La nueva adaptación del Hombre Invisible no actualiza al clásico literario de sci-fi / terror de H. G. Wells meramente a través de mejores efectos especiales e interpretaciones (aunque, claro, eso también sucede), sino a través de la relevancia de su temática, que sirve como metáfora para hablar de horrores mucho más tangibles pero solo recientemente visibilizados. Sí, se trata de una adaptación feminista, pero que en ningún momento se queda en el mero oportunismo: El Hombre Invisible es un grito que sale del #MeToo y que aquí podría hacerlo desde el #NiUnaMenos, pero es el más sensato, inteligente y contundente de todos los que emergieron desde que el cine norteamericano prestó sus medios a la causa. Dicho de manera sencilla: la metáfora del horror hasta hace poco completamente invisibilizado, por más que dicho de esta manera pueda resultar un tanto obvia, es la más potente del montón. Gran parte de ello se debe a la hábil dirección de Leigh Whannell (Upgrade, Insidious: capítulo 3), pero sobre todo a la impecable interpretación de Elisabeth Moss, que compone a Cecilia, una treintañera presa de una relación tóxica, que escapa a la violencia (física y psicológica) de su pareja abusiva, pero no tarda en descubrir que un perverso controlador no abandona a su “presa” tan fácil. Rehén de un sistema patriarcal que elige no creerle a la víctima, o sencillamente la termina revictimizando, la protagonista padece el infierno de la mujer acosada, llegando a sufrir incluso un paralizante estado de agorafobia como secuela del trauma. Cuando sospecha que su ex, lejos de haber muerto como se le indica en un primer momento, está ahí presente con ella -y no solo en un sentido simbólico-, el martirio vuelve a decir presente de la manera más literal posible. El hombre invisible es una apuesta fuerte al género, que no se enreda en explicaciones fácticas en cuanto a sus aspectos más fantásticos. No es el punto: se entiende que el acoso existe, y que la historia merece ser contada por la víctima. Y, aunque por momentos no consigue escaparle del todo a ciertos clichés del terror, esa historia se cuenta aquí con sobrada fuerza y compromiso.
El Escándalo (Bombshell, en su título original) es todo lo oportunista que pretende ser, y eso no es en absoluto, y dada la relevancia de su temática, un problema. Por el contrario, su mayor debilidad es el tono light que adopta a la hora de indagar en la psicología de sus personajes reales, a la vez que elabora sus críticas desde una protagonista ficticia (“Kayla”, interpretada por Margot Robbie), cual amalgama de una sociedad corporativista -aquí en forma de medio hegemónico-, extremadamente misógina y patriarcal. Esto sirve para canalizar a través de la ficción una suma de vejaciones y humillaciones a la víctima, pero a la vez, para poner cierta distancia: sabemos que lo suyo es una metáfora, un símbolo, o una construcción, justo en una marea de historias reales que a menudo resultan tanto o más contundentes y, aludiendo al título en su traducción, “escandalosas” (o “explosivas”, si se remite al original en inglés). Todo sucede, para colmo, en un contexto de “precuela” al #MeToo de Hollywood, ya que esta historia real data de 2016, tiempo antes, incluso, del caso Harvey Weinstein, así como de el de Kevin Spacey y otras personalidades tristemente célebres de la farándula. Hoy, en 2020, posiblemente resulte más importante no tanto recordar un caso puntual (y así banalizar, aislando el tema a lo meramente anecdótico), pero de hacerlo conviene no desde lo particular sino desde una óptica concentrada en lo macro: el problema no es Fox News, el problema es el patriarcado (palabra que, por cierto, no se menciona siquiera una vez en la película). Jay Roach, otrora realizador de Los Fockers y Austin Powers (nobleza obliga: también director de Trumbo, una muy digna película también basada en personajes reales), concentra su mirada en solo un escándalo mediático, poniéndole rostro a un villano (el predador Roger Ailes, en una notable actuación de John Lithgow) que, lejos de representar un sistema machista, por momentos parece ser apenas la “manzana” podrida del árbol. Dicho en otros términos, Roach narra la rebelión de unas gacelas que se organizan contra un león, pero ignoran enteramente la cadena alimenticia. Este problema clave se puede observar con claridad en una malograda escena: cuando la periodista Gretchen Carlson (Nicole Kidman) se plantea cómo romper con los dilemas que la aquejan, un personaje secundario, más bien “extra”, la interpela en un supermercado preguntándole con qué autoridad moral puede hablar desde su puesto en la nefasta empresa. Su respuesta, que no adelantaremos aquí, no convence. Tampoco el argumento de “cambiar las cosas desde adentro”, que la dupla de hombres que aquí dirigen y escriben, parecen sugerir desde un gradual reformismo. Para colmo, subiéndose a un hashtag, que a esta altura se les deforma en #MeTooLittle, Too Late.
