El problema de Birdman es que la película cree que es bastante más inteligente y lúcida que sus personajes. El director retrata sin piedad a unas criaturas miserables, frustradas y ambiciosas, pero la puesta en escena no se mezcla con ese universo decadente, más bien al contrario: los largos planos secuencia, muchas veces injustificados, exhiben orgullosamente un impostado virtuosismo técnico que contrasta con la materia degradada del relato. Iñárritu pinta el peor de los mundos y lo hace pavoneándose con su cámara por los pasillos y camarines del teatro: la impiedad con la que el mexicano construye sus historias van de la mano con extensos planos acrobáticos. Cuando empieza, Birdman amaga con ser una farsa, una oda al engaño y al humor grotesco al mejor estilo de Noises Off de Peter Bogdanovich en la que también se narraban las desventuras de una compañía teatral delante y detrás del escenario. Pero la farsa demanda ligereza y un espíritu burlón, y no la solemnidad y la autoconsciencia afectada de las que presume en todo momento Birdman. En el fondo, la película no hace otra cosa que apelar a los prejuicios más rancios que el público pueda tener sobre los actores de Hollywood, de Broadway y sobre el ambiente en general que gravita en torno a esos espacios. La tesis del director no es más que la actualización de una idea precocida; el guion no demanda nada a su espectador, solo le sirve en bandeja un montón de lugares comunes hiperbolizados y ya masticados listos para digerir.
Iñárritu señala con el dedo a todos y no rescata a nadie, salvo en parte a Mike Shiner (Edward Norton), un cínico de campeonato al que el relato parece observar con un poco más de interés por el solo hecho de complicar una y otra vez los planes de Riggan Thomson y de poner al descubierto las inseguridades de los demás. Como Shiner, la película es incapaz del más mínimo gesto de humanidad; al igual que en el resto de su filmografía, el director demuestra que posee un ojo solo apto para capturar la maldad y la miserabilidad. No es nada nuevo: muchos mercachifles apuestan a que la miserabilidad en cine luce bien, que vende, y ahí está para probarlo el éxito de Slumdog Millionaire, Ciudad de Dios o de la reciente 7 cajas. Iñárritu hace una película que lleva como título el nombre de un superhéroe, pero Birdman desprecia el género e intenta una deconstrucción que no es más que un comentario bobo con ínfulas de intelectualismo acerca de la supuesta vacuidad del cine de espectáculo. La tontería de la pretendida crítica se aprecia enseguida en la escena en que Birdman le habla en el plano a Thomson y en el fondo se ven explosiones y enormes monstruos salidos directamente de la mente del protagonista: el director realmente cree que una película de superhéroes se reduce a eso, a un par de explosiones y a un gigante hecho en CGI, y en consecuencia la película imagina a un espectador ideal igualmente prejuicioso e ignorante. Iñárritu incluso se toma el trabajo de conseguir como protagonista a Michael Keaton, primer Batman en cine después de Adam West, como para sumar una capa extra de sentido que disimule en parte la chatura de todo el conjunto. De paso, el director recluta a Emma Stone y Zack Galifianakis y los pone en la piel de personajes grises y horribles, como si disfrutara del experimento de observar a dos grandes comediantes retorciéndose bajo sus órdenes.
La película es cruel y no conoce límites a la hora de someter a sus personajes a la humillación y el sufrimiento. Un foco de luz cae sobre la cabeza de un actor y lo lesiona severamente, un embarazo que termina de manera abrupta deja deshecha a la futura mamá, un personaje (por culpa de un accidente) debe salir a la calle en calzoncillos y someterse al escrutinio de cientos de transeúntes; el guion no escatima en situaciones degradantes y cada personaje carga con dosis suficientes de malicia como para justificar semejantes vejaciones. Birdman no entiende de calidez o de solidaridad, solo puede escenificar el resentimiento, como en el encuentro que tiene Thomson con la reconocida crítica de teatro: ella, fría y malvada, le anticipa que va a “destruir” su obra incluso sin haberla visto, argumentando que el protagonista ocupa un espacio que no merece. No es raro que una película que piensa y reflexiona tan mal como la de Iñárritu imagine tan pobremente a un posible interlocutor: algo similar pasaba con el crítico que hacía Bob Balaban en La dama del lago de M. Night Shyamalan, otro director demasiado pagado de sí mismo y de su lugar de auteur.
Finalmente, la obra basada en un cuento de Raymond Carver resulta un fracaso pero la recepción y la difusión son excelentes. Así es como la película realiza su acto de cinismo mayúsculo, diciendo que estos personajes tan horrendos existen no en calidad de excepción sino como expresión acabada de toda la sociedad, la misma que premia y aplaude ese teatro mal hecho. Los diálogos finales, igual de groseros que los de toda la película, se encargan de explicar bien la moraleja: basta con poner en escena alguna clase de show truculento para que un público embrutecido lo festeje y para que el periodismo se haga eco del asunto. Así, la película cierra el círculo: Iñárritu crea un mundo con personajes ruines a los que el relato se encarga de punir oportunamente por sus bajezas, pero que terminan triunfando a pesar de todo porque los espectadores son igual de tontos y malvados que ellos. La cosa con los misántropos de cuarta categoría como Iñárritu es que están tan seguros de qué cosa es el mundo y de cómo es la gente que lo habita que no queda lugar para la discusión o la duda. De todas formas, nada parece haber cambiado mucho: con los años, el cine de Iñárritu parece haber cosechado un buen número de seguidores siempre dispuestos a confirmar los prejuicios más obvios y a elogiar cualquier clase de artilugio cinematográfico que se evidencia como tal. Antes era la manera de entrelazar las historias de sus relatos corales, ahora serán los planos secuencia, una misteriosa voz en off y el baterista ese que aparece a cada rato y en cualquier parte.