Luego de su paso por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, en la Competencia Argentina, Los que vuelven, de Laura Casabé, se estrena en Cine.Ar TV y Cine.Ar Play. Esta crítica fue escrita para la cobertura del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata de 2019. Los que vuelven, de Laura Casabé, es una atrapante obra que indaga en el tema de la maternidad, a través del cine de género. En esta oportunidad, la directora reversiona su cortometraje La vuelta del malón y lo lleva a la selva misionera, donde conviven diferentes culturas. Con cierta reminiscencia a la narrativa de Quiroga, la directora le da identidad y una vuelta de tuerca al género de zombies. Esta vez con una impronta política relacionada al exterminio y la esclavitud que el hombre blanco imponía a principios del siglo XX sobre los pueblos originarios. Julia (María Soldi), la esposa de un terrateniente (Alberto Ajaka), es testigo de cómo la selva se quiere llevar a su hijo. Mucho más no se puede decir porque la película depara estructuralmente más de una sorpresa. La creación de atmósferas y climas es notable. La fotografía, montaje, sonido, efectos especiales y maquillaje se aúnan para que el espectador entre en esa geografía hostil y misteriosa. La convergencia de leyendas y mitos rurales con la crítica sociopolítica acerca de una sociedad dominada por el patriarcado y los terratenientes que usurparon tierras, explotando recursos económicos con fines capitalistas, convergen en un relato inteligente que, a través de la fantasía, metaforiza el estado actual de la sociedad. Lo que narra Casabé es una radiografía contemporánea que nos lleva a reflexionar que la expropiación de los recursos naturales y a los pueblos originarios, el abuso de los hombres sobre las mujeres, no son temas de cien años atrás. Por otro lado, y de manera también simbólica, se puede leer una connotación implícita sobre el secuestro de hijos y bebés de desaparecidos durante la última dictadura. Envolvente, meticulosa en su factura técnica, quizás un poco solemne, y sobre todo muy climática, Los que vuelven es un trabajo magistral de una de las realizadoras más prometedoras del cine nacional contemporáneo.
Se estrena en Cine.Ar TV y Cine.Ar PLAY Lina de Lima, el primer largometraje de ficción de María Paz González, una original mirada sobre la inmigración. La protagonista de Lina de Lima es Lina (Magaly Solier, la notable actriz de La teta asustada), una madre divorciada que trabaja para una familia aristocrática chilena. Sus tareas son cuidar de la nueva casa que ha construido el padre, así como de la hija preadolescente. Lina planea volver a su casa en Lima para Navidad y visitar a su hijo ya adolescente, pero diferentes adversidades podrían impedir ese viaje. González evade ingeniosamente los clisés y lugares comunes del drama de desarraigo. Por el contrario, expresa los sentimientos y contradicciones de la protagonista a través de excelentes números musicales que le rinden tributo a la música, cultura e iconismo peruano. Desde los colores seleccionados hasta el idioma nativo. Incluso se da el lujo de emular a Busby Berkeley. El tono del film nunca es redundante ni sentimental. Evita caer en solemnidades, con una cuota de humor orgánico y el talento, la gracia y versatilidad de Solier son un pilar esencial del relato. Además de tener un guion de hierro que nunca se vuelve redundante, el film critica las diferencias sociales en el centro de la sociedad chilena, con sutileza, sin bajar línea, si no como contexto de los conflictos que debe superar la protagonista. La maternidad y la familia sustituta son un ingenioso mecanismo para que la directora hable sobre la incomunicación y el materialismo de la actual sociedad. La relación distante y fría de la protagonista con su hijo, la ausencia de las figuras paternas y la cofradía que consigue con personajes con los que no tiene un lazo sanguíneo, dan pie a interesantes reflexiones sobre las relaciones humanas contemporáneas, donde ni siquiera hace falta hablar un mismo idioma para conectarse con el otro. Inspirada, original, visual y sonoramente estimulante, Lina de Lima, con su tono agridulce social, es una interesante propuesta.
