Los ojos del artista
Sin la imaginería de las anteriores, ‘Big Eyes’ es una de las películas más personales de Tim Burton en mucho tiempo.
La segunda mitad de la filmografía de Tim Burton (la correspondiente a este siglo XXI) carece de la brillantez y la coherencia que tiene la primera mitad. Burton alternó algunas bastante buenas (Sweeney Todd: El barbero demoníaco de la calle Fleet, Frankenweenie) con otras realmente inmirables (El planeta de los simios, Alicia en el país de las maravillas), pero seamos honestos, ni las mejores les pisan los talones a obras maestras como Beetlejuice, El joven manos de tijeras o Ed Wood.
Big Eyes: Retratos de una mentira sin dudas pertence al grupo de las “bastante buenas” con el plus de una Amy Adams extraordinaria y un tema personal que la emparenta con la que quizás sea su mejor película: Ed Wood. Me refiero al kitsch en el arte, la naturaleza del artista, el deseo de trascender y el ego. Además de que, claro, comparte guionistas: Scott Alexander y Larry Karaszewski, que dicho sea de paso están escribiendo American Crime Story, una miniserie sobre el caso de OJ Simpson que será uno de los estrenos fuertes de la televisión el año que viene.
Big Eyes también está basada en un caso real. Margaret Keane pintaba a fines de los años cincuenta unos cuadros con un estilo muy particular: chicos abandonados con grandes ojos tristes. Separada de su marido en una época en la que eso no era muy común, y con una hija, conoció a Walter Keane y se casó enseguida. Walter era un charlatán, un seductor que pronto logró que los cuadros de Margaret se vendieran bien gracias a algunas jugarretas con la prensa y su habilidad de relacionista público. Pero engatusó a su mujer para que dijeran que los cuadros los había pintado él. Así el matrimonio se hizo millonario: ella pintaba a escondidas los cuadros -a escondidas, incluso, de su hija- y él desplegaba sus dotes de vendedor y satisfacía su ego.
La película abre con una cita de Andy Warhol: “Creo que lo que hizo Keane es espectacular. Tiene que ser bueno. Si fuera malo, no le gustaría a tanta gente.” Ese es uno de los temas de la película: el arte bastardo despreciado por los críticos y galeristas (Terence Stamp y Jason Schwartzman, respectivamente) pero que la gente ama. Walter pronto se da cuenta de que tienen más posibilidades de vender muchas reproducciones baratas en los supermercados que cuadros originales en las galerías de arte, innovando de alguna manera en el mercado de ese momento.
Por un lado, la historia personal, en la que Amy Adams la rompe de verdad como una mujer sumisa pero no tonta, dócil como eran dóciles muchas mujeres en aquellos tiempos pero con el gen de la rebeldía latente. Y Christoph Waltz, un poco sacado, es el personaje más interesante: un farsante, un encantador de serpientes, un impostor que alcanza el pico de locura en la escena del juicio final. En esa escena, Burton pone de manifiesto su intención de esquivar el realismo y la solemnidad (alejándose de la sensiblería de El gran pez, por ejemplo) para zambullirse de lleno en el absurdo y la comedia, un absurdo que, por otra parte, complejiza al personaje de Waltz y lo transforma de un tipo violento y detestable, en un señor ridículo que merece algo de compasión. Una especie de movimiento inverso al que hizo Burton con Ed Wood.
Pero por otro lado está la historia del arte, con un puente entre la cita inicial de Warhol y los personajes del crítico y el galerista. Este, quizás, es el costado que apenas se insinúa y que me hubiera gustado ver desarrollado. Sabemos que Burton también dibuja y que es fanático de la obra de Keane, sabemos que su propio arte es en cierta forma plebeyo -aunque ya estamos en el siglo XXI, nadie o casi nadie piensa como Jason Schwartzman en la película- y sabemos que hay en Keane una ruptura sobre todo en la distribución de su material (ruptura que le debe, hay que decirlo, a Walter, y quizás por eso hacia el final se termina perdonando a un personaje tan monstruoso).
Sin dudas Tim Burton ya no está en su mejor forma y por momentos corre el peligro de caer en el papelón, pero Big Eyes es una de sus películas más personales en mucho tiempo y aunque no tiene la imaginería de Frankenweenie o Sombras tenebrosas -aunque algo hay- es una muestra de que Burton sigue vivo y creando.