El misterio del hombre pájaro
Alejandro Gonzalez Iñárritu es un director que ha entrado por la puerta de grande con su megaproducción Amores Perros. Impactante por lo visual y su radiografía –for export- de las diversas clases sociales de la capital mexicana, Iñárritu es un director al que le gusta dar lecciones morales, haciendo padecer un poco a los personajes y bastante, a los espectadores.
Por ese momento, su relación con el guionista Guillermo Arriaga producía un efecto interesante. Más allá de los moralismos, Arriaga es un escritor neto, que podía demostrar personalidad narrativa independientemente de la cámara publicitaria de director.
A la distancia, sin embargo, Amores Perros es un cuento efectista, sobrevalorado y con una mirada fría, más propia de un burgués que mira todo con altura y a la distancia que de un realizador con los pies imbuidos en el barro de la sociedad.
Sin embargo, el experimento bastó para que Hollywood pose sus ojos en el mexicano y lo compre, con Arriaga incorporado.
La primera obra en tierras anglosajonas fue 21 gramos. Película subvalorada y bastante atacada, pero en la que sin dudas, la presencia de Arriaga era mayor que la de Iñárritu. El guión completamente desfragmentado y desarmado, presentaba una acumulación de golpes bajos, pero que terminaban teniendo una coherencia narrativa con el mensaje –más optimista que el de Amores Perros- y un retrato con un poco más de los pies en la tierra. Además el trío compuesto por Watts, Del Toro y Penn conseguía sacar a flote cualquier desnivel narrativo.
Y así llegamos a Babel, película por la cual Iñarritú inexplicablemente ganó el premio como mejor director en Cannes. Si bien varios colegas la odiaron, yo admito que no me pareció tan mala, pero tampoco la pongo en el pedestal donde la pusieron los críticos y la academia de Hollywood. En sí, la idea y la historia son interesantes, aunque su acumulación de golpes bajos y mensaje conciliador terminaba por irritar más que de asombrar. Nuevamente, se nota la mano de Arriaga, pero aquí pesa más la producción de Brad Pitt y el estilo de Iñárritu que la narración. Esto Arriaga lo vivió y decidió distanciarse del director.
Hizo bien. La cuarta obra de Iñárritu, Biutiful, co escrita por los primos argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobbe es una de las peores torturas cinematográficas que existen. Debería formar parte de las herramientas sádicas de Christian Grey. Bardem sufre todo y de todo en una película interminable y asquerosa de principio a fin.
De esta manera conocemos el perfil de Alejandro González Iñárritu, un director más preocupado por impactar que por narrar, por calar en la retina del espectador, pero no en sus huesos.
Y así parece que Iñárritu, tras chocar con más detractores que defensores decidió hacer una “comedia”. Claro. La idea de comedia para Iñarritú es insultar actores, a la industria de Hollywood y a los críticos, pero sin perder su eterno perfil moralizador. En este caso, las drogas y el alcohol. Y el ego, una adicción de la que, según el realizador, sea en Broadway o Hollywood, todos forman parte. Lo triste es que no se da cuenta que él también. Y Birdman es más que nada eso. El capricho de un nene que lo tiene todo, lo usa pero realmente no sabe que contar con todo eso. O mejor dicho, no se decide.
No se puede decir que el guión co escrito por el director y los primos argentinos, más un dramaturgo de Broadway, sea malo, pero sí, pomposo.
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La idea, el collage de personajes que tratan de sobrevivir a la neurosis del director es interesante. Un actor que desea salir de su encasillamiento de super héroe está por estrenar una obra de teatro, y justo con los nervios típicos de un estreno, se accidenta uno de los actores, por lo cual entra como reemplazo, el típico intérprete de método, un Marlon Brando, mujeriego, soberbio que planea quitarle la obra a su director, haciéndose figura y neutralizando a la competencia en escena. O sea, el propio Riggan Thompson, aka Birdman, director de la obra.
