Todos los años, entre febrero y marzo, a pesar de guerras, invasiones y otras calamidades, se realiza la entrega de los Premios Óscar, la fiesta donde las celebridades se muestran, desfilan y rinden pleitesía a un gigante que no tiene cara. La novedad de esta entrega fue que por segundo consecutivo un mejicano ganó el premio a Mejor Director: en la entrega anterior fue para Alfonso Cuarón y en esta para Alejandro González Iñárritu. Una diferencia no menor es que Birdman, la película dirigida por el segundo, se llevó también el premio a Mejor Película. ¿Importan estos datos? ¿Importa la Academia? Como decía hace un tiempo en ocasión de 12 años de esclavitud, más allá de la frivolidad de la ceremonia, lo que interesa es la manera en que a través del premio la Industria de Hollywood vuelve a definir lo que, según ella, debe ser el cine. El imperativo podría encontrar una síntesis entre varios elementos: un tema “importante”, virtuosismo formal y actuaciones desbordadas. Si Gravedad no ganó el premio mayor se debe a que no cumple con ninguna de las tres, ni siquiera con la segunda, a pesar de haber ganado casi todos los rubros técnicos: su propuesta visual y sonora nunca es pirotécnica sino precisa y sutil. González Iñárritu, por otra parte, es uno de los máximos referentes del cine que promueve la Industria, un cineasta que desde Amores Perros fue activando progresivamente el detector que identifica lo que el mercado quiere ver y lo que se suele definir como el “gran” arte. Para decirlo de otra manera: el efectismo del peor cine norteamericano y la solemnidad del peor cine europeo.
Birdman cuenta la historia de Riggan Thomson, interpretado por Michael Keaton, un actor venido a menos y reconocido por haber interpretado a un superhéroe llamado, precisamente, Birdman. La última película de la saga Birdman fue estrenada en 1992, el mismo año en que Keaton filmó Batman. Desde ese momento Thomson no hizo nada relevante. Ahora, inmerso en una crisis personal decide adaptar, dirigir y protagonizar en Broadway una obra de teatro de Raymond Carver titulada ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Parece un intento de reivindicación: un actor de películas de super héroes, blanco fácil de la crítica de cine, quiere interpretar a Carver, prototipo de artista honesto y visceral. Unos días antes del estreno de la obra, en medio de ensayos y preestrenos, un golpe “accidental” nockea a uno de los actores y Thomson, junto con Jake, su productor y amigo, lo suplantan por Mike Shiner, el actor del momento en el mundillo teatral. Al elenco de la obra lo completan Lesley, la novia de Shiner, una actriz que quiere llegar a la cima del mundo del espectáculo y Laura, la novia de Thomson, otra actriz con las mismas pretensiones. Detrás del escenario deambulan el mencionado productor, preocupado por sostener los andamiajes de la empresa, la hija de Thomson, una joven rehabilitada por consumo de drogas con pose depresiva, y la ex mujer de Thomson, cuya breve aparición intenta representar todo lo (poco) que se perdió el protagonista si se hubiera dedicado a su familia.
La experiencia cinematográfica implica una evidente asimetría: hay alguien que decide, a veces antes de que exista el plano, cuáles elementos se van a ver, cuáles no y por cuánto tiempo. Siempre hay manipulación, el asunto es en qué medida. Lo que sucede en Birdman (accidentes, peleas, entrevistas con la prensa, amores cruzados) se escapa muy poco del espacio donde se interpreta la obra. El gran escenario está atravesado por varios travellings que, como hace sesenta años en La soga, simulan ser uno solo. Ni en aquella película ni en esta el recurso tiene una verdadera función. En la de Hitchcock, el arma que se utiliza para cometer el asesinato le da nombre a la película y funciona como excusa plástica, pero la historia podría haber sido narrada con cortes sin que nada cambie. Incluso hubiera sido mejor: en varias secuencias uno se desprende de la intriga e intenta descifrar cómo se las arregló el director para lograr la continuidad visual en una época en la que los rollos podían filmar hasta diez minutos. En Birdman, a pesar del salto que implica el digital, pasa algo parecido: cada plano, mérito principal de Emanuel Lubeski (el mismo Director de Fotografía de Gravedad), no busca la integración del espacio ni la inmersión del espectador, sino sacarlo de la trama para que recuerde la pericia del artista que está detrás. A pesar del narcicismo, la apuesta podría tener un costado lúdico, pero el director se toma tan en serio a sí mismo que nunca se permite esa posibilidad. La egolatría de los artistas, el deseo de ser amado, la realidad y la ficción, la alta cultura versus la baja cultura, el teatro, el cine, la crítica de arte, el poder, el jazz, la inmediatez de las innumerables plataformas comunicacionales que nos rodean y otros tantos tópicos están metidos a presión en una película que le guiña el ojo a la misma crítica “culta” que dice cuestionar.
Sin embargo, si uno quisiera disfrutarla (cosa que se puede hacer tranquilamente porque, seamos sinceros, esta no es 12 años de esclavitud), debería olvidarse de la enumeración que figura en el párrafo anterior. Es todo un esfuerzo, pero vale la pena introducir una voluntad lúdica en una película que no se lo permite, olvidarse de las sentencias graves que escupen los personajes cuando se refieren al mundo o a sí mismos y concentrarse, finalmente, en la manera en que la cámara de Lubeski se desliza por el espacio y en la omnipresencia potente de la batería jazzera que atraviesa todo el relato. Si nos animamos a ese ejercicio, que no intenta escaparle a la profundidad a través de un camino banal, quizás logremos disfrutar de la película y comprendamos que el problema no es tanto su ampulosidad formal, sino el exceso de importancia que carga como lastre.