Underwater, tal su nombre original en inglés, llega con un título en español de esos que el espectador siente que ya ha visto mil veces (Terror en lo profundo -Shark Night-, Alerta en lo Profundo -Deep Blue Sea-, y un largo etcétera). Esto es culpa de los traductores, claro, y no del director. Pero lamentablemente una vez comenzada la película, esa sensación de “ya visto mil veces” queda y, ahí sí, la responsabilidad es total del autor. Amenaza en lo profundo inicia con una serie de planos que remiten lejanamente al Solaris de Tarkovski (vaya insulto), para luego explotar en acción y apostar por un suspenso/terror/acción que se estanca entre las obvias referencias al Alien de Ridley Scott y su multiplicación en los Aliens de James Cameron. La subvalorada Event Horizon también sobrevuela las referencias, mientras que, por su naturaleza submarina, el otro film que viene a la mente le pertenece de nuevo a Cameron: El abismo. Todas estas citas en forma de hipervínculo (roto) convierten a esta película de William Eubank (The Signal) en un ejercicio cinematográfico meramente aspiracional. Hay un poco de esto, un poco de aquello, y al final lo que queda es mucho de nada. Kristen Stewart, quien ha sabido ciertamente elegir mejor papeles en su historia relativamente reciente (véase, por ejemplo, Personal Shopper, de Olivier Assayas), aquí se muestra deslucida, sin ganas ni presencia, con un papel a cuestas que la obliga a imitar la Teniente Ripley, pero sin carisma ni interés alguno por su personaje. Lo poco que hay de argumento se limita a explicar que, tras excavar innecesariamente el fondo del mar, “algo se vio alterado” y aparecieron así una serie de “nuevas especies” (léase, “monstruos”) con hambre y sed de destrucción. Los tripulantes que quedan vivos en una estación submarina maltrecha deben lidiar con el horror, la tensión (inexistente del otro lado de la pantalla) y el misterio, mientras que el espectador por su lado debe hacerlo con el tedio, el mal humor y la frustración de ver una y mil veces lo mismo.
