Si nos descuidamos por un segundo y no prestamos atención a los títulos de “Big Eyes” (2014), tal vez ni nos demos cuenta que estamos ante la última obra de Tim Burton. Por alguna extraña razón, el característico director de “Batman” (1989) y “El Joven Manos de Tijera” (Edward Scissorhands, 1990), entre otras tantas maravillas visuales que nos regaló, abandonó su estética gótica, sus personajes oscuros y truculentos y esas historias fantásticas que rebalsan su currículum para concentrarse en un drama de la vida real, tan común y desapercibido como un telefilm de sábado por la tarde.
La historia de Margaret Keane, sin dudas, supera la ficción, pero en manos de Burton podría haber sido un tanto más interesante desde lo visual y no sólo un drama “basado en hechos reales” con algunos toques de comedia, grandes actuaciones y una magnifica puesta en escena que resalta los coloridos años cincuenta y sesenta.
La cosa viene así. A finales de la década del cincuenta, Margaret (Amy Adams), una mujer bastante corajuda para la época, decide abandonar a su abusivo esposo y enfilar hacia San Francisco junto con su pequeña hija. Sola y sin un peso en el bolsillo, se abre camino por su cuenta y, de vez en cuando, saca a relucir su talento artístico vendiendo retratos en las plazas. Ahí conoce a Walter Keane (Christoph Waltz), otro artista bohemio que adquirió muchos de sus conocimientos paseándose por las callecitas de Francia.
La relación va viento en popa, el amor crece, así como las aspiraciones del pintor que, ante la negativa de las galerías de arte para exponer sus trabajos, prueba suerte con los de su nueva compañera. Las obras de niños tristes con ojos grandes de Marge pronto llaman la atención de los coleccionistas, los críticos y los curiosos que empiezan adquirir sus cuadros sin saber que hay una mujer detrás de todo esto.
Esa es la realidad, en aquella época las féminas sólo pertenecían al hogar, la cocina y el cuidado de los niños. Debían depender de sus esposos para absolutamente todo y jamás (al parecer) tener espíritu propio, mucho menos talento. Probablemente nadie hubiera comprado una de sus pinturas si Margaret se las hubiera ofrecido, así que de común acuerdo, Walter decide firmarlas con su apellido dando origen a una de las estafas artísticas más grandes de todos los tiempos.
La pareja contrajo matrimonio y así compartió el éxito y los dividendos de los “ojos grandes”. Walter tomó todo el crédito mientras que su esposa se encerraba a pintar durante horas para satisfacer las demandas cada vez mayores, sin percatarse de todo lo que estaba perdiendo con este “arreglo”.
Los Keane revolucionaron el arte en más de un sentido, no sólo desde lo artístico, sino desde la comercialización de las obras, cuya popularidad se extendió más allá de las galerías e inundó la vida cotidiana con sus reproducciones más económicas y sus imágenes pegadas a cuanto objeto se les ocurra.
La popularidad siguió creciendo, como la codicia de Walter, y cansada del temperamento y los abusos de su esposo, Margaret huyó Hawái y dio a conocer la verdad sobre la autoría de las obras, desatando un quilombo legal que sacudió a los medios de todo el mundo.
Hoy, Margaret Keane disfruta de sus logros, pero su lucha es la de muchas mujeres que tuvieron que superar los prejuicios y abrirse camino en un mundo dominado por la testosterona. Ese es uno de los puntos a favor de la película, el tratamiento de está era tan “machista” que en seguida fue absorbida por los desenfrenados años sesenta como si nunca hubiera pasado nada.
Burton triunfa desde la prolijísima reconstrucción de época, sus colores, sus texturas y su puesta en escena. La actuación, siempre genial e impecable de Amy Adams, se destaca mucho más que la previsibilidad del encanto/psicopatía de Waltz que parece no poder abandonar este tipo de personajes. Danny Huston, Krysten Ritter, Jason Schwartzman, Terence Stamp y Jon Polito completan un gran elenco, pero es el guión y la “simplicidad” de la historia de Scott Alexander y Larry Karaszewski lo que falla. No hay nada nuevo para ofrecer, y gran parte de lo que muestra aburre después de un rato, se vuelve monótono y reiterativo como los grandes ojos que nos miran desde la pantalla.