La secuela de "Spider-Man: Un nuevo universo" (2018) es una excelente continuación de la historia de Miles Morales y su odisea a lo largo del Spider-Verso, destacándose por su animación bellamente estilizada y un atractivo crisol de técnica y estética. Pocos superhéroes han sido tan reciclados este siglo pero en un film repleto de Spider-M(e)n, el personaje logra sentirse original. Dirigida por Joaquim Dos Santos, Justin K. Thompson y Kemp Powers, es una obra de animación tan ambiciosa como meticulosa. La historia avanza a pulmón de imágenes memorables, personajes divertidos y giros inesperados e interesantes. Logra ser espectacular sin perder la intimidad y emotiva sin ponerse melosa. No obstante la trama se siente simultáneamente alargada - demorando en establecer una dirección específica - y demasiado corta, concluyendo con un abrupto “Continuará” digno de un cómic pero algo vil para una película. En primera instancia nos encontramos con un melodrama típico de Pixar: adolescentes abrumados por las exigencias de sus padres y madres, todos hambrientos de comprensión y confianza. Aquí no hay nada nuevo, pero si estas escenas se repiten bastante hacia el principio es porque la trama necesita estirar y contraer estos lazos emocionales para que el final funcione. En un mundo obsesionado con “multiversos” - ya sea como excusa para tomarse un recreo del status quo (Doctor Strange en el multiverso de la locura, 2022), enfrentar a una generación a su propio nihilismo (Todo en todas partes al mismo tiempo, 2022) o mero fanservice (Spider-Man: Sin camino a casa, 2021) - el de Spider-Man: A través del Spider Verso (Spider-Man: Across the Spider-Verse, 2023) es un comentario sobre el determinismo de la mitología, contrastando una infinidad de versiones del mismo héroe con la anomalía (Miles, voz de Shameik Moore) que cuestiona sus orígenes y su propósito. El multiverso reúne todos los cánones del superhéroe - cómics, películas, series, juegos - y los pone en peligro con la aparición de un villano llamado La Mancha (voz de Jason Schwartzman), cuya habilidad de abrir agujeros interdimensionales pone en peligro la integridad del multiverso. Lo que empieza como un personaje cómico - “villano de la semana”, lo llaman - se convierte rápidamente en una figura siniestra que no puede ser doblegada definitivamente con una pelea. La trama se refresca constantemente, adquiriendo nuevas dimensiones y revelando nuevas perspectivas que complican su desarrollo y cambian la dinámica entre los personajes. Las partes más endebles del guión abusan de las escenas donde se introduce a alguien (y hay una infinidad teórica de Spider-Man por presentar) o se explica algo (antes, mediante y después de que ocurra) hasta el hartazgo, pero la inventiva visual de la película compensa estos excesos. Los directores no dan ninguna imagen por sentado y siempre encuentran la forma de aprovechar cada encuadre y corte para contar un chiste, evocar un tono y/o plasmar la emoción del momento sin sacrificar la coherencia artística de su obra. A nivel visual no los ancla ninguna convención. Spider-Man: A través del Spider Verso se encuentra a la altura de su antecesora, la supera en varias instancias y anticipa una gran trilogía animada con un segundo capítulo intenso y excitante.