La mayor virtud de esta versión siniestra del clásico de los hermanos Grimm son sus aportes visuales (increíble dirección de fotografía, decorados y otros recursos estilísticos), al tiempo que el mayor defecto es su aspecto narrativo. Esto último, por supuesto, tira demasiado en contra a la hora de hacer llevadera una película que en sus escasos 87 minutos se siente lenta, pero lo primero al menos la salva del tedio, ya que Gretel y Hansel es lo más parecido a una serie de obras pictóricas (¿gótico americano, quizás?) en movimiento. Es una película que puede funcionar solo para los más fanáticos de las lúgubres historias de los Grimm (en su esencia original, sin la adulteración o, mejor dicho, infantilización post Siglo XX), o que tranquilamente resulta ideal para vender televisores HDR en una tienda de shopping, de esas por las que uno pasa y de reojo al ver nuevas tecnologías de la imagen piensa “¡Oh! ¡pero qué bonito!”. Sophia Lillis, la talentosa joven actriz que parece estar haciendo carrera en el género tras su participación en IT, encarna a esta versión un tanto más joven-adulta de Gretel con sobrado oficio y convicción. No es de sorprender que el peso de esta reversión de la historia caiga sobre ella, siendo que ya el título decide invertir el orden de los protagonistas del cuento original y, claro, hablar desde una perspectiva de empoderamiento femenino. Hay algunas lecturas sobre la maternidad, el rol que la sociedad impone a las mujeres como supuesto eslabón débil que debe limitarse a cuidar de lxs hijxs y algunos pasajes de humor oscuro que, sin embargo, no terminan de funcionar. Oz Perkins, quien anteriormente a este film realizó la discreta pero moderadamente exitosa Soy la cosa bonita que vive en la casa (I’m the pretty thing that lives in the house, Netflix, 2016), se regodea tanto en lo visual que se termina mareando. De manera similar, sus personajes prueban al comienzo de la película unos hongos que se ven muy bonitos pero que no sirven como buen alimento. Moraleja que el guión no supo predicar.
Decididamente no apta para espíritus cínicos, Un buen día en el vecindario es una feel good movie, de esas que no pretenden convencer a nadie de que un mundo mejor es posible, sino que verdaderamente existe, aunque sea de a ratos, y vale la pena luchar por él. Resulta más sencillo creerle estas enseñanzas a un personaje como Fred Rogers, conductor televisivo infantil de la vida real, figura de culto en los Estados Unidos, y alma caritativa incapaz de alimentarse en base a carne porque “no podría comer nada que haya tenido una madre. Que Tom Hanks, otro célebre “buen tipo” lo interpreta, claro que también ayuda. Un buen día en el Vecindario parte de apenas una anécdota en la vida de Rogers, que se remonta al momento en que un desconfiado y algo misántropo periodista, Lloyd Vogel (Matthew Rhys), comienza a desarrollar una nota sobre este “héroe” popular norteamericano para la revista Esquire. La narración rápidamente se concentra Vogel, y Rogers, aunque se mantiene como el eje central de este relato, pasa a un segundo plano. Un buen día… se transforma así en un drama familiar típico y harto conocido, que sin embargo brilla por algunas notables decisiones de la directora del film, Marielle Heller (Can you ever forgive me?). Esta experimenta con transiciones y recursos estilísticos propios del cine más indie, pero sin desconcentrar o resultar una experiencia demasiado excéntrica. La vida del verdadero Rogers encuentra en Hanks su reflejo, y aunque algunos pasajes por momentos se tornan un tanto obvios o aleccionadores, el resultado final de la obra de Heller es, si bien modesto, un bienvenido respiro entre tanto cinismo e historias de antihéroes rescatados.
El hijo comienza con lo que pronto se percibirá como una amenaza latente: un acto sexual mecánico y metódico, cuyo único propósito es llegar a la concepción. La pareja que busca el deseado hijo del título está compuesta por Lorenzo, un artista bohemio (Joaquín Furriel) y Sigrid, una bióloga escandinava (Heidi Toini). No parecen la clase de personas que podrían enamorarse, especialmente porque de los dos hay uno que claramente no comparte esa obsesión casi vanguardista de criar a una nueva persona bajo ciertos cánones experimentales. Lorenzo, comprenderemos pronto, ya es padre, aunque no puede ver a sus hijos por cuestiones legales. También tiene un pasado alcohólico, y estas dos cosas sumadas, se entiende, no presentan el mejor cuadro posible ante un conflicto familiar. Y el conflicto, claro, no tarda en llegar. De hecho, se presenta ya durante el parto mismo, al cual la figura paterna no puede acceder porque sucede en su propia casa y a puertas cerradas. Quien oficia de partera es una señora noruega que no habla una palabra de español, y que fue quien en su momento trajo al mundo a Sigrid. Así El Hijo comienza a coquetear con el suspenso y hasta el terror, entregando algunos pasajes dignos de un film de Roman Polanski al estilo de El Bebé de Rosemary o El Inquilino (la forma claustrofóbica con la que el director Sebastián Schindel juega con los espirales en la imagen resulta verdaderamente hipnótica). El único problema es que el film, concentrado en sus climas opresivos y la excelente interpretación de Furriel, se olvida por completo de ciertos aspectos de la caracterización de sus personajes. Fundamentalmente aquellos que explican el porqué de sus acciones. Si bien pequeñas sutilezas permiten esbozar teorías, los planes de Sigrid resultan una verdadera incógnita, y así se torna difícil comprenderla como antagonista de la historia. Posiblemente en su versión literaria, El Hijo, novela de Guillermo Martínez, ofrezca más respuestas.
