Una de las grandes películas en lo que va del 2015, por su vitalidad y propuesta estética
Alejandro González Iñárritu debe ser de los pocos directores en el mundo (en Argentina es tremendo) que predispone a la crítica a un estado de confianza ciega o de rechazo absoluto, y aún en este último caso se revela, en los que hablamos y escribimos sobre cine, cierto grado de saña, con la consiguiente e inevitable sensación (para quienes leen esas opiniones) que la obra puede gustar o no; pero no pasó desapercibida. Nada mejor pues… Nada mejor que el arte incomode. Cuando esto sucede, los adjetivos aparecen de forma inmediata.
¿Se cuenta una historia? Sí, claramente. Se puede simplificar bastante: En busca de una nueva oportunidad en su carrera, la reivindicación de su talento, y sobre todo el reconocimiento como actor, Riggan Thomson (Michael Keaton), otrora estrella del cine comercial que tuvo su apogeo al haber interpretado a un superhéroe (el del título), decide adaptar, actuar y dirigir un texto corto de Raymond Carver (1938-1988),“De qué hablamos cuando hablamos de amor” (1981), para estrenar con toda pompa y boato en un teatro de Broadway. Ambiciona la concreción de su “gran regreso”, de prender su estrella. Tal vez por eso la primera imagen de este drama con mucho humor irónico es la de un bólido incandescente en caída libre. Pero hay cuestiones mucho más profundas en ésta película. Múltiples
Preliminarmente es fácil caer (y quedarse) en la superficie de la forma, capas de texto y subtexto que se van descubriendo a medida que transcurren las acciones, e incluso días después de verla. Es como escuchar “Set the twilight reeling” de Lou Reed, un disco que en la primera escucha parece una exacerbación de la distorsión, pero luego el oído agudo va descubriendo otras capas de sonidos, sutilezas de la mezcla sin las cuales la intención sonora no sería posible.
Los cuatro guionistas, incluidos los argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobone, escribieron la historia sobre un actor que no se da tregua en esto de la ambición. Un actor que comienza concentrado al punto de la levitación. Se aleja de su ser, para dejar entrar al personaje de la obra que intenta poner a punto. A la vez, su antigua estrella, el personaje que lo llenó de popularidad hace veinte años, le habla, lo pincha, pone el dedo en llaga. “¿Qué hacemos acá?” le (se) pregunta Bridman a Riggan. Querer (perdón, codiciar) la trascendencia en el mundo de la actuación lo coloca en una posición de rechazo ante el “tener que ser”. El ícono cultural que lo llevó a la fama se transforma en un némesis que lo persigue. Lo tienta. Intenta llevarlo al lugar de la comodidad, “hagamos la 4, y que se vayan a cagar” suena en su mente, y cada vez que esto ocurre los súper poderes de la popularidad le hacen creer en su poder de telequinesis.
Los estados de ánimo por los que transita Riggan están condicionados por los encuentros esporádicos y reiterados con otras personas: tanto su hija Sam (Emma Stone) que salió de rehabilitación por drogas y ahora es su asistente, como su productor y mejor amigo Jake (Zach Galifianakis), como Mike (Edward Norton) un actor mediático asegurador de venta de entradas que ingresa al elenco a partir de un
(¿accidente?), y el resto del elenco (Naomi Watts , Lesley, y Andrea Riseborough, Laura) conforman el universo motriz que justifican la razón de seguir adelante, con lo cual “Birdman”, o la inesperada virtud de la ignorancia”, trastoca las temáticas a abordar según el momento. Cada uno de los personajes funciona en el relato como una suerte de mojón en un camino hacia la (¿evitable?) autodestrucción.
El hombre necesita enderezar su camino artístico. Buscar otras fronteras. Explorar otros lugares del mundo de la actuación. ¿Demostrar al mundo que no era sólo un actor comercial? Sí, puede ser eso también. Es él. Esta historia es sobre él, sus miedos e inseguridades lo han dejado en este presente. Al contrario de lo que puede suponerse, Riggan no desea volver al nivel de popularidad fácil que le regaló Hollywood, sólo desea confirmar que puede recorrer otros caminos en su profesión. La ambición se transforma en codicia, la generosidad en falta de escrúpulos, y la humildad se vuelve egocentrismo.
El director decide contar todo a lo largo de dos o tres días en una acción continua, creando la ilusión de estar frente a una película de una sola toma secuencia. Con trucos de montaje a la vieja usanza, una suerte de homenaje a George Meliés (salvando las distancias temporales). La cámara no se detiene nunca. Hace un recorrido quirúrgico por los pasillos, camarines, telones, butacas, azoteas y ventanas. El trabajo de Chris Haarhoff en la steadycam y el de Emmanuel Lubesky en la fotografía tiene una estupenda coordinación que colabora con los climas teatrales de la película y se transforma en una radiografía visceral de ese teatro enorme. “Birdman” es como recorrer el esqueleto de un dinosaurio devorador de proyectos artísticos, cuya destrucción se reduce a la venta de entradas. En su interior habitan seres de todo tipo, pero son seres que sólo pueden habitar en ese lugar y en ese contexto.
Muy lejos del afuera y muy cerca de una visión sesgada de la realidad. Esa burbuja dentro de la cual viven los artistas (de ahí el sub título “la inesperada virtud de la ignorancia”). Esto se complementa con la percusión de Antonio Sánchez en la banda de sonido. Sus golpes repiquetean en la mente de Riggan y en todo el entorno. Se detiene, avanza. La banda sonora late con los personajes. “Es fácil vivir sin enterarse”, decía la letra de John Lennon. Los habitantes de este microcosmos no pueden ver más allá de sus narices, a excepción de Sam que (a lo mejor) por venir de una rehabilitación por drogadicta tiene una pequeña luz de esperanza al reinterpretar la circunstancia de su padre con una mirada. Entiende los códigos, en especial esto de “irse de gira”.
Brilla el elenco. Michael Keaton ofrece un personaje riquísimo en complejidad que por cierto (como sucede en el teatro) necesita del talento del resto. En especial Edward Norton y Zach Galifianakis. “Birdman”, o la inesperada virtud de la ignorancia, es una obra llena de vitalidad pese a la oscuridad del relato y su humor ácido. Con un director que se juega a fondo por su propuesta estética y su manera de narrar. Una de las grandes películas del año.