Se estrenó en VOD, en Puentes de Cine, Retrato incompleto de la canción infinita, documental de Roly Rauwolf que indaga en la historia, la discografía y el proceso creativo de Daniel Melero, una figura de culto del rock nacional. “La fama te la da la gente. El éxito se lo hace uno. Yo soy exitoso”. Así se autodefine Daniel Melero, posiblemente el secreto mejor guardado del rock argentino. Un ser místico, de culto, conocido pero no reconocido, una de las grandes figuras de la música alternativa nacional. Líder y vocalista de la banda Los Encargados, el nombre de Melero empezó a cobrar mayor relevancia como productor de numerosas bandas como Soda Stereo o Babasónicos, por ejemplo. Además colaboró artísticamente con Gustavo Cerati numerosas veces y ayudó con la difusión de bandas como Los Brujos. El documental de Rauwolf tiene dos vertientes narrativas. Por un lado, un relato lineal y cronológico, efectuado por el propio Melero, con jugosas anécdotas y opiniones personales sobre la música y el rock argentino. Por otro, la búsqueda de un montaje experimental realizado a partir de material de archivo donado por el protagonista. Este material, que incluye diarios de viajes, backstage de grabaciones y recitales y presentaciones en teatros y canales de televisión, es realmente llamativo. Cambian las texturas y los formatos. Tiene una concepción atemporal que contrasta con el relato, que es bastante convencional. Para ser el “retrato” de un artista vanguardista, que siempre sale a la búsqueda de un sonido novedoso, la narración es bastante clásica, así como también la concepción de la entrevista. Sin embargo, el relato tiene tanta fluidez, es tan enérgico y rico en matices, opiniones y anécdotas profesionales, que es imposible perder el interés por la vida y obra del personaje. El atractivo de Retrato incompleto de la canción infinita se expresa, únicamente, en el redescubrimiento de un músico visionario, que admite cuáles fueron sus errores, pero también sus logros personales, desde un prisma bastante distante, casi objetivo, porque lo que Melero siempre buscó fue la satisfacción artística personal. También se abre, con honestidad, sobre su participación en el disco Oktubre, de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y su influencia en los primeros discos de Soda Stereo. Para el protagonista, las canciones y los discos no tienen un final definido, “simplemente, hay que dejarlos ir”, y con la película sucede algo similar. A pesar de que nunca deja de ser atrapante, en un momento encuentra el desenlace. Podría haber continuado por unos minutos más, tranquilamente. En cambio, encuentra un final, casi abruptamente, sólo porque necesita terminar. Aunque, durante los créditos, queda abierta la posibilidad de una secuela, este Retrato incompleto… cumple, en sus breves minutos, como reflejo de un artista complejo, no en un sentido personal, pero sí en lo que respecta a búsquedas musicales. Quedan pendientes testimonios externos, ajenos al cantante, pero queda claro que el objetivo del realizador era que Melero sea la única voz y que el material de archivo funcione como una especie de memoria difusa y selectiva que apoye, sin redundancias ni subrayados, al relato del protagonista. Lo mejor son los fragmentos relativos a su relación con su principal colaborador de los últimos 30 años y algunos momentos oscuros de su carrera. Un personaje atípico que se abre al público con honestidad brutal y sinceridad absoluta. Fluida, dinámica y con bienvenidos aportes humorísticos, Retrato incompleto de la canción infinita es una sorprendente obra en primera persona, que desnuda la personalidad de un músico misterioso que fomentó el rock alternativo y tecno en nuestro país. Sobre todo, una figura que sigue siendo una referencia para la vanguardia musical, un artista exitoso, no famoso, cuya discografía no puede dejar indiferente a cualquier amante de un sonido impredecible, concretado fuera de los paradigmas convencionales.
El precio de la verdad, lo nuevo de Todd Haynes, se inscribe dentro del subgénero “cine de denuncia” y, si bien se aleja de la temática y estética tradicional del realizador, confirma, al mismo tiempo, la solidez como narrador del director de Lejos del paraíso. Abogados luchando contra empresas que contaminan el agua de granjeros. No se trata de una temática novedosa en el cine estadounidense. En 1998, Steven Zaillian, el guionista de El irlandés, dirigió Una acción civil, película en la que John Travolta interpretaba a un ambicioso abogado que decide defender a una familia, cuya agua fue contaminada por una empresa multinacional. Dicha temática también fue la excusa de Erin Brockovich, el film del año 2000 dirigido por Steven Soderbergh, donde Julia Roberts, que ganó un Oscar por este personaje, era una abogada y mesera que decide ir en contra de una importante empresa que también contaminó el agua de todo un pueblo rural. El tema parece no agotarse nunca. Ahora Todd Haynes, el prolífico director que, por un lado, representó la homofobia en los años 50, y la represión sexual con las excelentes Carol y Lejos del paraíso, y por otro hizo dos notables y personalísimas biopics musicales con Velvet Goldmine (sobre la relación de Iggy Pop y David Bowie) y I’m not there (el original retrato de la vida y obra de Bob Dylan), es quien aborda el tema, desde una perspectiva bastante clásica y convencional, en ciertos aspectos, pero sin dejar de lado la solidez narrativa y la cinefilia que lo representan. Mark Ruffalo interpreta a Robert Bilott, un relevante abogado de una firma que tiene como clientes