En Jamás Llegarán a Viejos, la proeza de Peter Jackson no es haber simplemente podido restaurar imágenes de más de cien años para que hoy podamos conmemorar el pasado con otros ojos, sino más bien haber logrado lo más parecido a viajar en el tiempo: la Primera Guerra Mundial, por la precariedad del cine de la época, era más bien hasta ahora material de lectura. Si a eso le sumamos el anonimato de los soldados en batalla caídos injustamente en el olvido, poco es lo que conocíamos de la misma en cuanto a lo humano, limitando nuestra información a lo meramente descriptivo del conflicto. Pero como en las guerras no son los protagonistas quienes las orquestan sino los que las batallan, esta injusticia, con escasez de archivos y medios, se había agigantado. De ahí la importancia de la labor de Jackson: Jamás Llegarán a Viejos , como se anuncia desde el trailer, nos viene a despabilar en cuanto a que el primer gran conflicto bélico no fue en blanco y negro ni tampoco con cámara rápida (en verdad, un limitante técnico de la época, causado por la grabación a 12 cuadros por segundo en lugar de los 24 convencionales que vinieron luego). Vemos y, por primera vez, oímos (aunque a través de meticulosas recreaciones) imágenes y sonidos que nos trasladan a las trincheras y al horror de un conflicto que tuvo en sus filas a cientos de miles de jóvenes (muchos por debajo de la edad reglamentaria) luchando, sufriendo y también, claro, muriendo frente a cámara. El impacto es tal que es imposible salir de la sala cinematográfica sin sentir el efecto desmoralizador de la batalla: Jamás Llegarán a Viejos es, libre de efectos y artificios, un retrato demoledor y contundente de uno de los momentos más oscuros de la humanidad. Un retrato que, ahora, se vive y siente a color, con sonido y pantalla grande.
Cementerio de Animales versión 2019 comienza con un tour hacia la casa donde sucederá, inevitablemente, un hecho horroroso. Música ominosa y una cámara que flota sobre un reguero de sangre resaltan lo que ya sabemos: estamos por presenciar un cuento que terminará en tragedia. Pero antes de mostrarnos qué pasó ahí adentro, la acción se corta, y vemos, ahora sí, el verdadero inicio de la película. Da la sensación que el montajista se olvidó el teaser trailer al comienzo del film, y nadie se dio cuenta. Esta es la primera decisión errada de la película de Kevin Kölsch y Dennis Widmyer, que sin embargo pasará completamente desapercibida. No porque sea un capricho que no importe demasiado, sino porque posteriormente vendrán muchos más. Sí, mucho se ha hablado de los cambios respecto de la novela (todos ellos spoileados en el trailer, aunque aquí trataremos de no seguir esa estúpida tendencia a mostrar más de lo que hacía falta), pero no necesariamente pasan por ahí los problemas. De hecho, bien articuladas, estas decisiones podrían haber derivado en una mirada original y fresca sobre la obra de Stephen King. Lamentablemente, están ahí únicamente para jugar con la idea de lo que el espectador ya sabe vs “lo que se va a encontrar”. Cementerio de Animales sigue siendo, en esencia, un film oscuro sobre la dificultad de aceptar la muerte como una instancia más de la vida. Los Creed son una familia que decide alejarse de la ciudad (de la ciudad de Boston a la tranquila Maine), y se mudan frente a dos escenarios que no tardarán en vomitar pesadillas: una ruta por la cual pasan camiones a ultravelocidad y sin dar mucho aviso, y un cementerio de animales que en sus proximidades aterra a los habitantes con mitos y leyendas del más allá. En otra escena agregada únicamente porque “esto