Otra freak para la galería
En un envase más sencillo, el realizador de Charlie y la fábrica de chocolate vuelve a mostrar personajes ligeramente monstruosos y perturbadores. Aquí rescata la historia de la artista Margaret Keane y la relación con su malvado marido.
“Los ojos son el espejo del alma”, dice Margaret, como si nadie lo hubiera dicho nunca. Es verdad, es una de las frases hechas más hechas de la historia de la humanidad. Pero si además de reproducirla (la reproducción es todo un tema aquí, desde la propia secuencia de créditos) ella la pusiera en práctica, se ahorraría más de un disgusto. Así como sus ojos son crédulos y transparentes, los de Walter pasan del chispeo maníaco al carácter huidizo. Algo se adivina en ellos desde el momento mismo en que se conocen, en esa San Francisco modelo ’58 que parece París de la Belle Epoque, con los fondos enturbiados por una pátina impresionista.En el intento de venderle uno de sus Utrillos de segunda mano a un par de chicas ingenuas (o no tanto), Walter luce una remera a rayas que parece parte del vestuario de Gene Kelly en Un americano en París. Luce, sobre todo, una sonrisa tan ancha como la del Guasón en Batman (en la Batman de Tim Burton, claro). Margaret no es tonta y sabe que habría que desconfiar de esa dentadura de Guasón. Si no lo hace, es a su propio riesgo.Desde la mismísima La gran aventura de Pee-Wee, el de Tim Burton siempre fue un mundo de máscaras. Big Eyes, que en Argentina se estrena con el subtítulo Retratos de una mentira, no es la excepción. Pululan las mentiras, engaños e imposturas en Big Eyes. Que Walter Keane (encarnado por el constructor de caricaturas Christoph Waltz) sea el rey de los farsantes no quiere decir que el mundo del arte no lo sea también, con sus galeristas oportunistas (el del poco aprovechado Jason Schwartzman), críticos que se creen los dueños de la verdad pictórica (Terence Stamp, a quien Burton parece haberle dicho “Hacé lo tuyo”) y periodistas buscando vender y venderse (Danny Huston).Una confusión, un engaño y una trampa permiten que los cuadros de Margaret comiencen a “salir” como hotdogs. El público (¿el público estadounidense?) confunde al vendedor con el artista, y el vendedor aprovecha para convertir la confusión en engaño. Pero todavía falta una vuelta de tuerca que permite pasar de vender un cuadro a vender un montón, y esa vuelta de tuerca la da la trampa mediática de un escandalete de talk show amarillo. ¿Y Margaret, interpretada por la transparencia de Amy Adams, qué papel cumple en esta representación? Básicamente el mismo que una costurera boliviana en un taller clandestino de la zona de La Salada, cambiando la máquina de coser por el pincel. Ella es la que produce, trabajando a destajo en su casa-atelier, centenares de chicos todos iguales, de ojos grandes, redondos y tristes, con unas pupilas casi tan grandes como los propios ojos. Despojada de identidad por su propio marido, ella es un poco partícipe de esa sustitución. ¿Por qué, si no, firma sólo con el apellido del marido, “olvidando” poner su nombre?Por otra parte, y más allá de la bilis que esa usurpación le hace tragar, Margaret calla porque sabe que el que sabe vender es Walter. Y si para vender conviene mantener el equívoco, más vale no abrir la boca. Hasta que ya sea demasiado, claro. Otra idea quintaesencial del mundo Burton es, claro, la del freak o el monstruo, que en este caso aparecen disociados. La freak es Margaret, tal como lo era Ed Wood. No sólo por su condición de marginal al mundo consagrado del arte sino porque, como bien percibe Burton (ver entrevista), esos ojos “fuera de proporción” (Walter dixit) convierten a los pobres angelitos que Margaret inventa en seres de pesadilla. El gran monstruo es Walter, tal como desde un primer momento se insinúa y el derrumbe social, personal y económico deja aflorar en toda su condición. Incluyendo abuso familiar, violencia doméstica (notable el efecto de “desaparición” operado sobre la hija de Margaret) y su proyección payasesca, desplegada a pleno en la larga secuencia del juicio.A la inversa que las “películas de juicio”, en la que los tribunales funcionan como una arena de la verdad, aquí lo son de la mentira, el show caricaturesco, la mascarada desatada. Esta inversión recuerda que la relación entre Burton y el mainstream hollywoodense sigue siendo mucho más anómala de lo que últimamente se quiere ver. Se viene acusando al realizador de Beetlejuice de haberse convertido en copia vaciada de sus propios tics, al servicio de la gran producción y con su Alicia como epítome. Hay un efecto de contagio y generalización allí, ya que si bien eso sucede, notoriamente, en Alicia, no es el caso de sus restantes películas de la última década, en las que cierto efecto de repetición de la marca de fábrica Burton no es, a juicio de quien escribe, sinónimo de decadencia, entrega o terminación.Desde ya que es bienvenido que en Big Eyes el realizador de Charlie y la fábrica de chocolate trate sus temas de siempre en un envase más sencillito, más de entrecasa se diría. Limitado a la historia central y sin desarrollar las periféricas, pero en cualquier caso bien a salvo de la autoindulgencia decorativista que es, en el caso de Burton, el fantasma del que hay que cuidarse.