a casi todas las empresas que hacen productos químicos en Estados Unidos. Todas, salvo DuPont. Cuando un granjero, amigo de su abuela, le pide a Robert que lleve a juicio a la compañía multinacional por envenenar y asesinar a casi todo su ganado, el protagonista comienza una investigación que deriva en un proceso judicial que duró más de 14 años, y la constatación del peligro que representa el uso de cierto producto químico, no sólo en el pueblo donde se centra el conflicto, sino, también, para el resto de la humanidad. Todd Haynes aborda la historia con la tensión de un thriller psicológico y se da la libertad de poner en perspectiva el riesgo de la contaminación ambiental, usando de ejemplo a una de las más terroríficas películas de todos los tiempos. Con mucha sutileza, el director emula en la secuencia de inicio al comienzo de Tiburón (Spielberg, 1975), para demostrar el peligro real que representa la eliminación de desechos en el medio ambiente. Haynes y Ruffalo deciden exhibir el arco dramático de Bilott en toda su amplitud, desnudando, además, las consecuencias personales y sociales que le trajo este pleito, tanto en el terreno laboral (enfrentamientos con sus jefes, reducción de sueldo) como en lo familiar (discusiones con su esposa, descuidos como padre) y, asimismo, a nivel físico y psicológico. Por fuera del recorrido de héroe que tiene Bilott, el granjero, que interpreta el gran Bill Camp, es otro de los personajes fuertes del relato. Sobre ambos se concentra la mayor tensión y suspenso del filme. Así como es notable el dinamismo y la solvencia narrativa que Haynes le aporta a la historia, también hay que destacar que el guión es uno de los puntos más flojos del film. Más allá de la convencional estructura, los diálogos son sobreexplicativos y la función de ciertos personajes secundarios, como la esposa y el jefe de Bilott (desaprovechados Anne Hathaway y Tim Robbins), son una mera excusa para que el protagonista descargue todo lo que sabe y explique aquello que es demasiado técnico para el espectador común. Entonces, cuando los personajes hablan, exponen lo que el espectador, seguramente, se pregunta a medida que avanza la investigación. Esa sobrecarga de información, por momentos, provoca cierta morosidad y redundancia en el relato. Por suerte, la maestría visual de Ed Lachman, habitual director de fotografía de Haynes, y la sólida, austera y genuina interpretación de Ruffalo, para construir un universo contaminado y crear al perfecto antihéroe de los más humildes, respectivamente, potencian los méritos que ya tenía la historia. Entre los secundarios también aparecen Mare Winningham, Victor Garber y Bill Pullman, en un personaje un poco caricaturesco. El fuerte del cine de Haynes es siempre la forma en que incorpora la cinefilia y el arte popular en la construcción de un relato clásico. Y si bien queda demostrado que este fue un trabajo por encargo y la estética o intereses temáticos de su obra habitual quedan relegados, hay un componente noble en la construcción del personaje que lo emparenta con aquellos abogados pacíficos pero insistentes, que tienen la moral como bandera, para defender a los más marginalizados del sistema y hacer justicia hasta las últimas consecuencias. El Rob Bilott de Mark Ruffalo sigue, de esta manera, el camino del Atticus Finch de Gregory Peck en Matar a un ruiseñor, o alguno de los tantos justicieros civiles que interpretaran James Stewart, Paul Newman o Al Pacino, trabajando para Preminger, Lumet o Jewison. En esa línea, y en la de alguna novela de John Grisham, va esta película que, aún con algunos clisés y lugares comunes, logra atrapar, entretener y hacer reflexionar. El precio de la verdad no escapa de ciertos estereotipos y convenciones del thriller de denuncia, pero la habilidad como narrador de Todd Haynes, aún alejado de sus propuestas más autorales y radicales, y la sólida interpretación de Mark Ruffalo, la convierten en una obra intensa, cuya meta de concientización va en forma paralela y termina siendo completamente justificada y, a la vez, necesaria para los tiempos que corren.
Se estrena en la Sala Lugones del TGSM, Ya no estoy aquí, escrita y dirigida por Fernando Frías de la Parra. Un relato original y crudo de inmigración en los Estados Unidos. Ulises debe viajar hacia otras tierras, encontrar nuevos rumbos, porque en su hogar ya no está seguro. El mexicano Fernando Frías de la Parra propone con Ya no estoy aquí una odisea distinta. El viaje de un antihéroe que debe escaparse de los monstruos de su tierra natal, que le impiden cumplir con sus sueños, para enfrentar otros monstruos, los de la gran ciudad, con sus reglas antinmigratorias y sus prejuicios raciales. El protagonista de este relato (interpretado por el novel y soberbio Juan Daniel García Treviño) es un notable bailarín de cumbia colombiana de un pueblo mexicano que está al borde de la frontera con Estados Unidos. El personaje forma parte de una tribu urbana que se dedica a bailar en forma solitaria este género musical y participa de distintas competencias locales, donde los artistas logran expresar corporalmente todo aquello que el contexto les prohíbe. La educación de Ulises, y sus compañeros, proviene exclusivamente de youtube y las redes sociales, y así también ganan adeptos. Sin embargo, el entorno violento del protagonista acaba malogrando sus sueños. Ulises termina siendo testigo del asesinato de su hermano, por parte de una de las tantas bandas que se disputan el tráfico de droga en el pueblo. Para no poner en peligro su vida, y la del resto de su familia, Ulises