La primera vez que vemos a Michael Keaton en Birdman éste se encuentra de espaldas, literalmente elevado por los aires haciendo la posición del loto. Cómo ha alcanzado ese estado de elevación aún no lo sabemos, pero sospechamos de entrada que ésta película de Alejandro González Iñárritu será, cuando menos, distinta. Distinta al promedio de estrenos (aún en temporada de Oscars) y, mejor aún, distinta respecto a su gastada filmografía. A diferencia de la narración fragmentada que había utilizado hasta el hartazgo en Amores Perros, 21 Gramos y Babel, en Birdman la secuencialidad no se limita únicamente al desarrollo de la historia (que es, para colmo, contada en tiempo real) sino que hasta se infiltra en el aspecto técnico: en esencia, aún con cortes disimulados, la película está compuesta por un único plano secuencia. A esta altura, tenemos la certeza ya de que nos encontramos frente a una de las películas más interesantes y delirantes del año.
Birdman es una devastadora crítica al arte interpretativo desde el teatro y el pomposo status de “celebrity”, pero es también una lectura del estado actual del cine, las franquicias, el voyeurismo y, sobre todo, el narcisismo exacerbado, arriba de las tablas medido en reseñas, abajo estupidizado en posmodernas selfies. La vida de Riggan (Keaton), otrora protagonista del film de superhéroes del título (y paralelismo evidente con la real interpretación de Keaton del Batman burtoniano), trastabilla entre delirios de grandeza y la necesidad de reconocer que, de no poder convencer al mundillo del espectáculo que puede ser un gran actor, podría caer presa del más cruel olvido.
Ese mismo olvido que lo llevaría inevitablemente a tener que repetir un personaje exitoso pero ciertamente no respetado.
Riggan es, sin embargo, tan sólo un actor más obsesionado con la idea de “inmortalidad a través del arte”: conviven allí Edward Norton, un soberbio y pedante -pero reconocido- actor de Broadway, Naomi Watts, una actriz menos apasionada pero moderadamente talentosa y Zack Galifianackis, su representante eternamente preocupado por números y contratos. Ninguno de ellos, de todos modos, siente tanto el peso del arte dramático como Riggan, que en verdad más bien lo padece. Por eso impacta ver cómo aún con ese peso el aquejado hombre con el tiempo se eleva, al igual que lo hace la película a medida que el dilema existencial que lo sofoca se va tornando cada vez más oscuro. El delirio se convierte netamente en pesadilla y la línea entre lo real y lo ficiticio termina de borrarse cuando, ante un aparente salto al vacío, alguien pregunta “¿esto es real o es una película?”. La respuesta, claro, es la segunda opción. Iñárritu lo sabe y quiere transmitírselo al espectador. Y para ello elige hacerlo a través de una impecable lección de cine.