para el terror de hoy se ve muy creepy“, unos niños marchan en una inútil procesión para enterrar a sus amigas mascotas en el sagrado suelo del cementerio del título. Las máscaras que llevan puestas parecen salidas de The Wicker Man, pero no responden a ninguna lógica interna. Son apenas una decisión estética, carente de contenido. Y es éste justamente el principal error de la nueva Cementerio de Animales: apunta al espectador que ya vio la original y le guarda un cierto cariño (los múltiples guiños al film de Lambert lo demuestran), pero se niega a reconocer sus aciertos y apenas mejora algunas fallas (fundamentalmente, en lo que refiere a interpretaciones actorales). Busca el “homenaje” oculto (el camionero que ya no escucha a Los Ramones pero recibe un mensaje de texto en su celular de “Sheena”, la canción cover del final que nuevamente remite a la banda punk, etc), pero también se diferencia contando lo mismo pero de otra manera, jugando con las expectativas del que cree saber lo que está por suceder. Esto sería algo divertido de no ser porque todo suena no tanto a sabia decisión sin más bien a, como se dijo antes, un mero capricho. Cementerio de Animales no es El Resplandor ni Carrie, pero supo encontrar en 1989 una mejor adaptación de acaso la novela más oscura de Stephen King (lo cual, cualquiera sabe, ya es decir demasiado). Kölsch y Widmyer se olvidan de contar de nuevo la historia, y parecen apurarse para jugar con su tercer acto, que patea el tablero sin darse cuenta que, por momentos, provoca hasta más risas que sustos. Pero como la comedia negra tampoco aquí funciona -porque nunca se sentaron sus bases-, la remake fracasa, con una receta de terror bastante básico (literalmente los directores emplean la fórmula de “gato salta del ropero y provoca un susto”). En tiempos en los que el género atraviesa una nueva edad de oro (Hereditary, Get Out, Us y A quiet place son ejemplos recientes), se podía esperar más de una nueva adaptación del maestro del terror.
Sin llegar a la irreverencia y cambio de aire que significó Deadpool para los estudios FOX (Ahora Disney), Shazam! es la respuesta de DC Comics / Warner a tanta solemnidad fallida, que tuvo sus peores fracasos en El Hombre de Acero y Batman v Superman (y hasta contaminó lo que debió haber sido una celebración geek que fue la apurada Liga de la Justicia). Hay que ser sinceros, no obstante, y decir que aunque esto es un gran avance, no es una constante a lo largo de toda la película, que igualmente por momentos cae en una oscuridad que se torna innecesaria, sobre todo en un contexto que tiene a un superhéroe colorido que, en el fondo, es simplemente un niño. Pero estos tropiezos, sumados a una quizás excesiva duración (siendo una historia de orígenes, abundan las explicaciones y prefacios), afortunadamente no atentan contra el producto final: Shazam!, del director David F. Sandberg (Annabelle 2, Lights Out) es, junto con La Mujer Maravilla, lo mejor que la productora cinematográfica de Batman engendró en los últimos tiempos. Y el verbo “engendrar” bien aquí aplica, porque a la historia de magia y superpoderes se suman signos diabólicos y siete demonios, que representan a los pecados capitales. Sandberg no se quita del todo su gusto evidente por el terror, y dota de notable tensión algunos pasajes que sin duda asustarán al público más joven. Conviene aclarar esto, ya que desde el afiche, con un aniñado héroe mascando chicle, la impresión puede ser otra. Tras una prematura introducción del villano de turno (Mark Strong, en piloto automático) el punto de inicio del héroe marca lo que será