Iñárritu levanta vuelo
Como la recordada El arca rusa, del ruso Alexander Sokurov, Birdman está construida íntegramente en un (falso) único plano-secuencia (se pueden adivinar dónde están los empalmes o los efectos digitales para unir diferentes tramos). En ese sentido, el trabajo del DF Emmanuel Lubezki (el mismo que ya hizo maravillas con Terrence Malick o con Alfonso Cuarón en Gravedad) es, otra vez, prodigioso.
La propuesta del director mexicano Alejandro González Iñárritu -en su mejor trabajo desde Amores perros- permite, además, el lucimiento de un brillante elenco encabezado por Michael Keaton (uno de esos regresos a lo grande que tanto gustan en Hollywood) como Riggan Thomson, veterano actor que se hizo famoso un par de décadas atrás como protagonista de la trilogía de superhéroes de Birdman y en la actualidad intenta conseguir el prestigio que nunca tuvo produciendo, dirigiendo y actuando en Broadway la obra De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver; Edward Norton (un insufrible y egocéntrico intérprete que lo secunda); Naomi Watts (la tercera en discordia sobre el escenario); Emma Stone (la hija rebelde de Riggan que acaba de salir de rehabilitación); y Zach Galifianakis (abogado, coproductor y amigo del personaje principal).
El film está lleno de humor negro, ingenio e ideas (incluso cuando aborda conflictos propios de la fauna teatral ya transitados muchas veces desde Opening Night, de John Cassavetes, para acá), pero pierde un poco cuando se regodea en su brillantez formal, en sus citas pretenciosas a Borges y Barthes, en sus referencias berretas al mundo de Hollywood (y su torpe ajuste de cuenta con los críticos) o cae en cierto desprecio no exento de crueldad y sadismo tan propios del cinismo de Iñárritu y de sus ya habituales coguionistas argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobbone.
Sin embargo, la película jamás deja de fluir y atrapar, e incluso alcanza en determinadas zonas (como la relación entre ese padre ausente/culpógeno y su hija) una intensidad emocional que el realizador de Babel y Biutiful nunca había conseguido antes. Ni la voz en off de los monólogos interiores, ni el sonido omnipresente de la batería (como en la reciente Whiplash: Música y obsesión) ni los momentos que están al borde del patetismo (Riggan corriendo en calzoncillos por Times Square y siendo filmado por decenas de personas) alcanzan a distraer de un film en el que, esta vez sí, el talento de Iñárritu le gana por goleada a sus excesos. Por suerte.