Yo no sé qué le has hecho a mis ojos, pero dejá de hacerlo
Hubo un tiempo (no sé si hermoso, después de todo eran los ’90) en el cual podía decirse que Tim Burton hacía -aunque no necesariamente buenas películas- films con una propuesta estética definida. Rápida y sagazmente se convirtió a sí mismo en una marca registrada, se empaquetó y se puso su propio moño de regalo para el consumo infanto-adolescente-joven adulto (si no, pregúntenle a los chicos que usaban todo el merchandising que encontraban de El Extraño Mundo de Jack si Burton es su director o su productor). Después, aún más velozmente, se transformó en su propia parodia. Lo cual es bastante irónico, si se considera que su filmografía se apoya fuertemente en elementos paródicos (como en Marte Ataca).
La consistencia narrativa nunca fue su mayor punto de interés. Su especialidad era la creación de momentos que en el sentido común se denominan icónicos, gracias a los ingeniosos elementos expresivos que utilizaba y su facilidad para amalgamarlos con sensibilidad pop, fuera Michael Keaton como un fantasma de dientes pútridos haciendo bailar The Banana Boat Song a un grupo de adultos insoportables o un joven Johnny Depp viendo la muerte de su creador, en una de las últimas apariciones de Vincent Price en el cine.
En cambio, en Big Eyes todo es planicie visual. No hay un sólo plano que proponga una relación espacial interesante entre sus intérpretes o entre éstos y los objetos que los rodean (y eso que es un film sobre, justamente, pinturas), como si a la estética plástica e involuntariamente grotesca que se le ha atribuido tanto al kitsch de los retratos producidos por la protagonista como a parte de la obra de Burton se hubiera mezclado con una tremenda insipidez.
La historia real de Margaret Ulbricht Keane (Amy Adams) parecía un buen punto de encuentro con, por un lado, la fijación de Burton en los outcasts, los excluidos, los distintos: a fines de los ’50 deja a su primer marido y se establece junto a su hija pequeña en San Francisco, donde sin experiencia laboral previa, y con todos los prejuicios en contra, empieza a trabajar en una fábrica pintando muebles y los fines de semana vende sus retratos. Entra Walter Keane (Christoph Waltz) a su vida, un colega pintor más interesado en la veta comercial que se salteó todo el debate de los últimos miles de años sobre qué es la representación y cuál es el valor social del arte, y la convence a Margaret de tenerlo como esposo y manager. Walter empieza a vender los retratos de niños bucólicos con ojos gigantes que pinta su mujer como si fueran panes calientes (sin ojos gigantes) y los transforma en uno de los más grandes fenómenos del siglo XX que cruzan al consumo masivo con la representación plástica y el pop, ganándose la admiración de, entre otros, Warhol, y la desaprobación de la mitad más uno de la comunidad artística. El gran detalle es que Walter los hace pasar por propios y la fuerza a Margaret a mantener el secreto a puerta cerrada (del estudio donde ella produce en cantidades casi industriales a los niñitos de mirada triste). El Keane impostor establece una división del trabajo en la que él se la pasa en fiestas, cocktails y dando entrevistas, mientras ella vive encerrada pintando. Así, una vez más Margaret queda excluida, esta vez de su propio éxito comercial.
La otra cuestión cercana a Burton es la que atraviesa a las pinturas de Keane en sí, que dispararon una disputa sobre si eran arte o no; y si, en tiempos de la resurrección de las vanguardias y el “todo es arte”, entra en juego el buen gusto. Lamentablemente, el director, a quien últimamente la crítica lo tiene a maltraer, encierra este eje al nivel meramente discursivo, en boca de un crítico pomposo interpretado por (quién más) Terence Stamp.
Del mismo modo, el guión de (los especialistas en biopics) Scott Alexander y Larry Karaszewski confina –como Walter a Margaret- la historia de su protagonista a una narrativa telefílmica de Lifetime, con todos los altibajos demarcados y en monótona sucesión: “¡soy una madre soltera que necesita dinero y no vendo nada!”, “¡conozco un hombre que no parece ser un cretino como el anterior!”, “¡logramos vender!”, “¡pero mi marido se toma todo el crédito!”, “¡somos un éxito!”, “¡pero yo vivo encerrada y maltratada!”, y así, sucesivamente hasta el momento en que la heroína finalmente deja de ser un ente arrastrado por las circunstancias y se plantea ante las injusticias que la rodean.
Amy Adams como siempre compone un buen retrato y es una de las pocas razones para mantener la atención hacia la pantalla, pero su Margaret queda reducida a un personaje sujeto tanto al azar diseñado por Burton como a su esposo. Waltz mantiene un registro bufonesco que va de vendedor de ilusiones baratas como un mago de circo a directamente un villano de vaudeville – mitad comic relief, mitad abusador- con su epítome en la secuencia del juicio Keane versus Keane.
Así como en sus últimas películas su licuadora pop pareciera haberse ido de revoluciones, desparramando menjunje en la pantalla, en Big Eyes, Burton pareciera jugar con la noción de la solemnidad como seriedad mal entendida de los dramas kitsch, sin darse cuenta que cae en la misma trampa. Y peor aún, que no le importa.