Si esto fuera poco, la novia de Riggan cree que está embarazada; tiene como asistente a su hija, que acaba de salir de un programa de rehabilitación de drogas, con la cual intenta recuperar una relación perdida por el estrellato, y un publicista y abogado que lo presiona constantemente. A todo esto, la sombra de su superhéroe no le da descanso, como una mala conciencia que le pide volver al personaje que lo catapultó a la fama.
Hasta acá, fantástico. Podría tratarse de un típica screwball comedy con la ironía de Billy Wilder o Neil Simon. Pero no. Es Iñarritú y todo debe ser IMPORTANTE y notorio. Si bien, como en las comedias de enredos, se abren y cierran puertas constantemente, Iñarritú decide filmar todo en un falso plano secuencia emulando a La soga de Hitchcock, pero con elipsis espacio temporales incluidas, lo cual, podría ser ingenioso, sino resultara demasiado artificial. Y es que el artificio es parte de la estética buscada. Los actores hablan con lenguaje teatral, y por momentos, uno como espectador no sabe si están actuando la obra o la película. El chiste funciona, una, dos veces. Después cansa e Iñárritu se da cuenta demasiado tarde.
En el medio de las situaciones “hilarantes”, Iñárritu mete su crítica a la moda de tanque hollywoodense. Personajes del universo de Marvel y Transformers se cruzan gratuitamente en la pantalla y el escenario solamente para mostrar la aversión del director por esos géneros. El resultado es inepto porque toman tanto protagonismo visualmente, que nuevamente, el chiste. Se agota.
O sea, no es suficiente tener a Michael Keaton – ex Batman- con remordimientos por haberse negado a seguir con las secuelas de Birdman –lo mismo que hizo el actor en la vida real con el personaje del hombre murciélago- y a Edward Norton- ex Hulk- interpretando a un buen actor con mal carácter y mucho ego –como se dice que es Norton en la vida real, y para enfatizarlo incluso en un plano dentro del plano secuencia es iluminado con un tono verdozo y parece el mismísimo Hulk enfurecido, así como tampoco parece casual que Naomi Watts sea nuevamente compañera de elenco porque laburaron juntos en Al otro lado del mundo- también Spiderman da vueltas por ahí para simbolizar el ocaso del intelectualismo en la sociedad estadounidense por culpa de los cómics, que además destrozan actores.
Y así entre artificio intencional hasta la monotonía, delirios de grandeza y una batería que –como diría el personaje de J.K Simmons en Whiplash- nunca está al tempo con las imágenes –en forma intencionalmente caprichosa- se construye Birdman, una suerte de telenovela mexicana, disfrazada de comedia irónica y cuento intelectual, pero telenovela al fin.
Ni las actuaciones, ni la música, ni la fotografía de Emmanuel Lubezki, que en forma independiente a la película, suenan y se ven impresionantes, logran ser correspondientes y coherentes entre sí, brindando uno de los films más sobrevalorados de los últimos tiempos, orquestadas por un director egomaníaco, subido a su super yo creativo, que está tan vacío de ideas genuinamente cinematográficas como la industria que decide criticar.
El universo de los actores y directores se puede ver reflejado en esta ironía. Todos se han topado con estos egos y enfrentamientos entre intenciones artísticas, marketing y decepciones personales –tanto en el ámbito personal como profesional- pero no por eso se debe ver solo el envoltorio de un paquete que es demasiado grande y ruidoso por afuera. Los colores y sonidos se venden solos, y son fáciles de comprar, pero en el fondo de todo, solo hay un director queriendo demostrar que es un artista completo, que no es un mero director de publicidades cancheras que filma “lindo”. El problema es que cuanto más desea mostrar otra cara, más cae en un vacío redundante y pretencioso publicitario. Acá no se trata de vender un producto, sino sencillamente, de contar una historia. Y eso es lo que menos se entiende de todo esto.