James Gunn y una película auténticamente suya La tercera y por ahora última película en la serie, recorre un camino indulgente y extrañísimo para llegar a una conclusión bastante convencional. James Gunn firma una película auténticamente suya - morbosa, grotesca, ridícula, atonal, rozando el mal gusto y llena de volantazos emocionales - y así se despide tanto de los Guardianes como de Marvel. Por algún motivo Gunn ha decido cerrar su trilogía con una historia sobre el trágico origen de Rocket Raccoon (voz de Bradley Cooper), el mapache y mecánico del grupo. Esto es un poco como si la última trilogía de Star Wars hubiera cerrado con una película sobre los orígenes lacrimógenos de Chewbacca, si el pasado de Chewie incluyera jaulas, trauma, tortura y crueldad animal. Rocket es herido al comienzo de la historia y el resto de los Guardianes se embarca en una aventura de 48 horas para salvarle la vida. La película cuenta con muchos más Guardianes de los que la trama necesita. Quill (Chris Pratt), aún amargado por la muerte de Gamora (Zoe Saldaña), debe superar su luto (a la vez que lidia con una versión alternativa de Gamora). Los demás - Drax, Nebula, Mantis, Groot, Kraglin, Cosmo - hacen su gracia de siempre, cada vez rindiendo menos. A estos se les suma un tal Adam Warlock (Will Poulter), anticipado en alguna escena post-créditos ya olvidada. No queda claro quién es o cuáles son sus poderes. Su presencia es efímera y confusa. Guardianes de la Galaxia Vol. 3 (Guardians of the Galaxy Vol. 3, 2023) alterna desprolijamente entre las peripecias de los Guardianes - mezcla de sitcom, acción y ciencia ficción - y flashbacks periódicos al pasado de Rocket. Aquí descubrimos al villano, una especie de Dr. Moreau intergaláctico autoproclamado “Alto Evolucionador” (Chukwudi Iwuji) obsesionado con perfeccionar la vida inteligente. Ha desarrollado una ciencia tan absurda como la alquimia o la frenología, capaz de “acelerar” la evolución de cualquier organismo en seres antropomórficos, como si el ser humano fuera la cumbre natural de todo proceso evolutivo. La ciencia de esta ciencia ficción es lo de menos. El Alto Evolucionador es el primer villano verdaderamente detestable e irredimible que Marvel ha producido. Aún sin estar muy bien escrito - es arrogante y gritón, y se pone más arrogante y gritón con cada escena - es un alivio finalmente tener un villano que es puramente malvado y no posee el salvoconducto moral de ser influenciado por un Objeto Maligno, como el cetro de Loki, la espada de Gorr o el libro de Wanda. Las escenas de Rocket y sus amiguitos - animales que han sido modificados y mutilados sádicamente - son una seguidilla funesta de golpes bajos que nunca superan del todo la ridiculez de su concepto o ejecución, aunque es cuestionable si Gunn siquiera está interesado en hacerlo. Como autor habita un espacio liminal del kitsch, regodeándose en todo lo que es cursi y patético. Está enamorado de la imperfección tanto como su villano venera la perfección. Su película es desenfocada y demasiado larga. También es lo más interesante que estrena Marvel en años. Por compararlo con otro cineasta cooptado por Marvel Studios: si bien ambos se dedican a explorar y jugar con la ridiculez, James Gunn ama a sus personajes y se los toma absolutamente en serio, mientras que Taika Waititi no puede más que tratarlos de estúpidos.
Nicolas Cage y un Drácula con sabor a poco El maestro de la sobreactuación Nicolas Cage se pone en la piel de Drácula en una película que lo desaprovecha al darle poquísimo tiempo en escena y relegarlo al fondo de una trama mediocre. Dirigida por Chris McKay y escrita por Robert Kirkman, Renfield: Asistente de vampiro (Renfield, 2023) opta por contar la versión menos interesante de una premisa moderna sobre una historia clásica. La idea de examinar la relación de co-dependencia entre el vampiro y su epónimo sirviente es intrigante. Son interpretados respectivamente por Cage y Nicholas Hoult. La participación extravagante y desaforada de Cage es el primer golpe de genio; el segundo y última es la narración introductoria de Hoult, acompañada por las escenas más icónicas del seminal film Dracula (Tod Browning, 1931) en las que ambos actores reemplazan digitalmente a Bela Lugosi y Dwight Frye - flashbacks hechos de material de archivo, intervenidos cómica y afectuosamente. Establece bien el humor de la historia. Luego de un siglo de procurar víctimas para su maestro, Renfield se encuentra en Nueva Orleans atendiendo un grupo de apoyo para personas atrapadas en relaciones abusivas. Inicialmente ésta es su solución moral para alimentar a Drácula, secuestrando abusadores y transformándolos en víctimas, pero cuando comprende la naturaleza tóxica de su relación con “su jefe” (como interpretan sus compañeros) decide superarla. El comienzo es prometedor pero el resto de la película no se encuentra a la altura, eligiendo concentrarse en una trama policial de tediosa banalidad en la que policías y narcos (encabezados por Awkwafina y Ben Schwartz respectivamente) se disputan el control de la ciudad, y en escenas de