Y sí, media estrella. Esta es la historia de un actor que interpretó a un superhéroe en la pantalla (Michael Keaton, de a ratos lo mejor de la película) y que quiere triunfar en el teatro neoyorquino, tratando de encontrar prestigio. Es decir, el cine de efectos especiales no es prestigioso, los que lo hacen no son actores, etcétera, la ironía grosera es que Keaton fue Batman para Tim Burton, films geniales para cualquiera con sangre en las venas. Hay una actriz frágil (Naomi Watts), un actor pedante (Edward Norton), una hija díscola (Emma Stone) y una crítica que es mala y perversa e ignorante y que no “crea nada”. Es decir, una sarta de lugares comunes. No sería un problema. El film está montado para que todo parezca un solo plano secuencial –puro efecto digital, en suma–, y no se justifica más que para que digamos “¡Faaaaahhh…!” por lo técnico (¡Oia!, igual que la reacción que busca Transformers). Tampoco es un problema: es inocuo pero no molesta. El problema es que Alejandro González Iñárritu cree que insultar con carcajadas es humor. Y no, es insulto del peor: del que se coloca en un lugar de superioridad incluso respecto de sus personajes. La anacrónica diferencia “gran arte-arte popular”, que hace de lo masivo algo deplorable (pobre Shakespeare, no…) es la prueba de que Iñárritu no entiende el cine más que en su aspecto técnico, ni los guiones más que en lo declamativo. Si quiere probar, adelante: de lo pésimo también se aprende.