Humano, demasiado humano
Hace rato que una película no me generaba el impacto que me ha provocado Blade Runner 2049. Tuve que remitirme al lejano 2008 para evocar una impresión similar: la que me quedó después de ver El caballero de la noche, otra secuela brillante. Allí, Christopher Nolan lograba un artificio imposible: mantener bajo control una película que, en términos de escala, amenazaba con el desborde permanente. Sin embargo, a lo largo de una duración muy extensa, Nolan lograba sostener la capacidad de impacto, de asombro y de emoción en constante incremento. Sólo el mejor cine de Hollywood puede conseguir algo así: ese Hollywood que piensa, que ambiciona, pero que, sobre todo, está a la altura de esa ambición. Denis Villeneuve ha hecho eso con el universo de Blade Runner.
El abordaje que el director canadiense hace de la obra maestra de Ridley Scott, con la ayuda invaluable de los guionistas Hampton Fancher (coautor de la original) y Michael Green (quien recientemente entregó el guion de Logan), se ubica más cerca del que David Lynch realizara este año con Twin Peaks que de lo realizado por J. J. Abrams de The Force Awakens en términos de regreso a un universo icónico. Si bien el amor de Villeneuve y su equipo por la película original está presente en cada escena transcurrida en ese Los Ángeles eternamente lluvioso, el director no se achica ante el desafío ni opta por la reverencia; no es un devoto de la obra original como J. J. 2049 expande el universo planteado por Scott y le añade nuevos horizontes, nuevos paisajes y nuevas preguntas. Estas, justamente, son una clave del éxito artístico de esta nueva Blade Runner (así como lo son de la nueva Twin Peaks): las preguntas. Blade Runner 2049 sabe que la belleza de la primera película radica en su ambigüedad y que, si pretende hacerse un lugar dentro de su universo, debe sostenerla. Incluso se permite coquetear con la eterna pregunta suscitada por la original: ¿es Rick Deckard (Harrison Ford) un replicante? La respuesta es: no importa, porque eso no significa nada.
Si Blade Runner giraba en torno a un policía humano de Los Ángeles que terminaba descubriendo que la línea que lo separaba de un androide era prácticamente nula, 2049 parte del camino opuesto: el protagonista es un policía androide que descubre que es más humano de lo que creía. K (Ryan Gosling) es un replicante de un nuevo modelo desarrollado por el genio tecnológico de Niander Wallace (Jared Leto, quien afortunadamente tiene poco tiempo para atiborrar la pantalla de su pedantería actoral), quien rescatara de la bancarrota la Tyrell Corporation de la película original. La misión de K, diseñado para ser esclavo, es “retirar” replicantes de modelos anteriores al suyo, menos obedientes. Sin embargo, durante una misión rutinaria aparece un milagro: los huesos de una replicante revelan que ha dado a luz. En un mundo donde los replicantes son discriminados y segregados por los humanos que aun sobreviven en un planeta arrasado por las durísimas condiciones climáticas, este hecho significa el colapso de la civilización: la desaparición definitiva de la ya difusa frontera entre androides y humanos. En cuanto a K, las dudas sobre su propio origen y la posibilidad de que él sea el hijo de aquella replicante lo empujarán a desafiar su programación y emprender un viaje que lo llevará hasta Rick Deckard (Harrison Ford). Sin embargo, Niander Wallace no es indiferente a las potencialidades de construir esclavos que puedan dar a luz, y envía a Luv (Sylvia Hoeks), su sirviente más letal, tras los pasos de K.
De todos los “hijos” que la ficción le ha dado a Harrison Ford en los años más recientes, K es sin dudas el más interesante. Todo en él desafía, a la vez que reafirma, lo que debe ser un héroe. Hace rato que los beats esperables dentro de una estructura dramática clásica en una película de Holllywood no cobraban tanta resonancia. Villeneuve, Roger Deakins (desde el extraordinario trabajo de fotografía y cámara) y el montajista Joe Walker sostienen las escenas en el tiempo y le otorgan el peso dramático que cada paso que K da hacia su destino necesita: no le temen a la detención, no le temen al silencio. Su relación con Joi, una amante holográfica, es una página aparte: aunque le impone a la película repetidos momentos de detención no del todo bien enhebrados en términos de ritmo con la trama principal, ofrece un panorama sobre las relaciones amorosas en ese mundo distópico con varios puntos en común con Her (Spike Jonze, 2013).
A medida que profundiza su investigación, K se ilusiona con ser especial, cosa que Joi siempre le ha dicho: un mesías, un elegido para reconciliar para siempre a los replicantes con los humanos. Sin embargo, a partir de cierto punto de la trama, descubre que probablemente no lo sea. Su destino sólo comparte con el de un mesías el hecho de ser mártir, la entrega por una causa que lo trasciende. Cuando K lo comprende, da lugar a una de las escenas más emocionantes de la película, una especie de reescritura nevada y muda de aquel icónico monólogo de Rutger Hauer bajo la lluvia torrencial. En algún punto, Blade Runner 2049 llega a la misma conclusión de su protagonista. Sabe que desea lo imposible: estar a la altura de un clásico, amplificado por el paso del tiempo y por su fandom; sin embargo, está dispuesta a morir para lograrlo. La metáfora perfecta se encuentra en la escena en la que Rick Deckard y K pelean a puñetazo limpio en el salón de un casino arrasado. Proyecciones intermitentes de Elvis y de otros íconos de un pasado ya muy remoto funcionan como telón de fondo visual y sonoro (otra área técnica descollante de la película). El pasado es mítico, pero la película, como K, está dispuesta a abrirse paso a los golpes.