acción de exageradísima violencia que inundan la pantalla de sangre pero no están dirigidas de manera creíble o excitante. Aquí falta un Sam Raimi dispuesto a humillar a su héroe, enfrentarlo a una realidad desagradable y recorrer la fina línea entre horror y comedia. Ocurre que la misma película que decide victimizar a Renfield también decide darle poderes de superhéroe - el paquete básico de fuerza, agilidad e invulnerabilidad - los cuales desata cada vez que come un insecto (lleva varios en una cajita, como la espinaca de Popeye). Renfield, además de tener toda la introspección de la que es capaz desde un principio, puede controlar casi cualquier situación con sus poderes. Nunca sufrimos con él ni descubrimos nada nuevo sobre él. Haciendo espontáneamente de superhéroe una noche, Renfield se inserta en la trama policial que termina dominando el resto de una historia que desperdicia todo su potencial. Si Rebecca (Awkwafina) venga la muerte de su padre o Teddy (Schwartz) domina el bajo mundo criminal no son nociones que le van a importar a nadie. No sólo son intrusos en el conflicto central: el cuasi romance con Rebecca y la cuasi rivalidad con Teddy están menos cuidados que el dodo. La relación entre Renfield y Drácula es un buen gancho, y Cage aporta un mínimo de star power, precioso e indulgente. Es la excepción a un producto que no solo está hecho a base de relleno - no hay otra forma de describir el engrudo de clichés huecos que lo componen - sino que parece mandado a rellenar el anaquel de acción de Netflix: entretenimiento descartable que sólo se vende por la presencia de una estrella y la promesa traicionera de un enfoque novedoso.
James Cameron y el camino del espectáculo Si la trayectoria de James Cameron deja alguna enseñanza es que nunca hay que apostar en su contra, sin importar los rumores sobre presupuestos descarrilados o pretensiones megalómanas ni que demore más de una década en dirigir una película. Avatar (2009) tuvo un debut sensacional, el film más caro y simultáneamente taquillero de todos los tiempos, pero no dejó una huella significativa en la cultura popular. Su trama era básica y calcada de otros films más memorables. No lanzó carreras ni inspiró imitadores. La novedad del 3D perdió su efervescencia. En un mundo colmado en el ínterin por el cine de superhéroes - Marvel a solas produjo 28 largometrajes entre 2009 y 2022 - el legado de Avatar se redujo al chiste fácil sobre el rodaje eterno de su secuela, achacado a la compulsión obsesiva del director. Trece años más tarde, Cameron finalmente estrena Avatar: El camino del agua (Avatar: The Way of water, 2022), una secuela no solo digna del original sino hasta superior, técnica y narrativamente. A grandes rasgos cuenta la misma fábula ecológica, pacifista y anticolonialista, pero esta vez lo hace netamente desde la perspectiva nativa y el conflicto tiene un corte más íntimo y personal. Se suma una nueva generación de personajes con dinámicas interpersonales más complejas, el mundo se expande atractivamente y si bien la trama no deja de ser algo predecible, guarda momentos de sorpresa e intriga. También trabaja mejor el suspenso, montando en paralelo los recorridos de héroes y villanos y preparándolos para un clímax cargado de acción que se siente más merecido. Visualmente la película es bellísima, incorporando un rico mundo subacuático al lienzo de Pandora y texturándolo con un 3D nítido y detallado. No es el 3D carnavalesco que llama la atención a sí mismo con chistes o sustos, sino una herramienta más para pincelar la densa y vibrante flora y fauna alienígena. Gran parte de la película ha sido también filmada con el doble de fotogramas por segundo, lo cual le da una agradable fluidez a la imagen y ayuda a hilvanar las secuencias de acción más complejas que ocurren simultáneamente arriba y abajo del mar. El espectáculo es inigualable y hace gala de dos de las grandes fortalezas de Cameron: filmar secuencias de acción transformativas (mutando y condicionando a los personajes constantemente) y filmar de manera didáctica pero entretenida. En los 193 minutos del film nada ocurre que no sea anticipado y examinado primero con un ojo casi documental, tan fascinado se encuentra el director por los detalles más extraordinarios o ridículos de su ciencia ficción. A diferencia del blockbuster promedio, que tiene una energía improvisadora y a menudo se regodea en ello, el de Cameron es metódico y solemne. La acción siempre satisface la expectativa. De lo que Cameron y sus co-guionistas (Rick Jaffa y Amanda Silver) no se pueden jactar son los diálogos. Los hay atroces, melodramáticos, insólitos. Ciertos personajes hablan más por los guionistas que por sí mismos, llamando la atención a la intención de la escena o bien recitando lo que suena a líneas de un primer borrador olvidado. Jake Sully (Sam Worthington) narra de nuevo en off intentando conectar las partes de una enorme y a veces divagante épica, y sus monólogos filosofales sobre conceptos como la familia, la felicidad y el hubris humano no pasan de observaciones banales e intercambiables.
