"Bill 79": aquel show descabellado en San Nicolás
Sobre un episodio verídico protagonizado por el gran pianista de jazz estadounidense, el director de "1000 boomerangs" construye una ficción no exenta de humor absurdo.
Bill Evans visitó la Argentina en 1973 y 1979. En la segunda de esas oportunidades abrió la gira en el teatro Opera, la cerró en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín, y entre ambas presentaciones hizo sendas escapadas a las ciudades de San Nicolás y Rosario. La primera de ellas tuvo ribetes propios de un absurdo de ciudad chica, tal como lo contó Joaquín Sánchez Mariño en una crónica excelente, publicada por el diario La Nación un lustro atrás. En esa crónica se basa Bill 79, la película escrita y dirigida por Mariano Galperín, que tiene a Diego Gentile en el difícil papel de quien está considerado el gran pianista de jazz entre fines de los '50 y 1980, cuando pocos meses después de aquellos últimos conciertos en Argentina falleció, a los 50 años, debido a un consumo de heroína de larga data, que acabó con su organismo.
La decisión de Galperín de ceñir su relato a esa presentación en San Nicolás es beneficiosa, ya que, a diferencia del género de las biografías musicales, elimina dispersiones y permite concentración. En términos narrativos, el film se divide en tres zonas. La primera y la última cuentan el viaje a San Nicolás y la presentación final, de contornos disparatados. La sección central es la relación (ficcional) de Evans con un admirador, que no puede creer que semejante monstruo se haga presente en su ciudad. Recordando un poco a su ópera prima 1000 boomerangs (1995), donde un grupo de rock estadounidense iba a parar a un asado bien criollo, la primera y última secciones de Bill 79 están signadas por el desfase entre el enorme artista extranjero y el provincianismo nacional de tiempos de la dictadura.
El manager local de la gira, que habla en el más estricto espanglish, se presenta a recoger al músico en la puerta del Hotel Bauen (donde Evans efectivamente se alojó) en un Torino, en lugar de la kombi convenida, dando excusas y gesticulando como un personaje de Alberto Olmedo. De allí en más se convierte en el elemento cómico del film, confundiendo a Stravinsky con el jazz y tratando de explicarle a la manager del músico (una tensionada Marina Bellatti) que el show de éste va a tener lugar en el medio de la elección de la Reina de la Invierno (en la realidad fue la de la primavera). Evento que para el público de San Nicolás, donde Evans no era precisamente famoso, representaba la sal y pimienta de la noche.
En otra decisión acertada, la película se cierra cuando el músico toca sus primeros compases en aquel show descabellado de San Nicolás (en verdad hubiera sido preferible ahorrarse incluso esos compases, ya que la versión que se escucha no le hace honor al músico). A Galperín no le interesa mostrar a Evans en su rol de pianista, sino en el mucho más colateral de extrañado visitante de la ciudad bonaerense. Es una opción válida (motivada también por el hecho de que la producción no contaba con los derechos sobre las interpretaciones de Evans).
La sección central no carece de su grado de absurdo, cuando la madre del fan, que no sabe inglés e ignora quién cuernos es ese hombre de barba, traje y camisa floreada para nada al tono, impone la decisión de ver por televisión la pelea en la cual Víctor Galíndez se consagraría campeón mundial medio pesado, adornando la velada con unas criollísimas empanadas. Otra decisión bien encaminada es la de hacer que Evans no se comporte con desdén ante esta clase de situaciones (lo que hubiera generado un enfrentamiento maniqueo entre el genio universal y los mentecatos “pueblerinos”) sino por el contrario con buena disposición. Mientras tanto va al baño repetidamente, desplegando allí su set de aguja, manguera de goma y cucharita. La tragedia corre en paralelo con la comedia.
Lo que no parece tan acertado es haber compuesto a un Evans monolítico, marmóreo incluso, aun considerando que el pianista no derrochaba extroversión (y que la heroína lo dejaba duro). De este modo el espectador queda privado de empatizar o conocer un poco más al protagonista, que se afloja solo en dos ocasiones. Una es trágica, cuando recuerda la muerte de su hermano y su exesposa, y la otra de comedia, cuando con el mayor de los gustos decide maquillar a dos de las candidatas a reina de invierno, que es también la única ocasión en la que el Grande del Jazz se relaja y sonríe.