The show must go on
Tim Burton lleva unos cuántos años intentando reencontrarse a sí mismo, algo que había logrado después de sus últimos traspiés (Alicia en el país de las maravillas y Sombras tenebrosas) con Frankenweenie, ese hermoso altillo de juguetes donde la fantasía y la imaginación se dan un tierno beso en blanco y negro. Las primeras imágenes de su última creación remiten a un motivo visual omnipresente en su filmografía: la producción industrial en serie, ya sea de galletas en forma de corazón (El joven manos de tijera), chocolates de todas las formas, consistencias y colores que un niño pueda imaginarse (Charlie y la fábrica de chocolate) o los pastelitos de Mrs. Lovett (Sweeney Todd). En esta ocasión, se trata de reproducciones de Margaret Keane y sus niños con ojos tan grandes y redondos como perfectos panqueques. La mala noticia es que el cine de Burton también se ha convertido –estos últimos años– en una producción en serie, una galería interminable de estereotipos grotescos y cansinos en sus reiteradas apariciones. Una de las cuestiones más evidentes de Big Eyes es la ausencia de los actores fetiches de Burton. Acá no está Johnny Depp, pero está Christoph Waltz, por momentos tan teatral como verdaderamente terrorífico, aunque no se trate más que de otra versión de un personaje que tranquilamente podría haber sido interpretado por el actor mimado de Burton.
La buena noticia es que veinte años después de Ed Wood, el eterno científico loco recurre otra vez al biopic para reflexionar sobre la autoría y la creación. Su última película no es menos personal que Ed Wood, pero sí menos brillante. Muchísimo menos. No desde lo formal, un aspecto en el que se acerca al tono cromático de El gran pez o Marcianos al ataque, donde reflejaba el universo kitsch de los años 50. De hecho, al inicio nos muestra una pastelosa San Francisco de casas idénticas y bajitas con ecos del suburbio-maqueta representado en El joven manos de tijera. Lo que convierte a Big Eyes en una película tan desproporcionada como la fisionomía de los niños pintados por Keane es la incapacidad del director para contener a una fuerza de la naturaleza como Christoph Waltz –y la pantomima pasada de rosca del juicio final–, lo que provoca un gran desajuste en el tratamiento de los personajes. Margaret, la verdadera, tiene todo para convertirse en un personaje bigger than life en la pantalla grande, pero Burton conspira constantemente para hacerla pedazos. La construcción de su figura queda relegada de tal forma que los guionistas debieron recurrir a un diálogo que explicara por qué se dejó someter de esa manera por su marido durante tantos años, en vez de buscar la forma más cinematográfica para expresarlo: a través del personaje. Otra evidencia de la asimetría que presenta la película está dada por su oscilación entre picos muy altos (algunas escenas maravillosas de un surrealismo fuera de época, otras logran trasmitir emociones genuinas) y caídas libres. Es la película más esquizofrénica de Burton, desdoblándose continuamente en un estilo sobrio y distante versus uno lyncheano y emocionalmente desbordado. Sin embargo, la honestidad que presentaba Frankenweenie (quizás su mejor película) no ha vuelto a repetirse desde entonces. Quizás sea hora de que este Doctor Frankenstein encuentre una nueva criatura a la cual colocarle una galletita en forma de corazón para otorgarle la esencia que supo imprimirles a sus adorables monstruos; seres de infinitas aristas, rellenos de una ternura que cobra vida a veinticuatro cuadros por segundo.