Sátira con Christian Bale, John David Washington y Margot Robbie La nueva película del director y escritor David O. Russell, reúne a un descomunal elenco de estrellas para contar una historia tan ambiciosa como pretenciosa. Sobresalen momentos de ingenio que recuerdan a la estética lúdica de realizadores como Wes Anderson y Michel Gondry, así como algunas actuaciones individuales, pero la suma de las partes no hace a un gran producto o siquiera uno coherente. El film es un desperdicio de creatividad y potencial. Los protagonistas son Burt (Christian Bale), Harold (John David Washington) y Valerie (Margot Robbie), dos soldados y una enfermera que entablan amistad en Francia a fines de la Gran Guerra, disfrutan de un idilio en Amsterdam birlado de Jules y Jim (1962), se separan al regresar a América y vuelven a reencontrarse en 1933 implicados en un asesinato y la conspiración de poderes que lo rodea. Ambientada en el punto medio entre dos guerras mundiales, Amsterdam (2022) es una comedia negra, sátira social, misterio de asesinato, thriller político y épica histórica. El malabarismo de géneros es parte del show pero no se lleva bien con ninguno. Como thriller es predecible, como sátira obvia y el misterio central depende de demasiadas coincidencias como para ser atrapante. La película agota su energía desviando la atención hacia todos lados al mismo tiempo, incapaz de concentrarse en una sola idea mientras intenta conectarlas todas aceleradamente. Quiere ser un poco de todo: graciosa, seria, portentosa, casual. Percibe al mundo a través del realismo m histérico, exagerando hechos y analizándolos en tiempo mientras los despoja de emoción o interés. La narración en primera persona (de Bale) está cargada de aforismos sobre su propia importancia, rogando explícitamente por la simpatía de un público que no sabe tratar. En esencia la película se divide entre dos extremos: uno juguetón, despreocupado por la cohesión y estructura de su historia, simbolizado por la obsesión que sienten sus héroes por el found art y la poesía dadaísta (“No tiene sentido pero nos hace sentir bien,” explica uno); otro preocupado con total seriedad por la posible e insidiosa alza del fascismo dentro de la democracia, pregonando correctamente sobre la condena que espera a quienes olvidan la historia. En efecto, Amsterdam se inspira en el llamado “Business Plot”, una conspiración fallida de golpe de estado en EEUU en 1933 que fue desbaratada tan rápido que sus partidarios le restaron importancia o directamente negaron su existencia. En la representación y discusión de este hecho histórico la película traza varios paralelismos con el asalto al Capitolio de EEUU en 2021, el cual ha recibido un tratamiento similar por sus apologistas y parece estar teñido del mismo espíritu recalcitrante. David O. Russell sabe cuál es el mensaje de su película pero no termina de elegir el tono o el género. Apuesta a mantener un déficit de atención con un ritmo acelerado y a obnubilar a su audiencia con un elenco envidiable de estrellas. En el peor de los casos es un placer verlas compartir escenas (¡como hacen en las películas!) en vez de turnarse frente a una pantalla verde. El fallecido crítico Roger Ebert una vez describió otra película de Russell, Extrañas coincidencias (I Heart Huckabees, 2004), como “una máquina infernal que consume toda la energía que genera, guardando un poquito para apagarse sola”. No se ha perdido de nada.