cruza la frontera y termina en Brooklyn, donde encuentra pequeños trabajos que lo ayudan a subsistir, pero su negación a aprender inglés y a relacionarse con otras personas, le impiden sobrevivir fácilmente. Una narración sólida y atrapante, una cámara inquieta y en mano (que recuerda el estilo de Ciudad de Dios, pero con menos manierismos publicitarios) y verosímiles interpretaciones de un elenco no profesional, son las herramientas con las que el director de la serie Los Espooky, consigue un retrato crudo y seco de la vida de un inmigrante ilegal en Estados Unidos. A través de los ojos de Ulises, Frías, exhibe la paradoja de un joven al que la sociedad estadounidense obliga moralmente a adaptarse o lo termina expulsando para que enfrente sus temores en su pueblo natal, donde está condenado a muerte. Frías desnuda, sin juzgar, a un personaje nómade y noble, que no encuentra su lugar en un mundo violento, en el que debe dejar sus sueños y aspiraciones atrás, y elegir vivir de acuerdo a dos sistemas: uno criminal y otro de rigurosas leyes sociales y judiciales, pero que ninguno forma parte de su visión como persona o artista. Ya no estoy aquí también es una suerte de coming of age, donde el personaje va descubriendo diversas facetas de su personalidad. Aprende a trabajar por un sueldo, tiene una especie de romance con la nieta del dueño de un almacén chino en el que vive, despierta sexualmente, sale a un universo que le es ajeno. Pero su propio resentimiento y rebeldía adolescente le impiden adaptarse completamente. El miedo y la paranoia por ser encontrado, son la principal adversidad que tiene Ulises. La película de Fernando Frías de la Parra empieza con un ritmo frenético, capturando la esencia y reglas de unas tribus muy específicas de este sector de México, olvidado por el gobierno y las autoridades; denotando la forma de captación y lavado de cerebro que tienen las bandas narcos, para centrarse en las experiencias del protagonista y crear un camino del héroe, distinto y asfixiante. A la hora de metraje, el ritmo se resiente un poco y algunas situaciones son un poco reiterativas, pero promediando la última media hora, el director retoma la adrenalina y la tensión inicial para generar un cuento angustiante. Para este punto de la narración, el guionista-realizador ha concretado una empatía absoluta entre el personaje y el espectador, porque gracias a un excelente diseño del personaje, sin discursos ni subrayados, consigue sacar todas las capas y matices de Ulises. Uno logra identificarse con él, sentir sus mismas contradicciones, identificarse con sus desventuras. Y acaso esto es lo más sensato y coherente a la hora de comprender las diferencias culturales y vicisitudes que se atraviesan en estos puntos geográficos. Entender la periferia y mimetizarse con sus conflictos es fundamental para sacar los prejuicios, romper con los estereotipos y evitar la discriminación social. Frías lo logra porque no subestima la inteligencia del espectador ni de los personajes. No apela a trucos digitales (salvo en una escena de tiroteo) ni clisés. Y a pesar de un par de golpes bajos, y algunas escenas un poco demagógicas donde está al borde de volverse morboso con las carencias de su criatura, nunca pierde completamente la brújula ni la coherencia narrativa. Y esa es la fortaleza de Ya no estoy aquí.
Elia Suleiman estrena su nuevo film, De repente, el paraíso, una excelente observación de los contrastes culturales y sociales en tres países, aparentemente opuestos. Llena de ideas y humor, desborda creatividad y cinefilia. El conflicto palestino-israelí es el punto de partida de la nueva película de Elia Suleiman (El tiempo que queda), guionista, actor y director que, a partir de un humor que remite a los grandes comediantes del cine mudo, se propone reflexionar sobre el estado del mundo, los prejuicios religiosos y la paranoia policial-militar. Suleiman se interpreta a sí mismo contemplando diferentes viñetas sociales que simbolizan la ocupación israelí en territorio palestino. Las situaciones parten de la convivencia cotidiana (el conflicto con un vecino por un limonero) hasta llegar a la persecución militar a civiles. La segunda parte del film refleja las experiencias del protagonista en París. Los contrastes con la sociedad y cultura palestinas, especialmente con la vestimenta de las mujeres, son expuestas sin subrayados, con sutileza y humor. Las viñetas tienen una base realista, que deriva a situaciones absurdas y fantásticas, que se proponen satirizar la forma en que el sistema discrimina a los marginados e inmigrantes. El tercer segmento sucede en Nueva York. Suleiman es testigo de la diversidad racial y cultural cosmopolita, y se burla de la política armamentista estadounidense. Cada escena es una demostración de creatividad e ideas. El director es un perfeccionista del lenguaje cinematográfico. Cada plano tiene una simetría perfecta en su concepción visual. Cada intérprete se mueve en forma coreográfica. El espacio se vuelve un protagonista esencial de cada secuencia. La relación objeto-fondo forma parte del efecto humorístico que propone el director, a nivel estético y moralizador. Sin discursos ni redundancias. Suleiman es un actor completamente expresivo, sucesor de Tati o Keaton. La influencia de la comedia muda es palpable a través del homenaje a los Keystone Cops, de Mack Sennett. El humor se concibe para ridiculizar la ineptitud policial y los contrastes tecnológicos para trasladarse. El protagonista exhibe estas situaciones expresando mínimamente una respuesta. Apenas moviendo la boca, a