Sombría, turbia, desesperanzada y también apasionada, lúcida y poderosa, Biutiful expone la antítesis de lo que representa su irónico y alegórico título. Una tragedia que reduce a una menudencia el concepto de melodrama, en medio de intensos recorridos plagados de controversiales emociones y fatalidades recurrentes. Caminos sinuosos, circulares y paradojales que incluyen asimismo la belleza y la redención.
Más allá de su condición de obra difícil de ver y digerir, como otras de este cineasta, el último film de Alejandro González Iñárritu es absolutamente fiel al estilo de un artista cabal, y sólo es posible asimilarlo desestimando resistencias, internándose en la sordidez de un mundo tan reconocible como ajeno. Y vivenciar así la estremecedora radiografía de un hombre en estado terminal, que no remite sólo al fin de una existencia física sino al de su legado en el mundo, dentro de una visceral semblanza de la paternidad.
Apartándose un poco de historias corales que fueron esenciales en su estética, Iñárritu desglosa sin concesiones una trama en apariencia lineal que se ramifica y complejiza, dando lugar a miradas, situaciones y roles que desembocan en una historia que termina por donde comienza y que describe a un sensitivo e indolente buscavidas con dones sobrenaturales. Un hombre capaz de hablar con muertos como el que lleva dentro, ante su propia e inminente extinción. atormentado por drásticas contradicciones, entre conflictos éticos y espirituales que conviven honda y sensorialmente con el espectador a lo largo de un metraje que lo compromete sin pausas. Fatídicas obsesiones de la cultura mexicana trasladadas a una Barcelona marginal, multirracial y despiadada, hecha carne y sentimiento en la piel de un extraordinario Javier Bardem, y en la descomunal revelación que representa la argentina Maricel Álvarez, entre otros heterogéneos y a la vez homogéneos intérpretes. Y la expresiva paleta sonora de Gustavo Santaolalla envolviendo todo este andamiaje dramático y cinematográfico sustancial.