Entretenimiento vacío y a toda velocidad con Brad Pitt David Leitch, el realizador de "Atómica" (Atomic Blonde, 2017) y "Deadpool 2" (2018), dirige una comedia de acción ni tan intensa como la primera ni tan graciosa como la segunda. Tren bala (Bullet Train, 2022), vacua, violenta y entretenida, es una película que marcha a toda velocidad pero se queda a medio camino de convertirse en algo tan memorable como su premisa promete. La trama sube a Brad Pitt, un maletín lleno de dinero y media docena de coloridos asesinos a bordo de un tren bala rumbo a Kioto. La idea es que todos intentan matarse mientras el maletín, MacGuffin por excelencia, pasa de manos. Pero hay más cháchara que acción y no es particularmente buena. Los parlamentos pretenden inspirarse en Guy Ritchie, alimentando a sus personajes con soliloquios excéntricos y diálogos de banalidad cómica, pero carecen de encanto o ingenio. Es el tipo de diálogo que suele explicar cosas que los personajes ya saben o ya deberían saber, y cada vez que lo acompaña un flashback se siente como una parada abrupta e indeseada. Brad Pitt interpreta a un asesino famoso por su mala suerte y con ganas de retirarse, citando constantemente aforismos de auto-superación. Es simple pero conflictivo y una buena base para el humor: debe pelear aunque no quiera y sobrevivir a su propia mala suerte, a la usanza de Jackie Chan. El otro gran personaje que tranquilamente podría haberlo apadrinado es el Jack Burton (Kurt Russell) de Rescate en el barrio chino (Big Trouble in Little China, 1986): un prepotente intruso en el sitio y momento incorrectos que resulta el foco de la historia sin convertirse del todo en su protagonista. El actor es excelente en el papel y eleva el material. El problema es el contraste entre los demás personajes y entre la locura abordo y la mundanidad del exterior. El contraste es nulo en ambos casos. Casi todos los personajes poseen alias ridículos, acentos absurdos, pasados extraordinarios y están relacionados de la forma más rebuscada e improbable posible. El mundo fuera del tren parece tan violento e inestable como el de adentro. No hay conflicto per se en que un puñado de asesinos intente matarse por motivos execrables y con objetivos frívolos. Fuera de Pitt, automáticamente carismático, ningún otro actor consolida un personaje fuerte o querible. Hay una sobrecargada lógica de caricatura que saca alguna que otra risa al principio pero termina descarrilando todo intento de tensión o dramatismo cuando la película los necesita, ya que todo parece posible y nada importa. No por coincidencia los momentos más cómicos involucran personas “reales”, ya sea porque sus reacciones son graciosas (por inesperadas pero reconocibles) o porque su presencia obliga a la película a jugar bajo algún tipo de regla. Así da simultáneamente con la mejor secuencia de acción, en la que dos asesinos deben pelear a muerte desde el confort de sus asientos pero en silencio e intentando no llamar la atención de una pasajera que les chista constantemente. Dado que el resto de la película no posee semejante disciplina, nada vuelve a sentirse tan osado o riesgoso. Sus mejores momentos pueden ser entretenidos; a menudo los actores parecen estar divirtiéndose más que su audiencia, exagerando la única característica que el guión les ha asignado y disfrutando cada momento de ridiculez como si fuera el último.