través de sus cejas o abriendo un poco los ojos. El miedo, el asombro, la bronca se expresan sin diálogos, totalmente desde el gesto. El resto de personajes secundarios (entre los que se encuentra Gael García Bernal en una especie de cameo) dialogan en diversos idiomas, pero el mensaje de injusticia e hipocresía es el mismo. La excusa narrativa del viaje del protagonista es intentar vender una película palestina política, pero que no exhibe la geografía regional de la manera que buscan los productores internacionales a la hora de vender el “conflicto” en cuestión. Es una inteligente forma de exhibir las adversidades que tiene Suleiman para vender sus obras y conseguir financiación. Es una mirada metacinematográfica y completamente autoconsciente de la película que se filma al mismo tiempo que se narra. Los ojos de Suleiman son los ojos del espectador, la cámara y el punto de vista del realizador, a la vez. Aun cuando nunca deja de ser sutil, el humor es efectivo. La elección de los encuadres, especialmente los planos generales, se justifican por la generación de gags cargados de slapticks. Fundamental es el contraste con los primeros planos del realizador que es testigo de estas ridículas situaciones. La fotografía es perfecta cómplice en este aspecto. Cada encuadre es equilibrado. Para destacar, la secuencia con el pájaro (un original homenaje a un clásico gag de Jerry Lewis), la persecución del ángel por Champs Elysées y la absurda escena en una esquina neoyorquina donde cada extra cumple una función destacada en la visión crítica de Suleiman. También es un retrato transgeneracional y multiétnico que propone una reflexión sobre la juventud y la relación del mundo con la tecnología. De repente, el paraíso es una sorpresa minuto a minuto. Un tributo a la comedia clásica y un elegante e ingenioso discurso de un conflicto que parece no tener fin, y para el que Suleiman propone una solución pacífica a través del humor y el arte. De repente, el paraíso es un verdadero tesoro dentro de la cartelera. Una lección de puesta en escena y cine político, sin bajada de línea. Inteligente y bellamente interpretada por el propio director, es una acumulación de ideas precisamente ejecutadas, con mirada íntima, personal y autoral.
Rumbo al mar, de Nacho Garassino, es el último trabajo artístico de Santiago Bal. Una road movie, clásica y prolija, acerca de cómo recobrar el tiempo perdido. La coprotagoniza, Federico Bal. Un canto del cisne. El nuevo trabajo del realizador Nacho Garassino (El túnel de los huesos, Contrasangre), casi sin proponérselo, marca el final de una carrera. Dentro y fuera de la pantalla. Hay demasiadas coincidencias que unen a sus personajes con la realidad y es muy difícil, por momentos, encontrar esa fina línea ficcional. Pero Rumbo al mar, no es para nada un documental. Garassino narra, a partir de un guión de Juan Faerman, el viaje de Julio, un jubilado que se entera de que le queda un último mes de vida. El sueño del protagonista (a quién Santiago Bal le impone una mezcla de carisma old age y humildad) es conocer el mar. Pero no quiere tomar un avión, un micro, o encontrar la vía más rápida. Desea cruzar el país en moto, junto a su hijo, Julián, con el que siempre tuvo una relación distante. La premisa no pretende ser original. Padre e hijo se empiezan a conocer durante ese viaje, afirmando diferencias y similitudes. Como en toda road movie pasan diversos contratiempos. Algunos más efectivos y divertidos que otros, pero Garassino nunca traiciona al espectador y los personajes tampoco. A partir de un golpe bajo que sucede en la primera escena, el guionista y el director llevan la narración cuesta arriba, con algunos baches, pero sin descarrilar. El tono de la película, así como el fluido montaje, la correcta puesta en escena y las interpretaciones, apuestan por el clasicismo puro. Aunque amaga con volverse sentimental, nunca llega hacia ese extremo. Por el contrario, evita todos los clisés del último acto de estas historias para apostar por el humor más puro, generando empatía y un disfrute inevitable. Uno desea que los antihéroes triunfen. Como una suerte de lectura contemporánea de El Quijote, pero sin los delirios del protagonista o el sarcasmo de Cervantes. Hay lecciones, chistes antiguos y emociones genuinas, pero nunca una pretensión didáctica, más allá de aprovechar la vida hasta el último instante. Y esa moraleja, aunque es subrayada por la voz en off de Bal, por otro lado, transforma a Rumbo al mar en una obra inusualmente optimista. Entre tantos productos llenos de ironía, crítica social y visiones oscuras del porvenir, que exista una película que, sin evitar la emoción del desenlace definitivo, exhiba el goce de vivir, termina siendo mucho más original, como concepto, que la mayoría de las propuestas que superpueblan la cartelera. El director construye una puesta en escena prolija y aprovecha el uso de drones para proyectar planos cenitales realmente hermosos de nuestro país, dignos de disfrute en pantalla gigante. Desde las rutas nacionales hasta el mar. Federico Bal sorprende con una interpretación sincera, contenida por momentos, pero al mismo tiempo bastante fresca. Su personaje, al igual que su química con su padre (en la ficción y la vida), van creciendo con el desarrollo del film. Entre la escena absurda de presentación (un poco inverosímil) y el emotivo desenlace, su actuación y la personalidad del personaje encuentran capas y matices, hasta lograr tapar un poco la exuberancia y brillo de su padre, para generar un necesario equilibrio, un pase de la antorcha.
