El nuevo film de Denis Villeneuve se suma a la secuela de clásicos, uno de los actuales horizontes creativos de la corporación Hollywood
En 1982, el director británico Ridley Scott, quien hasta ese momento había dirigido dos films notables (Los duelistas, 1977 y Alien, el octavo pasajero, 1979) filmó una película que con el tiempo se convirtió en un clásico indiscutible. Una película de culto con seguidores fieles y apasionados. Blade Runner, basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), de Philip K. Dick, exhibía desde el comienzo una puesta en escena formidable, excepcionalmente creativa. El despliegue de una gran cantidad de estímulos visuales buscaba representar un futuro próximo hacia el cual parecían estar condenados los seres humanos, atrincherados en un territorio oscuro, lluvioso y saturado de personas y marcas publicitarias. Entre muchas otras cosas, el film de Scott revelaba, a partir de una estética y una narración que fusionaba con enorme eficacia la ciencia ficción y el policial negro, la soledad de los habitantes de Los Ángeles en 2019, una ciudad en ruinas y gobernada por una corporación alucinada y sin escrúpulos. El relato de los replicantes perseguidos que luchaban por su libertad poseía además un encanto especial: una historia de amor entre una androide y su perseguidor. Se ha escrito mucho sobre Blade Runner. Y sin embargo, se puede volver a ver la película y analizarla desde una nueva perspectiva. Un film clásico revelaría justamente eso: la imposibilidad de definirlo –y contemplarlo- en toda su dimensión.
Treinta y cinco años después se estrena Blade Runner 2049 (2017), de Denis Villeneuve (Prisioneros, Sicario, La llegada), producida por el propio Ridley Scott y coescrita por Hampton Fancher, guionista de la primera. Esperada secuela sobre todo por un tiempo en donde la práctica de retomar clásicos del pasado marca el horizonte creativo de la Corporación Hollywood. La enorme expectativa que generó el anuncio de su lanzamiento podría corresponder al mismo tiempo con cierta desconfianza provocada a partir del riesgo que implica meterse con un film de las características recién mencionadas. Riesgo que señalaría en principio un problema, al menos una serie de preguntas: ¿cómo filmar la continuación de un clásico, la prolongación de una película de culto? ¿Hacia dónde dirigir la mirada, la puesta en escena, una nueva –o no- escritura cinematográfica?
La primera escena del film de Villeneuve presenta una certeza inocultable que terminará por avasallar formal y narrativamente el resto de la película: su vasto presupuesto –la película costó una considerable cantidad de dinero: doscientos millones de dólares- estará orientado fundamentalmente a desplegar un diseño visual si bien sorprendente, asimismo un tanto presuntuoso, que reproducirá sin demasiados hallazgos el espacio de representación de la tercera película de Scott.
Treinta años después de esa película, la historia es ligeramente otra: la Corporación Tyrell ha quebrado, un poderoso industrial llamado Wallace (Jared Leto) adquiere sus restos y expande su imperio por todo el planeta y también por las colonias espaciales a su alrededor. Wallace, ciego y de una exacerbada demencia que irrita, configura nuevos modelos de replicantes para ponerlos a trabajar como esclavos: los Nexus 8, más perfectos y precisos que los anteriores.
El protagonista será esta vez el agente K (Ryan Gosling), un taciturno blade runner que recibe órdenes de la Jefe del Departamento de Policía de Los Ángeles (Robin Wright) para buscar y eliminar a peligrosos replicantes primitivos. Después de un primer enfrentamiento con un androide, el agente K descubrirá la existencia de una identidad desaparecida en situación extraña cuya supervivencia podría poner en riesgo la continuidad del régimen. El secreto se convertirá en una revelación fundamental para el agente, que lo obligará a revisar sus recuerdos -presuntamente implantados- y a tomar conciencia de su propio pasado.
El film de Villeneuve remarcará con demasiado énfasis la precariedad existencial de su protagonista, rodeado de diversos atractivos electrónicos que constituyen una vida indiferente y montada como un mero simulacro. Triste y solitario, el agente K compensará su soledad con la proyección visual de una mujer, quien desde un simple dispositivo expresará básicamente lo que su dueño desea escuchar. Tal vez se encuentre allí uno de los principales problemas de la película: su disposición a subrayar los elementos narrativos que el film de Scott tan solo sugería a partir del devenir dramático de sus personajes.
Y subrayar no es otra cosa que perder el tiempo –mucho tiempo, casi tres cuartas partes de una película que se hace larguísima- en establecer las penosas condiciones de existencia en un mundo gobernado por una corporación desquiciada. Mucho tiempo en señalar aquello que el espectador sería capaz de detectar de inmediato, sin demasiado prolegómeno. La pregunta sobre el fundamento que determina al ser humano sobrevuela el film de Villeneuve como un loop descompuesto.
En definitiva, pérdida de tiempo que provocará la invasión de un registro demasiado serio de sus buenas intenciones que inundará de solemnidad al conjunto de la película. La aparición irreverente, pero también un tanto patética, de Deckard (Harrison Ford), protagonista insigne de la película de Scott, no hará sino evidenciar las dificultades de un film que no podrá despegarse en ningún momento de la frialdad de su magnificencia y que no podrá en consecuencia recorrer un camino propio capaz de conmovernos de algún modo.