Más irreverencia de Taika Waititi con Chris Hemsworth “Thor: Amor y Trueno” es más de lo mismo pero aún más ridículo y menos gracioso, repitiendo los chistes de “Thor: Ragnarok” (2017) y alargando los pocos nuevos que tiene. Con Thor: Ragnarok (2017) el director Taika Waititi reinventó al superhéroe vikingo de Marvel, apostando a las dotes cómicas de Chris Hemsworth y apartando al personaje de sus ínfulas shakesperianas hacia algo más irreverente y entretenido. Thor: Amor y Trueno (Thor: Love and Thunder, 2022) es más de lo mismo. Waititi no tiene el ojo de Sam Raimi para el encuadre ni el oído de James Gunn para el diálogo, pero dentro del establo de realizadores de películas Marvel es el más adepto para decorarlas. Su visión de Thor es una colorida fusión de heavy metal y glam rock, edulcorada por la varita de Mickey Mouse, pero simpática en su intento por afectar el estilo. Lo que le juega en contra es su compulsión por desbaratar cualquier riesgo y deshacer todo momento emocional casi al instante. La historia tiene un corte infantil. Es narrada por Korg, la criatura rocosa de Ragnarok, ante una audiencia de niños que refleja la de la película. El conflicto también tiene que ver con un grupo de niños, jóvenes Asgardianos que son secuestrados por un ser siniestro llamado Gorr, “Carnicero de los Dioses” (Christian Bale). Gorr se ve tan atemorizador como suena su apodo pero nunca se le permite más maldad que la de un antagonista en una película para niños, ni trasciende la típica problemática Marvel de crear villanos cuyo accionar se opone a lo que supuestamente los motiva. Del lado de los buenos está Thor, habiendo recuperado su físico herculino pero siempre firme en su papel de hazmerreír. No hay un solo personaje que no lo humille o trate de idiota, ni hay oportunidad en la que no les dé la razón, empezando con los mismísimos Guardianes de la Galaxia (no ven la hora de sacárselo de encima). En su misión por rescatar a los niños se le suman dos aliadas: Valkyrie (Tessa Thompson), habiendo heredado el trono de Asgard de Thor, y su ex novia Jane Foster (Natalie Portman), quien ha heredado su nombre (“Mighty Thor”), martillo y poderes. Ausente en Ragnarok, Jane regresa esta vez tanto como heroína como interés romántico, aunque no es un papel que se preste a mucha diversión. Tiene cáncer estadio cuarto (no hay quinto) y lo único que la mantiene viva es blandir el martillo de Thor. La relación entre los dos supone el eje emocional de la historia pero la realidad es que la pareja no tiene química que la salve. La poca fricción que atraía al arrogante guerrero y la humilde científica en la primera película ha desaparecido hace varias secuelas. A la altura de Amor y Trueno son personajes intercambiables, capaces de pensar, decir y hacer lo mismo, sin los matices de la atracción mutua. Tan insípida es la conexión entre los personajes que el narrador se ve obligado a pausar la historia para repasar una relación que parece haber transcurrido totalmente fuera de cámara. En tres películas Thor y Jane apenas han sido capaces de producir, a último minuto, un montaje apurado de una relación que florece y se desintegra con el calibre de una romcom mediocre. Menuda historia de amor. O trueno.