Ariel Winograd estrena El robo del siglo, una nueva exhibición de cómo hacer cine de autor dentro de la industria nacional. Francella y Peretti conforman una dupla con muy buena química, en la historia de la reconstrucción del asalto al Banco Río de Acassuso, en enero de 2006. No es fácil hacer comedia. Y menos, comedia con pretensiones comerciales. Hay que saber esquivar las trampas del género; la más difícil, el clímax. Dice el manual de la comedia que en todos los clímax debe haber un giro narrativo dramático, en el que el o los protagonista/s, aprendan la lección y cambien su perspectiva de la vida, así la película puede arribar a un desenlace condescendiente y concreto. La mayoría de los guionistas y directores apelan a golpes bajos, escenas sentimentales, lacrimógenas, manipuladoras y efectistas. Son pocos -y a esos se los solía llamar maestros, como Blake Edwards, Billy Wilder, Howard Hawks, Ernst Lubitsch, entre otros- los que lograban evitar ese golpe de forma inteligente, humana y sensible, pero sin perder el estribo humorístico en el final. Ariel Winograd estudió de memoria el cine de la comedia clásica estadounidense, encontró la clave para evitar las trampas del género y, además, le otorga a cada nueva obra que concreta una marca autoral. Sus personajes, en los clímax, simplemente aceptan su destino. Se sinceran consigo mismos y con los otros. Son lo que son. Y ese también es el secreto del éxito de las películas de Winograd. Son lo que son. No venden buzones. Si uno va a ver una comedia encuentra una comedia. Sea comedia romántica, comedia familiar, comedia sexual, comedia cínica o, en este caso, comedia policial. Y como buen estudioso de todas las aristas de cada subgénero, Winograd sabe que detrás de la comedia policial se encuentra una historia de amistad. El robo del siglo se vende como la reconstrucción del asalto al Banco Río de Acassuso de enero de 2006 pero, detrás de este MacGuffin, la película nos muestra la historia de dos personajes solitarios, dos ladrones: Fernando Araujo (Peretti) y Mario Vitette Sellanes (Francella) que aprenden que juntos pueden lograr cosas más grandes. “¿Sabés porque siempre terminas preso?”, le pregunta Araujo a Sellanes ni bien se conocen, “Porque siempre haces robos pequeños”. “No puedo hacer robos grandes, yo siempre trabajo solo”, es la respuesta del uruguayo. “Y ese es tu problema”, le contesta el argentino. A partir de este punto, el director exhibe lo que va a contar. La construcción de la relación entre dos personajes, en apariencia, opuestos. Un intelectual de espíritu soñador y un profesional pragmático. Y si bien la película nunca pretende ser más de lo que es, lo original de la propuesta es que termina siendo mucho más ingeniosa de lo que aparenta. A Winograd no le interesa tanto el asalto en sí, como la preparación del asalto. La observación, el planeamiento, la prueba y error, e incluso los accidentes, que derivaron en que el robo de Acassuso sea perfecto, asombroso y pacífico. Nunca se había hecho un robo así en la Argentina. Esa primera hora de película, además de explotar lo mejor de sus protagonistas, también le permite al director jugar con el humor. Apelando a algunos clisés y lugares comunes, le exprime cada gota de comicidad a cada situación, aprovechando el absurdo y la ridiculez con fines narrativos. Después demuestra su destreza narrativa para manejar la tensión y el suspenso, sin perder la ironía, algo que ya había demostrado en Mi primera boda y Vino para robar. Aunque es criticado, injustamente, por hacer cine por encargo, las películas de Winograd confirman una y otra vez una mirada propia, autoral. Desde la estética hasta las ambiciones de producción. No es lo mismo trabajar en grandes estudios que con efectos digitales. El toque artesanal es palpable. Cada herramienta cinematográfica es explotada con el fin de narrar y, acá, arte, fotografía y edición, construyen escenas increíbles. El espectador no nota el uso de pantalla dividida para la escena del robo, pero la creatividad de la puesta concreta planos maravillosos, donde cada área técnica pone su grano de arena con el fin de construir un truco visual original e inusual para el cine industrial, pero imposible de hacer sin un gran presupuesto. Pero detrás de todo el ingenio de reconstrucción del robo, del armado de escenas de suspenso, del cálculo milimétrico para generar un gag efectivo, se prioriza el costado humano. Los personajes y la química entre ellos son el motor de la historia. Si bien es cierto que los personajes secundarios tienen poco peso dramático, todos están interpretados con una solidez y sutileza extraordinaria. Ahí también está la mirada de un autor que no descuida ningún detalle. Guillermo Francella y Diego Peretti conforman una dupla con una química maravillosa. Ambos repiten, con mucha autoconciencia, características de personajes que han interpretado antaño (ver Brigada explosiva que empieza con Francella robando un banco Río). Sacan de su galera sus mejores hits, los populares, los que los reconcilian con el público. En este punto, uno se olvida que está viendo una historia real fielmente narrada y ve a dos actores talentosos explotando sus fortalezas. Para algunos eso puede ser reprochable, pero se olvidan que el secreto de la comedia clásica también está en aprovechar la relación del público con los intérpretes, esa empatía natural que traspasa la narración. Y cuando eso está medido y calculado, los resultados pueden ser inmensos.