el tono de la película: un cruce entre un pre-adolescente y un viejo mago, que necesita pasarle los poderes a un “alma pura” antes de morir. Tras una serie de castings fallidos, decide probar suerte con Billy Batson (Asher Angel), un huérfano acostumbrado a huirle a los problemas, en lugar de enfrentarlos. No parece la opción ideal, es cierto, pero siendo sinceros… ¿cuándo sucede eso en una historia de orígenes? A partir del momento que el niño grita “¡Shazam!” éste se convierte en el personaje del título, y adquiere una serie de habilidades que van desde lanzar rayos con sus manos hasta volar y poseer una descomunal fuerza. Un divertido testeo de estos poderes con la supervisión de su compañero Freddy (Jack Dylan Grazer) se convertirá en uno de los momentos más deliciosamente absurdos de la película. Para el momento en que el reloj marca la dos horas y diez de película, Shazam! sin dudas agotó sus recursos pero lo hizo con tanta gracia y entretenimiento, que no importan sus excesos y redundancias. Sandberg logró aligerar el tono lúgubre de los films DC, y sin competirle directamente a Marvel, dotó a su personaje de un atractivo tono satírico, que le permite salir airoso de situaciones épicas en las cuales otros films fracasan. Que Zachary Levi encarne al héroe con tanto amor y devoción también tiene mucho que ver con su éxito.
Mary Poppins Regresa continúa una tendencia agotadora de los Estudios Disney de los últimos cinco años: es una remake disfrazada de secuela, que apunta a repetir éxitos pasados a costa de la nostalgia. El “calco” que resulta este film del original es su mayor curiosidad pero también su principal defecto: no hay nada nuevo aquí, y las escenas y manierismos que resultaban atractivos en el clásico con Julie Andrews, aquí se agotan y redundan demasiado rápido. Rob Marshall, director de Chicago y Nine, sin embargo, es un director experto en musicales y hay que reconocer que las piezas funcionan (aún cuando no le llegan ni a los talones de las canciones del original). Las coreografías y puesta en escena no tienen nada que envidiarle al período clásico de Disney, y una bienvenida vuelta a los dibujos animados tradicionales presentan uno de los mejores momentos de la película. Pero no alcanza, porque todo se vio ya antes y mejor. Emily Blunt es una de las mejores actrices de los últimos tiempos, y como tal encarna a Mary Poppins con respeto a Andrews y sin caer en la mera imitación: su impronta personal está por toda la película, y es acaso lo más rescatable del film. No corren la misma suerte algunos actores secundarios ni tampoco figuras desaprovechadas (Meryl Streep, fundamentalmente). La trama difiere en cuanto a la primera parte únicamente en que la historia simplemente avanzó una generación: la familia Banks vuelve a tener problemas, pero a Mary ahora le toca cuidar a los nietos del patrón original, ya no a sus hijos. La apuesta segura de los Estudios Disney parece rendir muy bien económicamente, pero muestra un desgaste preocupante para la casa del Ratón Mickey: la fórmula termina irritando, culminando innecesaria, tal como pasó con el caso de La Bella y la Bestia, luego de la aceptada El Libro de la Selva. Quizás la razón se deba a que una remake funciona mejor cuando su fuente original era buena, aunque no perfecta (caso, una vez más, del mencionado ejemplo basado en el libro de Rudyard Kipling). Es esto último lo que para muchos fanáticos augura un futuro incierto y depara preocupaciones con la próxima El Rey León. Y posiblemente suceda lo mismo con La Sirenita, siguiente proyecto del director de esta ¿nueva? Poppins.