Tom Cruise y una secuela a toda velocidad Nostálgica pero para nada melancólica, "Top Gun: Maverick" es en esencia una celebración de la trayectoria de Tom Cruise, una de las últimas estrellas de Hollywood. A más de tres décadas de Top Gun (1986) de Tony Scott, la secuela dirigida por Joseph Kosinski lo encuentra en plena forma como el eterno héroe, galán e ícono del cine que se mantiene vivo a solas. Y aún tiene la necesidad de velocidad. El piloto de combate Pete “Maverick” Mitchell es el reflejo perfecto del actor, una leyenda viva que busca constantemente demostrar su propia relevancia y ganarse la adoración de todos. La secuencia inicial lo resume todo: amenazado con la obsolescencia por la popularidad y eficiencia de tecnología inhumana, decide cumplir una proeza sobrehumana. Su superior (Ed Harris) lo felicita de mala gana, recordándole que llegará el día que no dará abasto. “Hoy no” responde Maverick, agasajado con los victoriosos acordes de Harold Faltermeyer. Top Gun: Maverick (2022) es el “Hoy no” de Tom Cruise, un blockbuster diseñado para ilustrar su punto de la forma más entretenida posible. Los efectos son en su mayoría prácticos (hechos en el cielo, no en un garaje) y las acrobacias aéreas se ven más impresionantes que nunca, pero la mayor atracción es ver a la determinada estrella haciendo lo que sabe hacer mejor desde el fondo de su vanidad y vulnerabilidad. La acción es tan solo una expresión del personaje: fanfarrona, enérgica, espectacular. Maverick regresa a la escuela de la Marina TOPGUN, donde entrenará un grupo jóvenes pilotos para una peligrosa misión que involucra vuelos de bajísima altitud, misiles tierra-aire y un depósito de uranio. Así como James Cameron deconstruye el hundimiento del barco en Titanic (1997) mucho antes del clímax, balanceando exactamente el suspenso y la anticipación con dosis de información, Top Gun: Maverick hace lo propio con lo que será el intenso desenlace del film. Entre los jóvenes pilotos se encuentra Rooster (Miles Teller), hijo del queridísimo Goose cuya muerte aún atormenta a Maverick. Miles Teller es el casting perfecto como el huérfano de Anthony Edwards, lleno de recriminación e inseguridad. Jennifer Connelly interpreta a Penny, el bello interés romántico de Maverick. Aún tratándose de un personaje apenas mencionado en el film original, los actores construyen un pasado conjunto tierno y nostálgico, compartiendo buena química. Val Kilmer tiene una aparición conmovedora como Iceman, el viejo rival devenido en ángel guardián de Maverick. Su escena eleva el film y le otorga una dimensión emocional crucial. Esta tardía secuela supera al original de culto en más de un sentido. Las escenas aéreas son brillantes como siempre y gozan de una autenticidad renovada por el uso práctico de la tecnología, pero mientras que el sentimentalismo del film de 1986 se siente forzado, el de 2022 mana con emoción y naturalidad. Top Gun: Maverick comprende y aprovecha el bagaje emocional de sus personajes y las relaciones entre sí - sabe que sería poco sin ellos, y nada sin Tom Cruise.
La película juega con un concepto interesante y lo desaprovecha, pero Sam Raimi inyecta personalidad y estilo al nuevo producto de Marvel de manera que pocos directores lo han logrado antes. El director es idóneo en varios sentidos. No sólo definió la fórmula que el cine de superhéroes aplica al día de hoy con Spider-Man (2002) y sus secuelas, sino que creó clásicos de culto como Diabólico (The Evil Dead, 1981) y El hombre sin rostro (Darkman, 1990), hibridando el horror y la comedia sin derramar una sola gota. Hay una finísima cuerda floja dividiendo ambos géneros y Sam Raimi es un maestro en caminarla. Esa cuerda floja es la trama de la nueva Doctor Strange, una de las cosas más ridículas en salir del Universo Cinematográfico Marvel. Que sea tan buena como es, hasta donde lo permite, se debe enteramente a su dirección: Raimi aporta la versión más entretenida de una de las historias más estrambóticas e indulgentes de la franquicia. La trama sigue al hechicero Stephen Strange (Benedict Cumberbatch) en su misión por proteger la integridad del ‘Multiverso’, la infinidad de realidades alternativas con las que Marvel promete reemplazar, poco a poco, cada uno de sus descartables superhéroes. La única persona que puede viajar entre estas realidades es la adolescente America Chávez (Xochitl Gomez) y Strange debe defenderla de quienes pretenden robar su poder. La más evidente falencia del guión es America Chavez, cuya pasividad y falta de caracterización, en combinación con su ubicua importancia, la asemejan más a una herramienta de la trama - el MacGuffin - que a un personaje. Pasa la mayor parte del tiempo de su debut en peligro de muerte, aprisionada por uno u otro, y para cuando la película revela su mensaje (“Cree en ti mismo”) podemos oír al guionista Michael Waldron abriendo una galletita de la fortuna. El personaje más importante es Wanda Maximoff (Elizabeth Olsen), la “Bruja Escarlata”. La historia trata más sobre ella que Strange o America, dado que su aflicción motiva la trama y la línea narrativa es el saldo de su propia serie de streaming (WandaVision, 2021). Es también a través de ella que Raimi canaliza sus dotes como maestro del susto y el morbo, convirtiéndola en una presencia espeluznante y regodeándose en todo tipo de horror corporal y humor macabro. Las partes más violentas parecen estar compitiendo (o copiando) con las de series como The Boys o Invincible, el último grito de la moda en materia de superhéroes sanguinarios. Los efectos especiales son de una calidad inconsistente, más creativos de lo que son creíbles. A menudo los personajes parecen segregados de los mundos caleidoscópicos en los que se zambullen y los paisajes surrealistas que dominan la pantalla. Los pasajes más sencillos son los más efectivos, como siempre; la mejor parte una persecución entre humanos de piel y hueso que no necesita más artificio que el movimiento certero de una cámara para crear urgencia y tensión. Al menos se siente real. Marvel no haría mal en rodearse de más directores con visión, aunque sea para elevar productos como Doctor Strange en el Multiverso de la Locura (Doctor Strange and the Multiverse of Madness, 2022).