Porumboiu, uno de los nombres claves del nuevo cine rumano, regresa a la cartelera local con su último trabajo: La gomera, un thriller que le rinde homenaje a los clásicos géneros estadounidenses, con el humor y tono que distinguen su filmografía, pero ausente de una identidad propia. Desde Ford a Welles, de Kubrick a De Palma, pasando por Hitchcock y algún que otro cineasta local, Corneliu Porumboiu deja de lado los planos fijos y el ritmo pausado que distinguen sus anteriores trabajos (Bucarest 12:08; Policía, adjetivo; El tesoro) para homenajear a los grandes géneros y autores estadounidenses. La gomera aplica dentro del cine noir moderno. Pero acá no hay ni bruma ni niebla. Los disparos son en su mayoría fuera de campo y la luz de día predomina sobre la nocturna. Y aun así, están todos los estereotipos del género: el policía corrupto que se enreda con gángsters, mientras se enamora de la esposa del criminal que se escapó con el dinero del capo mafioso; la femme fatale; el código de los criminales y hasta una implacable jefa de la división narcóticos que esconde más de una sorpresa. A priori, La gomera tiene todos los componentes que busca el público amante de aquel cine clásico, desde La dama de Shangai hasta Cayo Largo. Tiene una estructura desarmada que recuerda a aquella segunda obra maestra de Stanley Kubrick, Casta de malditos. Y también tiene algo de John Huston, en el tono. Algo del hombre común metido en un mundo que lo supera, característica de la obra de Alfred Hitchcock (a quién Porumboiu además rinde tributo, recreando una de las escenas más famosas del cineasta británico) y, por ende, no sorprende cierta referencia al voyeurismo depalmiano, con el protagonista espiando ventanas, la policía observando comportamientos sexuales a través de cámaras de seguridad, e incluso hay citas directas al cine de John Ford, con la proyección de un fragmento de Más corazón que odio (en la que de alguna forma, el director explica en qué se inspiró para crear el lenguaje a través de silbidos, que es el núcleo dramático del film) y hay un duelo en un estudio para westerns, que remite a Un tiro en la noche. La gomera es totalmente consciente y directa con respecto a su mirada cinéfila, de su lenguaje metacinematográfico, de la artificialidad, y de qué manera el cine se mete en la vida de los personajes, incluso en los momentos más ridículos (que Porumboiu resuelve con una torpeza llamativa) pero detrás de todo, ¿qué se está narrando? El protagonista, Cristi, está perdido en su propio laberinto: tiene el dilema moral de ayudar a criminales o ser un policía honesto. Ayudar a su madre o quedarse con la chica o cumplir la misión. Demasiadas ambiciones para un personaje tan básico. Y en esa misma ambición, cae Porumboiu qué, por apelar a tantas referencias, citas y homenajes, se olvida del lenguaje cinematográfico narrativo más clásico. Todas las secuencias del film parecen no terminar de desarrollarse. El humor funciona, pero en un término un poco forzado. Porumboiu aplica el viejo truco de la vuelta de tuerca, el giro sorpresa. Pero la frialdad del tono general, la hosquedad a la que nos tiene acostumbrado el cine rumano, juega su carta en los momentos más tensos, y las escenas no terminan de concretarse. No importa cuán fluido es el ritmo o relato, la historia está incompleta. Hay agujeros narrativos, demasiadas idas y vueltas temporales, y aunque se nota que el director pretende engañar, manipular y no dejar todo servido al espectador, el efecto final es casi el opuesto. De un vacío abismal. El film no pretende siquiera hacer una crítica a un sistema policial, sino dar vuelta clisés del género policial/mafioso, pero cayendo en lugares más comunes del que desea evitar. Las partes componen un film divertido, entretenido y con ideas, pero el todo es decepcionante. Mucho más simplista de lo que aparenta. En el desenlace, el director le otorga una especie de humanidad y redención a sus criaturas. Pero no es suficiente. Algo se perdió en el camino.
