Regreso solemne y deslumbrante a un clásico
Blade Runner (1982) fue una película incomprendida e injustamente maltratada en su momento, pero que con el tiempo se convirtió no sólo en un film de culto sino también en uno de los más influyentes (imitados) del género de ciencia ficción distópica con look apocalíptico, elementos propios del neo noir y no pocas ambiciones filosóficas.
Pasaron 25 años y muchas otras transposiciones de relatos de Philip K. Dick desde entonces y ahora llega esta secuela que podría seguir el camino inverso del original: una temprana sobrevaloración (muchos críticos anglosajones la consideran poco menos que una obra maestra heredera del cine de Andrei Tarkovsky) y un olvido bastante rápido. Con un rodaje que demandó casi 200 millones de dólares (el despliegue visual cortesía del eximio fotógrafo Roger Deakins es deslumbrante) y un director de creciente prestigio y con antecedentes en el género como el canadiense Denis Villeneuve (La llegada), Blade Runner 2049 es una película convencida de su (auto)importancia, que se cree más grande de lo que realmente es. Para estar a la altura del mito del primer film termina pecando de solemnidad, de gravedad, de una extensión desmedida (163 minutos) y de ideas supuestamente revolucionarias sobre el control desde el poder, la manipulación y los sentimientos de los robots, la realidad virtual o los implantes y borrados en la memoria que el largometraje original, la obra de Dick y la ciencia ficción en general ya trabajaron mucho y mejor.
La grandeza de una película, se sabe, no se mide por su presupuesto, por su duración ni por el prestigio de sus creadores sino por los hallazgos artísticos y, en este sentido, Blade Runner 2049 pretende más de lo que finalmente consigue. En la primera mitad (bastante tortuosa) de este film ambientado tres décadas después (el de Ridley Scott transcurría en 2019) el nuevo protagonista es K (Ryan Gosling), un blade runner al que su jefa (Robin Wright) le encarga exterminar viejos e incómodos replicantes. Luego se presentarán a los malvados de turno (Jared Leto y Sylvia Hoeks) y a la bella amante virtual del héroe interpretada por la cubana Ana de Armas.
En plena misión, K descubrirá algo que lo ligará con los personajes de la película original. Recién a los 105 minutos (re)aparecerá en un destruido casino Las Vegas (entre precarios hologramas de Elvis Presley y Frank Sinatra) el Rick Deckard de Harrison Ford (un actor que ha envejecido de la mejor manera) y, desde ese preciso momento, la narración gana en suspenso, intriga, humor y emoción hasta llegar a un intenso desenlace con aires épicos y reminiscencias de western (futurista, claro). Esa hora final no alcanza a redimir por completo a los excesos y carencias de todo el film, pero al menos deja una sensación bastante más satisfactoria.