El sublime y estilizado film de Robert Eggers Robert Eggers, escritor y director de “La bruja” y “El faro”, anota un triplete increíble con “El hombre del norte”. Su nueva película es épica, masiva y ostentosa, pero lo que ha perdido en intimidad y ambigüedad lo compensa con una dirección sublime y estilizada. El hombre del norte (The Northman, 2022) es una magnífica ópera visual. Su trama, un relato de venganza relativamente primitivo, no esconde grandes sorpresas. Pero hay una indudable cualidad hipnótica en la composición del film: es a la vez bello y horripilante, violento y esotérico, elevado por su cosmogonía y rebajado por el melodrama. Hay un balance delicadísimo de antinomias en juego y Eggers lo ejecuta con la destreza de un maestro de su propio arte. La película adapta la leyenda nórdica que inspiró el Hamlet de Shakespeare, acerca de un príncipe vikingo y su violenta venganza contra el asesino de su padre y captor de su madre. Amleth (Alexander Skarsgard), un guerrero dedicado a arrasar aldeas poseído por un frenesí sanguinario, es un héroe menos psicológicamente refinado que su contraparte teatral. No hay lugar para la duda o la introspección. La historia es sencilla porque la perspectiva del héroe es sencilla, simplificada por un juramento repetitivo y arengada por visiones fantásticas. Si hay un hilo conector entre las tres películas del director - que habita pasados históricos con la comodidad y verosimilitud de un viajero del tiempo - es este: sus personajes tienden a ofuscar su entendimiento del mundo (y de sí mismos) invocando supersticiones que los terminan destruyendo o trascendiendo, si es que pueden distinguir entre ambos. La bruja (The Witch, 2015) se sirve del folclore puritano para contar su historia de paranoia corruptora. El faro (The Lighthouse, 2019) cita a la mitología griega para contar una críptica fábula de anhelo y represión. Arraigada en un Medioevo brutal en el que una muerte cruel es parte de cualquier buen desayuno o deporte amistoso, El hombre del norte admite a la mitología nórdica en clave de visiones espectaculares, desde criaturas fantásticas hasta la mítica Valhalla y un gigantesco árbol genealógico, tan literal como abominable, similar al Yggdrasil. Todas vienen a justificar la violencia, en definitiva. El camino del héroe es glorificado a la vieja usanza de las sagas pero también es cuestionado, sino por el propio héroe, por quienes lo rodean. Aquí el impulso masculino es acomplejado por la intrusión del escrutinio femenino, en particular Olga (Anya Taylor-Joy) y Gudrun (Nicole Kidman), quienes se guardan los mejores monólogos de la película. Hay ritos de sobra dentro de la trama, pero la propia película cobra una dimensión ritual al emular a través del simple accionar de los personajes el ritmo, el ánimo y la mentalidad de una época en particular (excursos mágicos inclusive). En manos de otro director ésta sería una película de venganza más, otro film de acción disfrazado de algo que no es. Robert Eggers y su equipo capturan un mito y lo elevan como sólo podría haberlo hecho el cine.