El color del dinero
Entre la cursilería de una Corín Tellado y la artificiosidad del cine mainstream sin alma, Big Eyes es la nueva trastabillada del director Tim Burton, quien a pesar de querer recuperar la esencia de sus primeras obras luego de Sombras tenebrosas (2012) en escenarios alejados del gótico fantástico, salpica mediocridad por donde se la mire.
Así de insulsos son los cuadros de la pintora Margaret Keane (Amy Adams), norteamericana que en la década del 50 -como toda mujer y artista de la época- vivía a la sombra de un estafador. Este adorable seductor con quien rápidamente contrajo matrimonio al tener a su cargo una niña pequeña y así conseguir la estabilidad y seguridad masculina, se hacía pasar por pintor, Walter Keane (Christoph Waltz). Ambos iniciaron la sociedad conyugal a la vez que comercial bajo un pacto de silencio al figurar el nombre de él en las obras pintadas por ella. Sin embargo, Walter además de engañarla y someterla; de llevarse todo el crédito por esos cuadros que se caracterizaban por el tamaño expresivo de los ojos de los niños, encontró la veta comercial en la producción en serie, aspecto que lo volvió, en pocos años, millonario a expensas del trabajo arduo de la abnegada madre, esposa y pintora en las sombras.
Desde la puesta en escena, Tim Burton abusa de la paleta policromática de pasteles para lograr una imagen tan naif y contrastante con la oscuridad habitual de sus anteriores propuestas, que por momentos se hace tan pesada a los ojos como la soporífera tensión que se desata entre Margaret y Walter cuando ella decide revelarse para que aflore finalmente la bestia encerrada en la falsedad del carismático y miserable personaje masculino al que el austríaco Christoph Waltz impregna de matices simpáticos para marcar alguna que otra característica que resalte frente al escueto plano psicológico desarrollado por los guionistas Scott Alexander y Larry Karaszewski (Ed Wood, 1994) y que es justo decirlo no encuentra en ningún momento un justificativo para no repetir estereotipos. En el caso del personaje de Margaret, el problema reside en el tono dramático impuesto por Amy Adams, que si bien cumple con su rol de mujer atravesada por un contexto machista desentona ante el registro liviano y cínico del film.
El resultado final es un producto más que hueco, porque no avanza siquiera en algunas ideas que podrían resultar interesantes de antemano, como por ejemplo la contraposición entre el comercio del arte y la autenticidad de la obra artística. Además, el creador de El gran pez (2003) parece haber recurrido a la voz de Andy Warhol como autoridad de calidad para defender las obras de Margaret Keane, cuyo destino más adecuado hubiese sido un póster al estilo Pagsa, de esos que se venden en cualquier supermercado. Las películas de Tim Burton también se venden en los supermercados, pero eso es otro tema que no hace a esta crítica.