LA ERECCIÓN
Con algunos momentos intensos y un buen trabajo de Michael Keaton, la nueva película del ambicioso director mexicano Alejandro González Iñárritu no deja de ser un film endeble protegido por su histeria interpretativa y prodigios formales.
En todas las películas hay un instante en el que se exhibe su “inconsciente”, lo que realmente pretenden ser y no enuncian, y que en cierto sentido es el eje organizador de lo que se ve. En Birdman: La inesperada virtud de la ignorancia, la secuencia en cuestión pasa por una erección. En busca de un realismo contundente (una preocupación generalizada dentro y por fuera del film), la estrella de cine que interpreta Edward Norton tiene una escena frente a un teatro repleto de gente en la que su miembro eréctil está a punto de traspasar su calzoncillo. Todos ríen, y quizás el público de la película también. Es un chiste, y como tal es un poco más que eso.
La erección principal de este retrato de la redención o el gran regreso de un actor condenado al olvido (y en un doble sentido: Michael Keaton en sí y como personaje que interpreta) es la forma elegida de registro: el (falso) plano secuencia. Todo lo que se ve está sometido a un régimen de continuidad perpetua, es decir, no hay corte en el registro, aunque los cambios de escena que implican el paso del tiempo muestran excesivamente su aceleración. Como se sabe, el genio de Emmanuel Lubezki pudo vencer con la ayuda de un software los problemas de la discontinuidad de la luz. Se trata de planos secuencia adulterados en esta era del cine digital que los hace posibles: esencialmente caprichosos, muy distintos a los tres ejemplos digitales sin fraude de por medio como El arca rusa, Ainda Orangotangos y PVC-1. En otras palabras, el plano secuencia es la erección formal del film, aunque se trata de una elevación asistida. He aquí la invención del plano secuencia “viagra”.
¿De que trata Birdman: La inesperada virtud de la ignorancia? El superhéroe aludido en el título remite a un viejo personaje que catapultó a la fama a Riggan (Keaton). Sumido ligeramente en el olvido, en verdad Riggan quiere ser reconocido por hacer lo que ama, o más bien desmarcarse del mote de celebridad. A punto de estrenar una adaptación de su autoría de un cuento de Raymond Carver, “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, la ansiedad domina y las presiones estrangulan, en especial cuando uno de los actores se accidenta. El reemplazo será un aliciente y una esperanza. Un actor del momento tomará ese papel. La taquilla está asegurada. La película se sostiene en los ensayos y lo que sucede entre éstos, hasta llegar al día del estreno, en el que habrá una sorpresa inesperada. El desenlace, por cierto, puede incitar al debate. ¿Qué es lo que verdaderamente ha sucedido? La banalidad de la resolución y la variación del punto de vista tienen tanta importancia como las discusiones teológicas acerca del sexo de los ángeles. Resolver el enigma no sumará nada, pues el ingenio del guión está a la altura de un crucigrama.
La erección formal, cuyo registro se circunscribe a constantes movimientos ampulosos de cámara, viene un poco a distraer la atención frente al riesgo de que todo esto no sea otra cosa que teatro filmado. De ahí la necesidad de sacar a Keaton a pasearse desnudo por las calles de Broadway, en ese instante en el que Riggan queda por accidente fuera del teatro y puede llegar a perderse su entrada al último acto: un poco de aire y de espacios abiertos ayudan a conjurar el riesgo de la dramaturgia; un poco de humillación se justifica: el fin justifica los medios.
¿Los actores se lucen? Parece que sí, pues tienen sus momentos, performances en las que el actor sabe bien que se juega en un gesto la credibilidad de su método. Véase para eso el primer repaso de texto entre Norton y Keaton. No faltará quien diga que estamos frente a un duelo de colosos. El falso naturalismo del método tiene aquí su apoteosis. Por cada ademán, el alma humana se revela. Pero hay una excepción notable: el primer rodeo amoroso entre el personaje de Emma Stone y Norton; la secuencia tiene lugar en un balcón y es un instante de cierta autenticidad, pero en el mismo lugar se repetirá la cita y restará la honestidad de ese momento distinto. Y si se trata de teatro, a fin de cuentas, será un teatro de la crueldad camuflado de cine. De inicio a fin, a cada uno le llegará su merecido, incluso a la hija de Riggan (Stone), asistente del padre y exadicta.
El tema de fondo en Birdman: La inesperada virtud de la ignorancia estriba en mostrar cómo el mundo del espectáculo estimula un desequilibrio psíquico colectivo. Los actores son narcisistas (y vengativos), los críticos resentidos y el público no es más que una multitud chusma que delira con la vida de las estrellas. González Iñárritu intuye aquí que, detrás de todo esto, la psicosis acecha. Por eso Riggan levita, vuela, mueve con su mente objetos diversos y escucha la voz del pajarraco que solía interpretar. Pero sucede que para filmar la psicosis del espectáculo hay que tener una firme lectura de ella, no un esbozo crítico que culmine abrazando un nihilismo chato en el que la muerte se confunde con la liberación.