Alta comedia.
El absurdo descontrolado y el simbolismo polisémico presentes en Birdman hablan de una jugada atípica en el imaginario de un Alejandro González Iñárritu que decide cambiar la poética cruda de sus melodramas contemporáneos por una ironía naif sobre el trasfondo artificial latente en la industria norteamericana. El martirio lacrimógeno del director muda su piel y se permite varios delirios surrealistas para fomentar una parodia inusual en el mainstream. Ante semejante viramiento, una sinfonía de ladridos desmesurados opta por acusarlo como un border en estado grandilocuente que atenta contra su propia faena y que en una táctica desesperada por reinventarse, termina alimentando una película ciclotímica con tecnicismos precarios (un falso plano secuencia que divaga por la trastienda de una obra teatral y que cuando quiere sale al exterior) y desenfundando un lenguaje sarcástico que no le corresponde.
Birdman trabaja como una epopeya codificada pero no por eso llega a ser la anomalía que desvirtuase el esquema tradicional de su autor. Al romper con el patrón amargo que alumbra sus producciones y testeando una risotada burda, se conciben unos acotados chistes de salón, repartidos dentro del ambiente caldeado que intentan emular (un ensayo fatídico y las miserias que se soportan en bambalinas). Este trato cargoso con el calvario hipócrita del espectáculo sirve para evidenciar la posición externa (tengan en cuenta que detrás de esta idea hay varios latinos) frente al clima conservador que afecta al mercado cinematográfico actual. Esta es la base que dirige Iñárritu para difamar el caretaje contaminante en los artistas (el protagonista es acosado por la voz de un superhéroe parido en un blockbuster al que interpretó tiempo atrás), pero quien la liga con énfasis es todo el rejunte de Broadway. El realizador mexicano genera una apuesta extravagante para mojarle la oreja al mismo sistema que actualmente le da de comer mientras de paso saca a la superficie el lado oscuro de todos sus implicados (desde el público hasta el sindicato no se salva nadie).
Otra referencia básica del sello Iñárritu como es el reparto étnico a lo largo de una historia, esta vez decide volcarse específicamente a estrellas nativas norteamericanas. Así tenemos al enorme Michael Keaton alardeando con su caripela de culto como Riggan Thomson, el actor frustrado que lucha por encausar su carrera, aunque soportando una dilatada autoestima y las deudas financieras que se le fueron generando. La idea es representar sobre el escenario What We Talk About When We Talk About Love de Raymond Carver, pero una serie de eventos desafortunados le complican la existencia a Riggan, mientras que es secundado de cerca por los comics reliefs de su rival (la pedantería sarcástica de Edward Norton) y su fiel manager (la acidez moderada de Zach Galifianakis). En el apoyo logístico se lucen Amy Ryan y Emma Stone, conformando el entorno puro de un artista vapuleado por la prensa esnobista y abandonado por los productores.
Los valores locales de Armando Bo y Nicolás Giacobone desempeñan un guión de apertura física y mental encausado a ser una apuesta arrogante en su fusión de carisma new age y sketchs improvisados. Birdman se convirtió en una obra galardonada y de modismos avalados por el gusto académico, pero ciertos fundamentalistas obstinados en adoptar una pose canchera condicionan su accionar y ningunean su propósito. Hablamos de la difamación chabacana que le busca el pelo al huevo para despuntar el vicio persecuta en palabras de detractores verborrágicos y sus malas lenguas. Mucha palabrería exótica para marcar tendencia, ya que a falta de un argumento sincero para con la obra, se insiste en defenestrar su envoltorio.