Un film hecho de trampas.
Hay muchas, demasiadas trampas en esta nueva película del director mexicano Alejandro González Iñárritu, que ha cosechado nada menos que nueve nominaciones para los Oscar que se entregarán el domingo 22. La primera es de forma: la simulación de un larguísimo plano secuencia que no es tal (la secuencia más larga tiene en realidad unos quince minutos, lo demás es enorme pericia del director de fotografía y su equipo de colaboradores), una artimaña cuyo valor dramático resulta discutible -igual que la insistente percusión de la banda sonora-, pero naturalmente dio para llenar de merecidos elogios a Emanuel Lubezki, quien ya había impactado con el famoso plano secuencia inicial de Gravedad, trabajo por el que fue premiado con un Oscar que probablemente repita este año. La idea revela con claridad las ambiciones de González Iñárritu, demasiado preocupado por la grandilocuencia, un síntoma que se detecta en toda su filmografía (21 gramos y Biutiful representan el clímax de esa pretensión), igual que su sobreactuada misantropía y la crueldad con la que suele retratar a sus personajes, una inclinación que remite a lo peor de Robert Altman, cuya satírica The Player es obvia referencia para este film (la otra podría ser Noises Off, excelente comedia de Peter Bogdanovich que fracasó en la taquilla).
Aquí el protagonista es Riggan Thomson (Michael Keaton), un actor de Hollywood que llegó a la fama gracias a su trabajo en una trilogía dedicada a un superhéroe e intenta ahora legitimarse artísticamente montando en Broadway una obra de teatro basada en un relato del prestigioso escritor Raymond Carver. Iñárritu aborda en una misma historia una buena cantidad de tópicos: la superficialidad de la industria del cine (de la que él supuestamente estaría exento), la alienación provocada por la adicción a las redes sociales, las miserias de un padre ausente y la paranoia de las estrellas, material este último con el que el año pasado David Cronenberg edificó una obra maestra ambigua e inquietante (Polvo de estrellas). También aparece la preocupación por la relación con la crítica, plasmada en el caricaturesco retrato de una mujer resentida e insidiosa cuya opinión sin embargo resultará muy importante para la trama: no queda del todo claro si la obra teatral que ocupa el centro de la escena en Birdman es buena o mala, pero sí que tiene un público confundido -y menos inteligente que Iñárritu- que aplaude por reflejo condicionado y una consagración que libera al protagonista de sus traumas a partir, justamente, de una reseña positiva de esa bruja despiadada de la que el director se había burlado cinco minutos antes.
Detrás de la acrobacias formales, los golpes de efecto y los chistes de dudoso gusto (Naomi Watts, relegada a un papel sin desarrollo y a fetiche funcional a una cita vacía a David Lynch, habla de "compartir la vagina" para referirse a un amorío), hay contradicciones muy nítidas. Iñárritu pretende ser punzante con la chatura, el efectismo y las truculencias del mainstream, pero apela a las mismas herramientas para su cine, impostado hasta la médula.