueños y despersonalizaciones. Hay exageraciones en el trazo de un Walter más desorbitado que tenebroso y una impronta de comedia que le quita fuerza a una historia llena de matices, con colores y zonas oscuras y con esos ojos grandes que a su dueña no la dejaban ver. Detrás de su tono ligero, hay pinceladas sobre el machismo, los prejuicios de aquellos años y la búsqueda de identidad de una mujer falseada que en principio renunció a ser ella. La historia interesa, pero se vuelve cada vez menos rigurosa. En el amor y en el arte –nos insinúa Burtom- a veces se triunfa con la mentira.