Veinte años después de su obra maestra, Ed Wood, Tim Burton vuelve a trabajar con los guionistas de dicha película y la excusa es nuevamente una biopic. No se trata del único paralelismo: también, en este caso, la protagonista en la cual se inspira la película es una artista menor y notablemente despreciada por la crítica. A diferencia de Ed Wood, donde resultaba fácil empatizar con el carismático perdedor compuesto por Johnny Depp, aquí el rol que cae en la piel de Amy Adams (impecable desde lo actoral, por cierto) redunda -desde el guión- en una previsible pose de víctima que conlleva a la débil manipulación.
La historia de Margaret Keane es curiosa y merecía ser contada: se trata de una gran estafa perpetrada por su marido, Walter, quien pasó de mero representante a ladrón de título, apropiándose del trabajo de su esposa. La excusa era simple y el engaño efectivo: de acuerdo a éste, “nadie compraría la obra de una mujer en un mundo de hombres”, por lo cual su razonamiento no es injusto sino apenas lógico.
Así, al menos, presentaba a su mujer él las cosas y ésta, débil e indefensa al principio, elegía tolerarlas.
Lo que comienza como un melodrama teñido de comedia negra concluye en un thriller judicial, cuando la autora demanda a su ahora ex-esposo por fraude. Burton concentra su cámara en un hilarante juzgado atónito ante lo absurdo del caso, y consigue en éste último tramo recuperar algo del interés que suponía en un principio el relato. Christoph Waltz tropieza con algunas exageraciones (es, sin dudas, un gran actor pero que necesita también de un gran director) y así el realizador de El Joven Manos de Tijeras y Beetlejuice cae en el mismo desdibujado grotesco en el estilo de la parte más reciente de su carrera.
Big Eyes no es el regreso en forma que muchos auguraban aunque claramente es un paso adelante tras notables decepciones como su versión de Alicia en el País de las Maravillas y Dark Shadows.