J.J. Abrams dirige Star Wars: el ascenso de Skywalker, el último capítulo de la saga creada por George Lucas. Entre el fan service y la emoción, se cuela una gran película de aventuras que rememora el espíritu serial clase B con el que nació la franquicia. ¡Los fans hablan! Después de todo el debate que armó el muy comentado, e injustamente criticado, Star Wars: los últimos Jedi, escrito y dirigido por Rian Johnson, J. J. Abrams retomó el timón de la trilogía que él mismo inició con Episodio VII: el despertar de la fuerza (tras el despido de Colin Trevorrow) y cierra con Star Wars: el ascenso de Skywalker, no solamente esta tercera trilogía intergaláctica, sino también, aquella que George Lucas iniciara en 1977, cuando decidió crear una historia de ciencia ficción que combinara las épicas de samuráis de Akira Kurosawa, con las series clases B de los años 30, como Flash Gordon. Lamentablemente, ese espíritu inicial de aventuras, acción y humor con estereotipos de las narraciones e historietas clásicas del siglo XIX y principios del XX, se fue perdiendo a medida que la mitología iba cobrando vida propia, que el melodrama de culebrón le ganaba a la aventura, y la política barata y los avances tecnológicos eran de mayor interés para un George Lucas más maduro (el de los episodios I, II y III) que ya no quería filmar historias de piratas, jóvenes héroes y princesas rebeldes. Por supuesto que toda esta mitología es, ahora, la verdadera base del universo Star Wars. Romper con eso simboliza un pecado para cualquier fan. Democratizar la fuerza es una falta de respeto para la elite de seguidores que piensan que solo los Jedi y los Sith pueden hacer uso de los poderes sobrenaturales. Rian Johnson hizo una sátira y, a la vez, un cambio de rumbo, pero sin perder la esencia. Lamentablemente, los fanáticos que solo ven lo que tienen de frente, no supieron apreciar esa mirada. Quieren que todo siga el manual que ellos mismos fueron escribiendo. Le echan la culpa a la venta de Lucasfilm a Disney, cuando lo más probable es que si Lucas hubiese retomado el mando de la trilogía, habría sido mucho peor de lo que es. Abrams y Johnson, en cambio, volvieron a las raíces. Raíces que quedaron difusas, creando divisiones entre los fanáticos que ya no saben si seguir las historias de las novelas, los videojuegos, las series animadas o los spin off. Por suerte, ambos directores, obviaron todo lo que se apartara de los episodios originales, y fueron fieles a la narración central: la historia de los Skywalker. Y aunque Rey, la heroína de esta historia, aparentemente, no se relaciona sanguíneamente con Luke o Leia (como se verá en este episodio), tiene su protagonismo completamente justificado. Sin dar detalles del argumento, porque la sorpresa es el gran fuerte de este episodio, se puede decir que Abrams junto a su guionista Chris Terrio, le encontraron la vuelta a la narración para dejar conformes a aquellos que no quedaron a gusto con el guión de Johnson, pero tampoco contrariando completamente la historia del episodio VIII, sino continuándolo, con un par de vueltas de tuerca que, en realidad, derivan del Episodio VI: el regreso del Jedi. Es muy irónico, pero todo aquello que resulta más incoherente o inverosímil con respecto a esta trilogía (hay deus ex machina por todas partes) termina teniendo coherencia con la nonalogía completa. O sea, sí, los muertos hablan y aparecen. Los fantasmas de un viejo imperio resurgen de las cenizas como si el nazismo volviera de un día para el otro a sembrar el terror en toda Europa. Y esta comparación no resulta arbitraria. La película que sirve de mayor referencia para comprender la estructura de El ascenso de Skywalker es… Indiana Jones y la última cruzada. Acaso una de las mejores terceras partes jamás hechas, en la que Spielberg y, justamente, George Lucas, vuelven a cruzar (tras el hiato de El templo de la perdición) al héroe con el ejército nazi. Abrams también lleva a sus protagonistas a buscar diferentes objetos que, a su vez, los lleven a localizar una ciudad perdida y mitológica, que es custodiada por una figura centenaria. Rey, Finn y Poe atraviesan el mismo desierto (misma locación) en la que filmaron el film con Harrison Ford de 1989, después viajan a un pueblo que parece Polonia en medio de la segunda guerra y finalmente… Bueno, no vamos a revelar nada, pero hay un pequeño guiño para todo aquel que es fan de ambas sagas. Básicamente, en medio de todas las inverosimilitudes y todo el fan service, en medio de coherencias generales e incoherencias particulares, de algunas salidas narrativas forzadas, y un par de efectos no demasiado convincentes (todas las intervenciones de Carrie Fisher no terminan de ser diegéticas con las acciones o diálogos de otros personajes, salvo cuando se acude a dobles), se encuentra un film de aventuras clase B, conscientemente ridícula y muy lúdica. El fan y cierto sector de la crítica, e incluso de la industria, se ha tomado tan en serio la mitología, que se han olvidado que no se está frente a la representación de un texto sagrado y dogmático, sino de una obra de entretenimiento puro. De acción, romance cursi, amistades simples y villanos acartonados. Y pareciera que sólo Abrams, como fan y cineasta al mismo tiempo, se ha dado cuenta de ello. Es sólo cine, chicos. Es sólo una película. Disfrútenla.