La inesperada virtud de Birdman
Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) (2014) es tan buena que cualquier intento de crítica o análisis peligra de convertirse en una explicación sobre por qué es tan buena. Repasemos pues las críticas más obvias. Ya que su temática es la introspección, se la tilda de engreída; ya que sus personajes son divas e histriones caprichosos, se menosprecia su relevancia; ya que su cámara nos pasea indiscretamente por elaborados planos secuenciales, se la considera efectista. Hay un común denominador a todas estas críticas: la pretensión de la película.
¿Es Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) una película pretenciosa? ¿O sea, pretende ser algo que no es? A simple vista es una historia de redención. El protagonista es Riggan Thomson, interpretado por Michael Keaton e inspirado sin duda por su carrera, no importa cuánto lo niegue en las entrevistas. A saber: Thomson es un paria de Hollywood que alguna vez conoció el éxito y la fama como un amado superhéroe en la pantalla grande, hasta que colgó la capa, renunció a su celebridad y se sumió en el remordimiento al comprobar que no tenía nada más que ofrecerle al mundo.
Olvidado y fracasado, Thomson decide “volver a sus orígenes” y montar una obra de teatro en Broadway, adaptando un cuento de Raymond Carver (“De qué hablamos cuando hablamos del amor”) y protagonizándolo. Sus co-estrellas son Mike (Edward Norton), Lesley (Naomi Watts), y Laura (Andrea Riseborough). El elenco lo completan Emma Stone como Sam, la resentida hija y asistente de Riggan, y Zach Galifianakis como Jake, el productor de la obra.
El film cubre los días previos al estreno de la obra, alternando entre los intensos ensayos en el escenario y los turbulentos cruces entre los actores tras bambalinas. “Turbulencia” es la palabra clave. Mientras la cámara se mueve con coreografiada serenidad por los pasillos del teatro, una banda de percusión de jazz marca las entradas y salidas de los actores, y miren si no se devoran absolutamente cada una de sus escenas mientras discuten, pelean, dudan, entran en pánico, reflexionan y empiezan de nuevo.
Las actuaciones son impecables, y hay algo muy “teatral” en la forma en que las escenas se dan casi siempre entre dos personajes, saliendo uno y relevándolo otro. Cada actor básicamente interpreta una versión exagerada de sí mismo, o al menos de la imagen que pregonan: Keaton es el más obvio, su personaje ha sido mandado a hacer para él; Norton es un fundamentalista e insoportable actor de método, Stone es una maníaca chica hípster y Watts hace de una joven entusiasta a punto de debutar en Broadway, retomando en parte su personaje de El camino de los sueños (Mulholland Dr., 2001). El único actor que se sale de las casillas es Galifianakis, si pueden creerlo, haciendo del tipo más sensato y responsable de toda la película.
Pasando al reino del realismo mágico, Riggan levita en su camarín y posee el poder de la telequinesis, además de conversar frecuentemente con su alter ego enmascarado –Birdman– quien quiere engatusarle para que abandone su búsqueda artística y regrese al mundo de los superhéroes con “Birdman IV”. En definitiva todo se resume en una cuestión de amor. ¿Nos jugamos por el amor propio o el amor de los demás? ¿Sacia Riggan sus inquietudes o les da a los demás lo que quieren y esperan de él? “Tu problema es que siempre has confundido el amor con la admiración,” le dice su ex mujer, Sylvia (Amy Ryan).
El mayor logro de la película –pasando por la incuestionable destreza cinematográfica con la que ha sido orquestada– es su habilidad para ilustrar la tempestad interna y externa de su protagonista, y su actualizada reflexión sobre la dualidad artística-consumista del mundo del espectáculo. La dirección de Alejandro González Iñárritu (guionista junto a Alexander Dinelaris y los argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobone) es firme y no da pasos en falso: cuenta una historia íntima y divertida, lo hace de manera original, y ofrece una mirada nueva sobre el paradigma del entretenimiento.